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Cuando el timbre empezó a tocar, Nouchi se sentó en la cama, con un movimiento brusco, y durante un buen rato escuchó cómo tocaba el despertador, con los ojos fijos en la oscuridad, sin darse cuenta.

—¡Ah, sí! —balbuceó por fin.

Lo dijo o no lo dijo. En todo caso, creyó haberlo dicho y se inclinó, tanteó en el vacío hasta encontrar el botón y parar el timbre.

Estaba demasiado cansada. Tenía la impresión de que acababa de dormirse hacía un momento, y tal vez era verdad. La cama era demasiado estrecha para los dos y, como Stan ocupaba casi todo el sitio, ella tenía dolorido todo el cuerpo.

No se atrevió, sin embargo, a empujar a su compañero para que le dejara sitio. Éste dormía doblado en dos y ella se colocó como pudo y, volviéndose a sumir en el sueño, no oyó, poco después, los despertadores que empezaban a tocar, uno tras otro, en las demás habitaciones.

Cuando volvió a despertarse, ya era de día, pero un día tan gris que en la buhardilla de enfrente tenían la luz encendida; un hombre se afeitaba, un chófer o un criado, y las tejas de pizarra goteaban con una lluvia fina semejante a neblina.

Stan seguía durmiendo, con el labio superior saliente en una mueca infantil, y con un puño cerrado. Hasta en medio del sueño era nervioso, con reflejos bruscos, muecas súbitas, y sus expresiones, lo mismo que sus movimientos, revelaban invariablemente el miedo o el dolor.

Nouchi no lo despertó inmediatamente. Le parecía que de aquel modo le regalaba unos minutos más de paz relativa. No encendió la luz, a causa del hombre de enfrente, que la habría visto lavarse. Ahora estaba ocupado en envolverse el cuello con una corbata de piqué blanco, como las llevan los caballerizos.

Nouchi empezó a lavarse. Pensaba y después dejó de pensar para rascarse un granito que descubrió entre sus pechos. Luego miró a Stan y se dijo que, una vez más, éste debía de hacer trampa y trataba de enternecerla con su sueño.

Sin embargo, le dejó dormir hasta el último momento. Con él siempre había que volver a empezar; era demasiado desgraciado, capaz de cualquier disparate.

Abrió la puerta, volvió a cerrarla con llave y bajó por la escalera de servicio. Llevaba un vestido un poco ancho, de lana azul marino, que la señora de Storm le había comprado ya confeccionado y que parecía, tal vez por casualidad, un uniforme de señorita de compañía. Atravesó la cocina, que olía agradablemente, a mañana, al primer fuego y a pan tostado.

—Buenos días, Jeanne… ¿Ya están levantados?

—Están en la mesa… Potsi pasea el perro… Voy a servirle sus huevos…

Por la mañana se desayunaban con huevos pasados por agua y tomaban té con leche. La señora Storm estaba más pálida que durante el resto del día. Debía de untarse la piel con una crema que se secaba en su cara y que debía de quitarse más tarde.

—Dispensen, llego un poco tarde…

Recibió una sonrisa de la señora Storm y del doctor un gesto con la cabeza que no tenía nada de inquietante, puesto que leía el periódico mientras desayunaba. A veces echaba un vistazo por encima de los visillos de la vidriera, ya que los pacientes no tardarían en ser introducidos en el salón.

—He dormido demasiado… —procuraba explicar Nouchi, que se notaba la cara muy lívida.

Le trajeron sus dos huevos, en una servilleta. El doctor miró la hora en su cronómetro, cuya tapa, al cerrarse, chasqueó. Entonces Nouchi tuvo la impresión, muy clara esta vez, aunque sin ninguna base, de que esperaban con cierta impaciencia a que se hubiera comido los huevos. Aquella impresión era tan fuerte que se sentía embarazada al comer, y lo hacía con una precipitación torpe…

—Nouchi…

No se había equivocado. Casi no habían aguardado al último bocado. Se esperaba lo peor.

—¿Quiere ir a buscar mis lentes en mi gabinete de trabajo? Debo de haberlos metido por distracción en algún cajón. Hace un rato, los busqué sin poderlos encontrar…

Nouchi no llegaba a comprenderlo. Estaba segura de que debía de haber algo, porque la sonrisa de la señora Storm lo proclamaba. Se precipitó a través de las habitaciones, encontró en seguida las gafas y cuando volvió una cosa únicamente le impresionó: su bolso, que, como de costumbre, estaba encima del mantel, al lado de su cubierto.

—Gracias, Nouchi…

Era un bolso plano, muy modesto, y no contenía nada que fuera precioso, excepto la llave del cuarto de arriba.

—Quisiera que hoy me clasificara por países las cartas de mis colegas… Encontrará usted toda una caja, en la que están mezcladas… La señora Storm le dará otras que ella había empezado a clasificar.

Potsi volvió, dejando suelto al perro, un vulgar fox como los había en todas las casas de la calle, y el animal se lanzó a correr por el piso. Storm se enfadó. Su mujer hizo lo imposible para capturar a «Jimmy». Seguidamente, sonó el timbre y todo entró en calma, en orden: la pareja y Nouchi abandonaron, sin hacer ruido, el comedor, ya que al doctor no le gustaba que sus pacientes sorprendieran, a través de las vidrieras, la vida íntima de la familia.

—¿Viene, Nouchi? —dijo la señora Storm, abriendo la puerta de su habitación.

Tenía que seguirla. Storm, en el pasillo, parecía esperar. Y, en efecto, en lugar de entrar en su despacho se dirigió a la cocina. Además, el bolso estaba completamente lacio. Nouchi no se atrevía a abrirlo. Sentía que la observaban… ¡Y sin embargo, muy bien podía tener ganas de sonarse!

—Sigue el mal tiempo —suspiró la señora Storm, preguntándose lo que iba a hacer.

—Tal vez será mejor que vaya a buscar los dossiers ahora mismo…

Había una sensación incómoda en el ambiente. Ambas mentían y se lo reprochaban. Tal vez la señora Storm estaba aun más angustiada que la muchacha, ya que, desde la noche anterior, su marido no le había dicho nada y ella también se veía reducida a meras suposiciones. Le daba lástima Nouchi. Varias veces, en el transcurso de la mañana, tuvo ganas de pedirle perdón por la actitud de su marido, pero… ¿podía obrar de otro modo? ¿Podía comprometer su carrera y la tranquilidad del hogar por un chico al que ni siquiera conocía?

La llave del cuarto de Nouchi ya no estaba en el bolso. Storm no se hallaba en el despacho y tres clientes aguardaban ya en el salón. Nouchi se puso a trabajar, esforzándose en leer las cartas, que estaban tiradas en desorden dentro de una caja de cartón. Los dos troncos de la chimenea empezaban a crepitar, aunque también se notaba la calefacción central.

En cuanto al aspecto de la calle, nunca había sido tan lúgubre.

Era como si el día no quisiera levantarse del todo, como si se hubieran despertado demasiado temprano, cuando tan sólo resuenan los pasos de los madrugadores. A veces, asombraba oír en la esquina el claxon de los coches o el rumor de la vida que se había puesto en marcha. Las ventanas que se abrían, mientras las criadas hacían la limpieza, sólo dejaban ver agujeros oscuros.

Por fin, Nouchi se estremeció, al mismo tiempo que la señora Storm. Ambas acababan de oír abrir y cerrarse la puerta del gabinete de consulta. Seguidamente oyóse la otra puerta, la que daba acceso al salón; el doctor introducía a su primer paciente.

¿Había puesto a Stan en la calle, sin decirle nada a ella, sin permitirle que se despidiera de él? No se atrevía a acercarse a la ventana para contemplar aquella calle tan reluciente, donde todavía se veían los cubos de la basura. Roíase las uñas y la señora Storm, frente a ella, se sentía oprimida, como a veces le sucedía.

—¿Me permite un momento, señora? Tengo que…

¿Qué? No tenía la menor importancia. Ya estaba fuera. Al atravesar la cocina, Juana y Potsi la miraron con curiosidad, y ahora era ella la que corría por la escalera hasta llegar, jadeante, al séptimo piso y encontrarse la llave puesta en la puerta. La empujó bruscamente.

—¡Stan!

Pudiérase creer que había soñado, que había creado en su imaginación los fantasmas de aquella mañana. Efectivamente, estaba allí, cerca de la ventana inclinada, mirando la calle, tal como hacía todas las mañanas.

—¿Ha venido?

—¿Quién, tu amo? ¡Sí! ¿Has sido tú quién me lo ha enviado?

Nouchi siempre había tenido miedo de aquella mirada dura que él le dirigía de cuando en cuando, incluso en la primera época en que se conocieron; en cambio, en otros momentos sabía mostrarse tan tierno, tan afectuoso, tan niño…

—Te juro que no… Sacó la llave de mi bolso mientras yo… ¿Qué te ha dicho?

En cierta ocasión, ella le había dicho:

«Alguna vez, cuando te encolerizas, serías capaz de matarme…».

Era verdad. Tenía una manera terrible de envararse, de quedar como impermeable a todo sentimiento humano. Seguía mirándola. No la creía.

—¡Confiesa!

—¿Qué?

—Que le hablaste… Que subió con la intención de echarme…

Seguía temblando, sólo de pensar en ello. Había debido de pasar un miedo terrible. Pero un instante más tarde; su labio se fruncía, retador.

—Como ves, no me he marchado… ¡He podido con él!

—¿Qué quieres decir, Stan?

—Que ya no se atrevería a echarme a la calle… Le he contado…

¿Qué le había contado? ¡Mentía! Una vez más, había representado una escena humillante. Lo había probado todo para convencer a su interlocutor. En tales momentos inventaba cualquier cosa, hasta el punto de que luego se perdía con sus embustes. ¿No había hablado de unos odios políticos que le perseguían, de unos documentos que guardaba en su poder, de su padre que se hallaba en la cárcel, en Wilna, y que sería ejecutado si le arrebataban aquellos documentos?

Hablando con un hombre de cierta edad, trataba de despertar su compasión respecto a otro hombre de su misma edad, de la misma clase intelectual.

—Le juro, doctor, que no arriesga usted nada, que dentro de algunos días, cuando se haya producido un acontecimiento que espero, me iré sin temor alguno…

Nouchi no sabía lo que había inventado, pero sí sabía que había inventado algo y que había conseguido la victoria. Cuando estaba inspirado, en posesión de sus facultades, era irresistible y hacía creer a la gente todo lo que quería, jugando con sus sentimientos a su antojo.

Con cinismo ahora, repetía:

—¡He podido con él!

No añadía que el doctor Storm se había dejado persuadir, sobre todo por Nouchi, y todavía más por el padre de Nouchi, que había sido uno de sus mejores amigos.

—¿No me has traído los periódicos? —protestó Stan—. ¿Ni nada para comer?

—Ahora voy a buscarlo…

—Ten cuidado con lo que le cuentas… Podrías decir cosas diferentes de las que yo…

Se volvió hacia la ventana. No le gustaba la actitud que Nouchi mostraba desde hacía algunos días. Antes, era más pasiva, daba la impresión de haber aceptado su suerte de una vez para siempre y de tomar a Stan tal como era.

Ahora le juzgaba. O, más bien, buscaba en él una explicación que no podía hallar. Stan había cambiado, eso era incontestable. Era verdad que, sobre todo en los momentos difíciles, se había mostrado siempre duro, a veces amenazador. Pero, a partir de la noche de Les Halles, después de que había vuelto a verle, en su fisonomía se había infiltrado un cierto disimulo. No sólo tenía miedo, sino que parecía tener vergüenza. No estaba en paz consigo mismo.

La víspera se había atrevido a preguntarle:

—¿Qué has hecho, Stan? Confiésamelo…

Stan se había puesto furioso.

—¿No te lo he contado ya? ¿Ya no me crees, ahora?

¿Le había creído ella alguna vez? Siempre le había mentido, pero antes no era tan grave. Mentía por ganas de mentir, para darse importancia, mientras que ahora mentía para ocultar alguna cosa.

—Voy a buscar los periódicos…

Y bajó. La señora Storm seguía en la habitación, donde Potsi hacía la cama.

—¿Me permite que salga a tomar el fresco un cuarto de hora?

La pobre señora Storm estaba como perdida. Se preguntaba si no tendría que avisar a su marido y pedirle consejo. ¿No tendría Nouchi la intención de abandonarles definitivamente?

—Vuelvo en seguida…

La calle estaba vacía. Cambió de acera para divisar la cara de Stan en la ventana de la buhardilla. En la esquina, tuvo un sobresalto al ver a un hombre que fumaba en pipa, con las manos en los bolsillos de un grueso abrigo.

Tenía la impresión de haberlo visto ya. Potsi debía de tener razón; alguien espiaba a Stan. Estaba casi segura de que aquel hombre la conocía, de que no la miraba como mira uno a una transeúnte cualquiera. Sabía quién era y adónde iba.

Tuvo que reprimir unas ganas súbitas de plantarse a frente a él y de exigirle que le dijera la verdad. La pregunta que tenía en los labios era ésta:

«¿Qué ha hecho?».

Porque aquel hombre no era ningún polaco, uno de los compañeros de Frida Stavitskaia. Era un francés cien por cien, y probablemente un inspector de policía. La seguía con la vista. En la calle de al lado, Nouchi entró en una tienda de periódicos y luego en una charcutería. Cuando salió, el hombre se había acercado algunos pasos para ver lo que hacía. Una vez más, ella pasó por delante de él, casi rozándole. Tampoco se atrevió a decir nada.

Subió muy de prisa los siete pisos. Stan, que estaba al acecho, abrió la puerta, cogió el periódico, lo recorrió rápidamente y gruñó:

—¡Nada!

No dirigió ni una mirada a la comida. Se situó de nuevo delante de la ventana y las aletas de su nariz se apretaron. La espera debía de ser muy dolorosa, enloquecedora.

Valía más dejarlo. Nouchi se retiró y encontró de nuevo la calma afelpada del salón, la blanda sonrisa de la señora Storm, las cartas de médicos que no podía leer en su totalidad, porque las había escritas en lenguas que ella desconocía.

Era la una cuando Potsi vino a anunciar:

—El señor dice que la señora vaya a su despacho.

Ella se precipitó literalmente. Nouchi se quedó sola y hasta ella llegó el murmullo de un largo monólogo indistinto que duró más de un cuarto de hora.

Cuando volvió a abrirse la puerta, fue otra vez Potsi, que dijo:

—La señorita está servida.

Y encontró a los Storm a la mesa. La señora de Storm se esforzaba en estar alegre. El doctor comía con aplicación, pensando en otra cosa.

Hasta que hubo terminado la comida y se hubo bebido el café, no se levantó y murmuró negligentemente, como si le pasara por la cabeza una idea:

—¿Quiere usted venir un instante, Nouchi? Tengo que entregarle unos papeles.

Volvió a cerrar la puerta y se quedó de pie muy cerca de ella. Tal vez pensó en ponerle las dos manos sobre los hombros, pero no lo hizo.

—Escúcheme, mi pequeña Nouchi… Usted sabe, ¿no es verdad?, que mi mujer padece una enfermedad del corazón… Hay que evitarle las emociones… Yo no podía dejar en la calle a la hija de un amigo… No volveré a subir arriba… No he subido nunca, ¿me comprende? Dentro de unos días, cuando sea posible…

Repitió:

—… cuando sea posible, le daré un poco de dinero, no mucho, porque no somos ricos… Creo que usted me anunció su intención de irse a Bruselas… ¿Qué tiene?… ¡Sobre todo, le prohíbo que llore!… Tengo horror a las lágrimas… Ahora me veo obligado a salir.

Y nada más. Nouchi le vio, a pesar del tiempo destemplado y lluvioso, ponerse aquella pelliza que databa del tiempo de Viena o de Múnich. Ella se sonó y fue a la habitación, a instalarse delante de sus papeles.

—Tengo que ir a escoger un satén en los grandes almacenes… ¿Vendrá conmigo, Nouchi?

Por lo tanto, ésa fue una extraña jornada en sordina para Nouchi.

El doctor Storm, que sólo disponía de media hora antes de sus consultas de la tarde, no habíase alejado. Estaba muy cerca de su casa, en la misma calle y en la calle de al lado. Quería cerciorarse de que Stan estaba verdaderamente acorralado y observó, también, al hombre de guardia cerca del farol de gas. Para estar seguro de que no se equivocaba, dejó pasar el momento de su consulta, pasó cerca de una hora más tarde y el hombre continuaba allí, leyendo un periódico bajo la lluvia fina que caía.

Todo eso era muy desagradable. El sujeto no parecía ningún extranjero, y menos aún un conspirador político. Storm llegó hasta a pedirle lumbre, y el otro le alargó su encendedor.

¿Por qué no ir directamente a la Prefectura de Policía y declarar?

—Soy el doctor Storm. Tengo los papeles en regla. Ustedes me conocen. He recogido a la hija de un amigo y me he encontrado en su habitación con un joven a quien unos enemigos parecen perseguir…

Pero no lo hizo. No encontró el motivo. Y no lo hizo, simplemente, porque faltábale el primer impulso. Al acercarse a su casa, la señora Storm, con un abrigo de astrakán, y Nouchi, con impermeable, salían y subían en un taxi, ya que la señora Storm andaba con dificultad y no hubiera podido soportar los empujones en los autobuses o en el metro.

—No puedo decirle nada en concreto. Sólo se trata de una impresión… Desde esta mañana, me parece que el asunto vuelve a moverse…

El comisario Lognon sonrió, porque el inspector Leroy estaba de mal humor. No tanto por el plantón de varias horas que acababa de sufrir bajo la lluvia, sino por el género de este plantón, en un barrio burgués, donde no había ninguna taberna cerca de la casa a la que vigilar.

—¿Qué es lo que se mueve, amigo?

—Todo y nada… Le repito que es muy vago… Es como cuando uno presiente que va a caer enfermo, pero no sabe de qué… Ya me temía yo que la criadita, que no entiende una palabra de francés y que no se atreve a ir más allá de la calle de al lado, se había fijado en mí… También debe de haber visto a Janvier, cuando fue su turno… ¿O tal vez creyó que estábamos allí por ella? Todavía se ata las medias alrededor de los muslos con un cordel…

—¿Cómo lo sabe?

—Cuando limpiaba las ventanas… Bueno, ¿qué estaba diciendo?… Esta mañana fue la otra, Nouchi que, entre paréntesis, tenía una cara más blanca que el papel… Me miró dos veces… La segunda vez creí que iba a dirigirme la palabra, y ya estaba preocupado, porque no sabía qué habría de contestarle… Por último, cuando acababa de almorzar con la imaginación, porque Janvier vino a relevarme con más de dos horas de retraso, el doctor en persona se puso a dar vueltas a mi alrededor y me pidió lumbre…

—¿No rondó nadie más por el barrio?

—Nadie… Las dos mujeres salieron en taxi… Janvier está ahora allí… Siempre tiene suerte: ya no llueve… ¿Puedo marcharme?

Sobre la mesa del escritorio había una lámpara con pantalla verde. Acababan de encender la luz. Aún no habían corrido las cortinas y se veían casas iluminadas del otro lado del Sena.

En la semioscuridad de la habitación, otros inspectores esperaban su turno. El comisario jugaba con un lapicero, y a veces trazaba un dibujo en el papel que tenía delante de él.

Algunos llevaban abrigo, porque volvían de servicio, como Leroy, o se disponían a salir. Hacía calor. Se oía el tecleteo de una máquina de escribir detrás de un tabique.

—¿Y usted, Julien?

—¡Siempre el mismo trabajo! Está horas y horas acostado en la cabaña, rodeado de chiquillos. Sólo sale para ir a la taberna, donde no habla con nadie… Fríamente, como si fuera agua, se traga sus dos litros de vino tinto y luego se vuelve a acostar sin el menor titubeo…

Se trataba de Yvan, el oso peludo, que se había instalado en casa de unos compatriotas de la «zona», en Saint-Ouen.

Todo había sucedido de una manera muy sencilla y muy correcta, según las reglas. Contrariamente a lo que Stan había supuesto, el inspector Mizeri no se había tomado la molestia de hacerle seguir cuando lo había abandonado ante la puerta del tabernucho de la Rue de Petits-Champs. Sabía que Stan, para vigilar «sus» cinco mil francos, iría a dar vueltas por la Rue Birague, o que se dirigiría nuevamente a la policía.

El inspector se había limitado, ya que el asunto no era de la esfera de su competencia, con transmitir un informe a la Policía Judicial. Allí, el comisario Lognon no se había precipitado.

—¡Tal vez sea verdad! Pero también puede ser únicamente un bajo desquite del chico…

Para el comisario, todos los hombres de menos de treinta años eran «chicos».

En los archivos judiciales no había nada sobre los polacos, Era inútil interrogarlos. Por otra parte, si se contentaban con vigilarlos, se exponían a inmovilizar demasiado tiempo unos agentes.

Más valía provocar un cierto nerviosismo entre los individuos de la Rue de Birague, a fin de hacerles mover un poco. Por esto, Frida había recibido una carta anónima en la que se hablaba de Stan.

—Ya veremos qué pasará…

Habían visto a Stan comprar un hacha en el Bazar de l’Hôtel de Ville, vigilado de cerca por el barbudo y por Kellermann. Stan había estorbado un poco el plan al agarrarse al inspector Lucas en la tienda de artículos de higiene de la Rue des Francs-Bourgeois.

En realidad, esto apenas había cambiado las cosas. La intención de la Stavitskaia, al enviar a Stan a pasearse seguido por dos de sus polacos, ¿no era la de apartar momentáneamente a la policía de la Rue de Birague?

Si era así, se había equivocado. Apenas ella hubo salido, unos minutos después de Stan, habían empezado a seguirla. De nada le había servido meterse en tiendas y multiplicar las compras anodinas, pues Janvier no la había soltado hasta el momento en que se instaló en un hotel de la Rue de la Roquette.

—¿Sigue allí? —preguntó el comisario, trazando un pequeño redondel, que no quería decir nada, al lado del nombre de Frida.

—Ya debe empezar a pasarlas negras… Ayer se compró salchichón, esta mañana dos croissants, y no ha ido a tomar café… Seguramente está en las últimas… No se acercó nadie por allí… No sé si llegarán a comunicarse entre ellos, pero, si lo consiguen, es que son muy listos…

—¿Kellermann? —preguntó Lognon.

Otro inspector se adelantó un paso. Llevaba el abrigo puesto.

—Esta mañana trató de encontrar un trabajo en una fábrica de Puteaux… No lo quisieron… ¡Al salir, me lanzó una mirada de miedo…! Estoy persuadido de que es el más terrible, a pesar de sus ojos de mujer… Todo el día ha seguido andando… Pasó por la Rue de la Roquette sin detenerse… Me pregunté si no habría alguna señal en la ventana de su jefa, pero no vi nada… Esta tarde ha llegado incluso a recoger colillas en el asfalto mojado…

—¿Y Josef Sibirski?

—Esta noche ha dormido en la barcaza del Ejército de Salvación. Le ha crecido una barba rubia que le da el aspecto de un Cristo…

—¿Y el Barón?

—Continúa en su hotel de la Rue Fontaine. No sé de dónde saca el dinero, pero ha vuelto a jugar cinco francos en las apuestas mutuas, en un bar de la Rue de Dovai…

El reloj de mármol negro colocado encima de la chimenea estaba parado, tal vez desde el Segundo Imperio, tal vez desde Luis Felipe. Bajo la luz verdosa de la habitación estaban reunidos seis franceses, cinco de pie y uno sólo sentado, que reflexionaban sin apresuramientos, o esperaban.

El comisario seguía trazando círculos, cuadrados y líneas complicadas en su papel.

—¡Por fuerza tienen que esperar algo! Pero ¿qué? —murmuró, sin levantar la cabeza.

—¡Morirse de hambre! —murmuró Leroy, que no se había quitado todavía su abrigo empapado.

Volvieron a sonreír de mala gana. Leroy no era muy alto. No tenía presencia. A primera vista, daba la impresión de un tipo vulgar, y, sin embargo, entre todos los que se hallaban presentes, era el que más disfrutaba con las detenciones accidentadas.

Bajo su abrigo de confección había los músculos de un ex monitor de Joinville. Su mayor alegría era seguir a un tipo como el coloso Yvan, esperar su hora, saltarle encima por detrás y ponerle las esposas antes de que el otro comprendiera lo que ocurría.

—¡Mientras no detengamos a uno…!

Ya hacía varios días que estaban pensando en esta solución: detener a uno, al que juzgaran más impresionable, e interrogarlo tanto tiempo como fuera necesario hasta obtener una confesión.

Sólo que, si la cosa no daba resultado, las complicaciones no tendrían fin y entonces habría muchas probabilidades de no poder condenar nunca a toda la banda.

—¿Por qué no darle los cinco mil francos al chico? Con volvérselos a quitar cuando estuviera en chirona…

—¡Porque su testimonio no tendría ningún peso ante el jurado, ya que no aportaría ninguna prueba concluyente!

En seis puntos diferentes de París, otros tantos inspectores seguían espiando a Josef Sibirski, a Frida, a Stan, a Yvan, al Barón y a Kellermann. La lámpara, con su pantalla verde, proyectaba toda su luz sobre el papel cubierto de dibujos.

—¿Qué haremos, jefe?

Éste, después de un silencio, suspiró:

—¿Qué queréis que hagamos, muchachos? Vamos a continuar…

En alguna granja del Norte, una pareja de ancianos vivía tal vez sus últimas noches apacibles, antes de la irrupción de la banda y antes de que se llevara a cabo la odiosa matanza a hachazos.

Frida tenía hambre. Las pasaba negras, según la expresión del inspector, y esto ya era una ventaja. Cuando todos estuvieran acorralados por la necesidad, se verían obligados a hacer algo. Tal vez pensaran en la oca ahumada, cuyos residuos los policías habían encontrado en la habitación, y en las botellas de espumoso que se habían divertido en romper antes de abandonarla.

Stan seguía tumbado, muy rígido, en su cama, en un estado máximo de nerviosismo. No había encendido la luz. Podía ver en una habitación frente a la suya, a la izquierda de la del lacayo (o del chófer), a una mujer de cierta edad que cosía debajo de una lámpara.

Le dolían los nervios. Se había bebido toda la botella de vino que Nouchi le había traído a mediodía. Ya no le quedaba nada más que comer o beber. También lo había devorado todo, sin apetito, para matar el tiempo. Y oía una serie de ruidos anodinos, unas puertas que se cerraban, pasos en la escalera de servicio, criadas que iban a cambiarse o a hacer la limpieza de sus habitaciones, una discusión en voz baja, entre dos cocineras, al fondo del pasillo…

Nouchi no volvía. No sabía dónde podía estar. No podía verla, en el gran almacén de luces doradas, examinando los satenes que le enseñaba la vacilante señora Storm.

—¿Qué te parece éste, Nouchi?

Y aquellos millares, aquellas docenas de millares de coches que tocaban la bocina, que se paraban, que volvían a arrancar, que buscaban un remanso de quietud en el bordillo de la acera, aquellos autobuses atestados de personas impasibles que no miraban nada, aquellos almacenes, aquellos ascensores que subían y bajaban, aquellas siluetas entre la bruma de las aceras…

Dos pisos debajo de él, unas personas, en un sillón de báscula que les apretaba el cogote, abrían la boca exageradamente, o bien al doctor Storm, que con una lamparita en medio de la frente, les inspeccionaba el interior de los oídos.

—Gracias, doctor… ¿Qué le debo?

¡El siguiente! Potsi los acompañaba a la puerta. Y Storm, que abría un poco la puerta del salón y contaba cuántos quedaban por pasar todavía…

En el piso de abajo vivía un matrimonio que tenía cuatro o cinco hijos, un aya, un cochecito en el portal.

¡Si el inspector Mizeri le hubiera dado honradamente los cinco mil francos, en vez de hacerse el vivo con él!… ¡Pero él siempre se lo había dicho a Nouchi: los franceses son unos avaros! ¿Por qué no había instalación de agua corriente en los cuartos de las criadas, si la había en toda la casa? ¡Ni radiadores!

¡Por eso él tenía que acostarse con el abrigo puesto!

¡Los odiaba a todos!

¡A todos! No hacía distinción alguna: «A todos ellos». ¡Y también a Storm, que había sentido la necesidad de puntualizar, con su cara de hombre honrado, de hombre íntegro y escrupuloso, que si le permitía que se quedara allí no era por el mismo Stan, sino por Nouchi y Kersten padre!

¡Nouchi volvería a llegar tarde! ¡La retendrían abajo porque sí, para distraerse hablando! ¡Serían ya las nueve de la noche cuando subiera los periódicos de la tarde! ¡Eso si no se los había olvidado! ¡Ya había encontrado un pretexto para salir y atravesar la calle! ¡Y si la señora Storm, a quien él no había visto nunca, pero que ya le había descrito Nouchi, no pedía a ésta que la ayudara en cualquier insípida labor de costura!

¡Porque había gente que cosía así, por gusto!

¡Y ni para ellos, ni para nadie, no cambiaría nada si Stan decidía salir y le mataban como a un perro en la primera esquina!

Tal vez la propia Nouchi quedaría más aliviada.

¿No adoptaba ya unos aires de hija de la casa, de «protegida»?

¡Después, Storm podría subir sin temor alguno, con las gafas temblorosas y los ojos relucientes detrás de los cristales! Y sin hacer ruido, a causa de las criadas de las habitaciones de al lado…

¡En todo caso, no sería Nouchi quien le traicionara con sus estertores!