Ya hacía bastante rato que la señora Storm esperaba encontrar la mirada de su marido. Él debía de saberlo. Era un hombre que veía lo que pasaba detrás de él. Pero le gustaba dejarla en suspenso.
Por fin ladeó un poco la cabeza. Ella vio los ojos tras el reflejo de las gafas de oro. Se sonrió, con aquella sonrisa vaga con la que parecía querer disculparse de los menores actos de su vida.
Lo más desagradable era que los otros también se habían fijado en ello. Todo el mundo sabía lo que significaba. De manera que el silencio se había hecho general. Todos aguardaban.
¿No experimentaba el doctor Helmut Storm un placer malévolo al dejar de aquel modo en suspenso a su bonachona y obesa esposa? Ella estaba allí, como pendiente de él, esforzándose en conservar la sonrisa, preguntándose si…
¡Por fin! Había parpadeado, casi imperceptiblemente, y ella se apresuraba a sonreír a todos, uno tras otro, también como si pidiera excusas por molestarles.
—¿Si ustedes quieren…?
Era tan tímida y estaba tan turbada que sólo ella oía las palabras que pronunciaba y que, cuando quería hostigarla, su marido afirmaba que en aquellos casos no salía de sus labios ningún sonido.
Se había levantado de la mesa. Las dificultades no habían sido completamente conjuradas, pero lo más peligroso ya había pasado. El goulash había salido muy bueno. Únicamente el camembert no estaba en su punto, pero esto era culpa de Helmut, que pretendía ser infalible en la selección de los camemberts y se equivocaba cada vez.
En cuanto a Potsi, la criadita de cara de luna, con su moño duro y prieto, aún debía de sentirse más aliviada que la señora Storm.
Por lo que se refería a Potsi, la cosa era comprensible. Hacía tres meses que Storm la había hecho venir desde su pueblecito de los Cárpatos. No hablaba ni una palabra de francés. Y sin embargo, era ella la que, durante el día, introducía a los clientes del doctor, mirándolos con terror si le parecía que iban a hacerle alguna pregunta.
¡Pero la señora Storm! No sólo era de buena familia, sino que había pasado su juventud en Viena. Había vivido allí con el doctor, que era natural de Budapest. Luego habían residido varios años en Múnich, un año en Ginebra, donde las autoridades suizas habían juzgado que el doctor se ocupaba demasiado poco de laringología y demasiado de política.
¿No hubiera debido estar ya acostumbrada a los cambios de casa? Es verdad que no protestaba nunca. Tampoco podían echarle en cara que se aturrullara. Con cada nuevo avatar se producía en ella como un estupor resignado. Ya no sabía dónde estaba ni adónde iba. Tanto para no encolerizar a su marido como para conjurar la suerte, sonreía con una de aquellas sonrisas misteriosas que se ven, en las iglesias, en algunos San Juan Bautista.
—¿Tomará usted café, profesor?
Uno de los invitados era el profesor Minchon, jefe de clínica en el Hospital Laënnec y, contra lo que había esperado la señora Storm, era un hombre en el que nadie se hubiera fijado en la calle, pues iba vestido de cualquier manera. Durante toda la comida había estado contando historias cómicas, mientras su mujer preguntaba la receta de los platos extranjeros que servían.
Los demás, Alejandro Rosen y su mujer, no tenían importancia: eran unos compatriotas a los que habían invitado para hacer número, porque no se llena una mesa con cuatro comensales. Rosen se ocupaba de cine. Su mujer era bonita en demasía y su vestido no encajaba en aquel pisito coquetón de Passy, con sus arrimaderos gris perla y sus muebles de tono dorado.
La señora Storm llegaba ya a no distinguir los apartamentos que había ocupado. Al llegar delante de una puerta, quería apretar un botón a la derecha, porque en Nueva York tenían un piso ultramoderno cuyas puertas se abrían automáticamente.
—¿Un terrón de azúcar?… ¿Dos?
—Dos… Gracias…
Desde muy pequeña había aprendido el francés, pero casi no se atrevía a hablarlo; escogía las palabras y las pronunciaba mal, mientras que Storm, algunas semanas después de su llegada a un país, ya hablaba corrientemente el idioma.
Era un hombre de mérito. La prueba de ello era que el profesor Minchon, que salía muy poco de su casa, se había molestado en venir. Storm era seco, muy rígido aparentemente, con una pequeña barba cuadrada que se volvía gris; sin embargo, su mujer sabía ver cuándo, detrás de los lentes, los ojos se tornaban burlones; lo sabía tanto más cuanto que ella era invariablemente la víctima de aquellas burlas.
La mujer de Rosen había encendido un pitillo. Storm pasaba la caja de cigarros y continuaba con el profesor una conversación empezada en la mesa.
—Prométeme que no me dejarás sola en el salón con las señoras —había suplicado la señora Storm antes de la comida.
¡Bien sabía ella cómo sucederían las cosas! Ya veía las dos espaldas que avanzaban hacia la puerta de la izquierda. Su marido había puesto una mano sobre el hombro del profesor. Unos instantes más y se lo llevaría hacia su consultorio.
¿Qué iba a decir? ¿Qué iba a hacer? Ella sonreía amablemente a la señora Minchon, a la señora Rosen, a Rosen. Les suplicaba que dijeran algo y los dos médicos, en efecto, salían de la habitación. Decía Storm:
—Verá usted esas radiografías que hicimos en Chicago…
Los Storm, o, mejor dicho, Helmut Storm, porque su mujer no había intervenido en nada, había escogido el rincón más parisiense de París, el más amable, el más burgués, un piso como tal vez había cien mil, con la misma puerta de cristales entre el comedor y el salón, el mismo recibidor. ¿Y cuántos médicos había en París, que tenían un gabinete de consultas idéntico?
—Aguarde… Tengo que haber puesto el dossier…
Buscó en un mueble clasificador, no encontró lo que quería y se impacientó de pronto, pues tenía un genio muy vivo. Llamó a la criada, y en el salón la señora Storm se asustó preguntándose qué podía significar aquel timbre.
—Potsi —dijo él en húngaro—, ¿dónde está la señorita Nouchi?
—Ya se ha ido arriba.
—Vaya a preguntarle… O, mejor… ¿Cuánto rato hace que se fue?… ¿Usted me perdona, profesor? Mi criada no entiende ni una palabra de francés.
—Hará una hora…
—Bueno.
—¿Qué tengo que decirle?
—Nada…
Minchon hojeaba una revista científica alemana. Si hacía una hora que Nouchi había subido, ya debía de estar acostada. Storm no se había hecho proyectos sobre ella, pero no le disgustaría sorprenderla en la intimidad cálida de su cuarto.
—¿Me dispensa usted un momento? Voy a preguntar a mi secretaria dónde ha puesto el dossier.
—¡No faltaba más!
Atravesó la cocina, donde Potsi y Juana comían a su vez, con los codos apoyados encima de una mesa cargada de residuos de la cena. Se metió por la escalera de servicio y subió a grandes zancadas hasta el séptimo piso.
No había podido instalar a Nouchi en el apartamento, donde el sitio era muy justo, pero precisamente estaba libre una habitación de criada y se había arreglado con el portero. Contó las puertas, y no vio luz.
Empezó por llamar flojito, mejor dicho, por arañar la puerta, y decir a media voz:
—Soy yo, Nouchi… Abra un momento…
De pronto se encontró un poco incómodo. Los criados, en los otros cuartos, iban a pensar… Y Nouchi, que no sabía por qué subía, debí de imaginarse…
—Nouchi… Tengo que preguntarle una cosa… Sólo con que entreabra la puerta me basta…
Primero pensó que, a pesar de sus recomendaciones, habría salido. Esto le puso de mal humor y probó de dar la vuelta al pomo de la puerta. Se oyó crujir un muelle del somier. ¡Por lo tanto, la muchacha estaba allí!
—¡Nouchi! Tengo prisa…
Oyó cuchichear, De esto, tuvo la absoluta seguridad. No habría podido jurar si era un hombre o una mujer. En rigor, Nouchi hubiera podido pretender que hablaba sola. Pero ¿por qué tardaba tanto en ir a abrirle la puerta? ¡Si ni la miraría! Era inútil que quisiera guardar cumplidos con él…
—Bueno.
La llave dio la vuelta. Se entreabrió la puerta. Nouchi, en camisa, descalza, con el pelo suelto y los rasgos alterados por el sueño, le miraba con ojos extraviados.
—¿Qué quiere?
No abría la puerta lo bastante para dejarlo pasar. No había encendido y él tuvo la intuición de que tenía miedo de la luz.
¿No tenía él ciertos derechos, puesto que la había recogido, casi muerta de hambre? Se adelantó. Ella tuvo que retroceder. Dio la vuelta al interruptor.
—Tengo necesidad de un detalle… Entre los dossiers que clasificó ayer, ¿no había uno de tapas amarillas, con el título «Chicago»?
Se fijó en que ella tenía los labios descoloridos, sin duda porque estaba desmaquillada. Tal vez empleaba una crema para la noche.
La cama estaba deshecha, demasiado deshecha, más que lo que está generalmente la cama donde se acuesta una sola persona. Y saliendo por debajo de la cama, Storm vio un pie de hombre.
—Lo he colocado en el…
Iba a seguir su mirada. El doctor se apresuró a posarla en otro sitio, en cualquier lado, al azar, en la ropa que colgaba del respaldo de una silla.
—¿Qué mira?
—Nada… ¿Dónde lo ha colocado?
—En la estantería de la sala de espera… En el segundo estante…
Bajando la escalera, se esforzó en adoptar un aire natural. Su gabinete de consulta estaba vacío. Juzgó preferible, de todos modos, ir primero a buscar el dossier de Chicago.
El profesor Minchon estaba en el salón, de pie, con el cigarro en la mano, y contaba una anécdota.
En cuanto a la señora Storm, tal como uno podía esperárselo, miró a su esposo con inquietud y luego se apresuró a sonreír para excusarse y para que los invitados no se dieran cuenta de nada.
¿Por qué estaba más pálido que de costumbre? ¿Por qué estaba tan preocupado que, tan hablador de ordinario, dejaba de tomar parte en la conversación?
Afortunadamente, la pequeña Rosen, que se aburría, no tardó en dar la señal de marcha, con ganas de ir a terminar la velada en algún lugar más divertido. Delante de la puerta abierta de la escalera, y luego delante del ascensor, hubo los cumplidos de costumbre.
Por fin los Storm se encontraron solos en el apartamento, donde quedaban corrientes de aire, bocanadas de perfume y nubes de humo.
—¿Qué sucedió, Helmut?
Él la quería mucho, a pesar de que se hubiera vuelto tan gorda y al mismo tiempo tan insignificante. La miró, vacilante, sabiendo que volvería a perder la cabeza.
—¿Dónde fuiste hace un rato? Debe pasar algo con Nouchi, ¿no es verdad?
Desde el primer día lo había previsto. Cada vez que les ocurría una historia desagradable, ella lo había anunciado de antemano. Se instalaban en cualquier sitio. Poco a poco se acostumbraban al país, a la ciudad, al barrio, al piso. Podían esperar que su vida de nómadas había concluido, y, de pronto, se producía un hecho minúsculo, empezaban los disgustos, primero en sordina, hasta el día en que Helmut declaraba, fingiendo indiferencia:
—Vamos a instalarnos en…
¿Tal vez en Amsterdam? ¿En Roma? ¿En Bruselas?
Cuando de noche llamaban al doctor ella se asustaba mucho. Aquella vez, estaba muy resfriado y hacía mucho frío.
—¿Dónde es? —había interrogado, cuando él colgó el teléfono.
—En un hotel de los grandes bulevares… Es un cliente que cuidé en América y a quien puse una laringe artificial…
Era verdad. Delante del hotel había despedido el taxi, porque sabía que necesitaría mucho rato. Una vez que hubo salido, el día iba ya casi a apuntar. Tuvo frío. Antes de tomar un nuevo taxi, se metió en un café abierto, en la esquina de la calle Montmartre y de los bulevares.
—¡Un grog!
Le miraron, a causa de su pelliza. Él no miraba a nadie en particular y, sin embargo, terminó por parpadear delante de un rostro. Murmuró en voz baja:
—¿Nouchi Kersten?
Porque no estaba seguro. Ya hacía muchos años que no había visto a los Kersten, y aún más desde que extirpó las amígdalas a Nouchi y a su hermana.
—¡El doctor Storm!
—¿Qué hace usted en París?… ¿Está su padre aquí?
—No.
—¿Entonces…?
¡Era tan difícil de explicar!
—¿Está usted sola?
A decir verdad, pensaba que todavía era más grave… ¿No veía cerca de ella a dos mujeres que se habían pasado visiblemente toda la noche trotando por las aceras?
—Tiene usted que venir a casa…
Extenuada, ella se había dejado llevar. Hizo levantar a la señora Storm, que había conocido a Nouchi, también, en Estados Unidos, pero la Nouchi que ella había conocido era una chiquilla nariguda.
—¿Qué le ha pasado?… ¿No tiene domicilio?
Y ella, perseguida por una idea fija:
—¿Quiere usted darme cien francos?
Decía cien como un poco más tarde Stan diría cinco mil. Le dieron de comer y beber. Le pusieron los zapatos a secar encima del radiador. Y ella tuvo que descubrir sus medias agujereadas, sus pies sucios.
—Es absolutamente necesario que se acueste, Nouchi… Luego, cuando haya descansado, hablaremos…
Storm y el padre de Nouchi se habían conocido en Budapest, habían colaborado en los mismos periódicos políticos.
—¡No puedo!
—¿Por qué?
—Primero tengo que hacer algo…
—¿El qué?
Estaba verdaderamente muy cansada. Luchaba casi sin fuerzas.
—Tengo que ir a llevar una carta…
Los Storm se miraron. El doctor la decidió a dejarse acompañar. De momento no le pidió más explicaciones, la aguardó en la puerta del Hôtel des Etrangers y luego la llevó otra vez a su casa.
Por la noche, cuando Nouchi hubo contado toda su historia, la señora Storm, antes de dormirse, suspiró:
—¡Seguramente nos traerá disgustos!
No protestaba, no proponía sacarse de encima a la muchacha dándole un poco de dinero. Sólo hacía una constatación, y nada más. Además, Nouchi u otra cosa, daba igual. Podía asegurar con certeza que no se había dado el caso de que hubieran estado cuatro años en determinado sitio sin que se hubiera producido una catástrofe, y hacía precisamente cuatro años que vivían en París.
—¿Tú crees que es su polaco?
—¿Quién iba a ser, si no?
—¿No le dijiste nada? ¿Crees que ella sabe que has visto al hombre? En ese caso, tal vez hará que se marche… ¡Oye! Hay una cosa que no te había dicho… El otro día… Aguarda: era anteayer… Potsi lavaba los cristales… Yo arreglaba el salón…
¡Se pasaba el día arreglando las cosas! ¡Y para este trabajo tan importante se anudaba un pañuelo a la cabeza!
—… La ventana estaba abierta… Potsi me llamó… Me señalo un hombre plantado en la esquina y que miraba hacia nuestra casa…
Encima de la mesita del salón había todavía las copitas de licor y las tazas de café de los invitados.
—Potsi me ha afirmado que ya hacía más de una hora que estaba en el mismo sitio y que ya se había fijado en él la víspera, cuando sacó a pasear al perro… ¿No crees tú que…?
¡Él decía que no, claro! Delante de ella, reducía a la nada los hechos más inquietantes.
—Aquí nos dejan tranquilos… Tú tienes una buena clientela… Dos letras más y los muebles estarán pagados…
¡Nouchi le había prometido, sin embargo, no volver a ver a Stan! La había interrogado largo rato, con la misma precisión con que interrogaba a sus pacientes. Sobre la situación de Stan y de ella, había contestado con una franqueza absoluta, sin ocultar la verdad.
—¿Por qué se marchó de América? ¿Hizo alguna tontería?
Con sencillez, ella había contado la historia de los abortos y del chantaje que Stan había tratado de ejercer sobre su jefe.
—¿Le ama usted, Nouchi?
Ella había reflexionado. Estaba muy tranquila. Todo le parecía natural.
—No sé.
—¿No sabe usted si le ama y ha abandonado a sus padres para seguirle?
—Era muy desgraciado.
—¿Y ahora?
—Sigue siendo desgraciado… Está desesperado… Estoy segura de que cometerá cualquier locura…
—¿Y usted es capaz de evitarlo?
Su mirada se fijó francamente en los lentes brillantes del doctor.
—¡No!
—¿Entonces? ¿Para qué…?
—Ya lo sé… Pero…
—Tiene usted que descansar algunos días, Nouchi. Quédese aquí. Para ocuparse en algo, puede servirme de secretaria. Es preferible que no esté sola todo el día con sus pensamientos.
Con otra mujer, la cosa probablemente hubiera sido verdad. No con Nouchi. Era capaz de quedarse todo el día cara a cara con los pensamientos más terribles.
—Prométame que no volverá a verle… Por su padre…
¡Pero ella no quería a su padre! El doctor Storm hablaba de él sin conocerlo, sin conocer por lo menos a Kersten tal como era actualmente. Una vez, había mandado a Nouchi para entregar una carta a un hombre rico que había conocido en Berlín. ¡Una carta como todas las que él mandaba, para pedir dinero! Él la esperaba en una farmacia al lado de una fuente.
¿Lo sabía él? ¿No lo sabía? ¡Tanto daba! Ella había sido recibida, a las tres de la tarde, por un hombre que acababa de levantarse y que llevaba un pijama de seda debajo de la bata. Salía del baño. La puerta del cuarto de baño estaba abierta. Había leído la carta. Al ver cómo la miraba, ella comprendió en seguida.
Hasta había comprendido el fondo de su pensamiento, la causa de su vacilación. En aquella época era tan joven que el hombre se preguntaba si no iba a buscarse un disgusto; le hubiera gustado saber antes si ya había conocido a otros hombres.
Se quedó dos horas en casa de él. No lloró, pero cuando se reunió con su padre, con un sobre para él, estaba muy pálida.
Su padre no le preguntó nada.
—Por lo menos debe de haber dónde puede encontrarme… —había dicho al doctor.
Él había cedido en parte. Había permitido conservar el contacto, llevando él mismo, de cuando en cuando, un mensaje al Hôtel des Etrangers.
De esto hacía quince días. Hacía ya ocho que en el hotel le contestaban que nadie había ido a reclamar las últimas cartas.
—¡No me mires de ese modo! —decía él ahora a su mujer.
Sin embargo, ella le miraba como siempre, con sumisión, con humildad. Se esforzaba, como siempre también, en mirarle con confianza y hacerle creer que era infalible.
Pero no por ello había dejado de notar que, desde que Nouchi vivía en la casa, su marido no era el mismo hombre.
—¿Qué vas a hacer, Helmut? Si tienes disgustos con la policía, van a quitarte la tarjeta de extranjero y la patente. Acuérdate de lo que te costó conseguirlo…
Él estaba a punto de subir. ¿Qué le detenía? Vacilaba, aplastando una colilla en el cenicero.
—Mañana veremos… Ahora vamos a acostarnos.
Tardaron más de una hora en dormirse, uno y otra, pero los dos se esforzaban en fingir una respiración regular y en no hacer ningún movimiento.
—¡Estoy segura de que te ha visto! —decía ella, sentada en la silla donde colgaba su ropa.
Aunque sentía frío, no había pensado en volverse a acostar.
En cuanto a él, estaba sentado en el borde de la cama y se había echado el abrigo encima del pijama.
Ella no podía mirarle sin sentir una rara sensación. Algo extraordinario había sucedido. Desde que hacía una semana que vivía en aquella habitación, sin salir nunca de ella, había engordado. Generalmente, estaba muy flaco y se le veían los dos huecos de los pómulos.
Ahora, los huecos se habían borrado. Las líneas se habían hecho borrosas. Pero las carnes no eran más duras ni tenían color.
Por lo tanto, ella no reconocía las expresiones en su fisonomía. Por más que él apretara las aletas de la nariz, que no era el mismo.
—¿Me oyes, Stan?
—¿Es culpa mía? Hay que suponer que tenía buenas razones para querer meterse en tu cuarto.
—¡Stan!
¿Qué no había hecho ella por él durante las últimas semanas? Al principio, había creído que podría alimentarlo con los restos que cogía de la cocina. Pero Juana se había extrañado de la desaparición, primero de una chuleta y luego de un pedazo de buey, con el que pensaba hacer un picadillo.
Para comprar comida se necesitaba dinero. En la casa no lo había, pues de lo contrario ella tal vez hubiera cogido un poco de un lado y de otro.
Así, había tenido que aprovecharse de Potsi, que no sólo era muy sencilla e ingenua, sino francamente tonta. Potsi cobraba doscientos francos al mes. No gastaba nada, porque París le daba tanto miedo que nunca se atrevía a ir más lejos de la esquina.
—¿Puedes prestarme cien francos, Potsi? He olvidado el bolso arriba…
Potsi tenía seiscientos francos: tres meses de su sueldo. Quinientos pasaron a las manos de Nouchi bajo diversos pretextos y la hija de los Cárpatos había jurado solemnemente, por la cabeza de su madre, que no diría nada a nadie.
Nouchi compraba comida en el barrio. Tenía que ingeniarse para ir a tirar los residuos, y ciertas necesidades de la naturaleza humana la obligaban a otros trucos y a tareas repugnantes.
Lo más inaudito era que él se mostraba cada vez más huraño y manifestaba más exigencias cada día que pasaba.
—Es imposible que te quedes aquí eternamente… ¡Escucha, Stan!… Ya encontraré con qué alquilarte un cuartito…
Él no le había confesado que había entregado a Frida y su banda a la policía. Había inventado una historia. Le había contado que, no pudiendo encontrar dinero, había ido a encontrar a Yvan, el barbudo, a quien había pedido que le prestara algunos francos.
—Porque sabía que tú tenías hambre…
Yvan se había negado. Stan y él habían disputado, e Yvan había asegurado que «le arreglaría las cuentas».
—¡No se atreverá, Stan! ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Te figuras que vacilaría en matar a un hombre?
Se reía con sarcasmo, poniéndose insoportable, se mostraba con una susceptibilidad que provocaba disputas a cada instante. Hasta se mostraba celoso.
—¿Aún no te ha repasado tu doctor Storm?
—Nunca me ha tocado.
—Sería más decente que me lo dijeras. ¡Es tan fácil! Desde el momento que saben que no puedo salir de esta habitación…
Abajo, ella hacía una vida casi normal. Clasificaba observaciones médicas que contaban de seis años y más, y que nunca habían sido puestas en orden. Como no tenía un despacho para ello y, por otra parte, el salón servía de sala de espera para los clientes, le habían instalado una mesa en el dormitorio de los Storm, donde estaba la señora Storm cuando no se encontraba en la cocina.
El piso parecía una cajita forrada de satén. En todas partes había moquetas grises, gruesos cortinajes y todos los asientos estaban cubiertos con tapicería o con seda. Encendían dos o tres leños en la chimenea, pequeños y regulares, y había una escoba minúscula, con el mango de marfil, para barrer las cenizas.
La señora Storm se vestía de rosa o de azul pálido. Iba a sentarse cerca de Nouchi con una labor. Cada media hora se oía un campanillazo. La señora Storm tendía el oído para cerciorarse de que Potsi iba a abrir. Un paciente entraba en el salón. Se distinguía un murmullo de voces en el gabinete de consulta, sobre todo cuando había concluido la visita, cuando el cliente estaba de pie y el doctor abría la puerta que daba al recibidor.
—Sí, sí… La semana que viene… Entendidos… Buenos días…
Se dirigía hacia la otra puerta, la del salón, donde cuatro o cinco personas aguardaban y donde una se levantaba.
—Voy a tener que subir un momento a mi habitación…
La tenía cerrada con llave. Era Nouchi la que tenía la llave. Hubiera sido peligroso de otro modo, pero ella había pensado que en caso de incendio…
—¿Tienes los periódicos? —le preguntaba Stan, tumbado en la cama.
Ella no sabía por qué los reclamaba con tanta insistencia, y sobre todo por qué, después de haberlos leído, se ponía todavía de peor humor.
Era que no decían ni una palabra acerca de la banda de los polacos. ¡Si los hubieran detenido, la prensa hubiera dicho algo! Así, pues, Frida, Yvan, Kellermann, el Barón y el otro, cuyo nombre nunca recordaba, seguían en libertad.
¿Por qué? ¿Qué debían combinar? ¿Por qué no había hecho nada el inspector Mizeri? ¡Con mucho más motivo el comisario Lognon, que poseía todos los detalles necesarios!
¿Los protegían? ¿Había algún motivo para hacerlo?
—¿No viste a nadie?
Era su otra preocupación.
—No, Stan.
—Porque no habrás sabido mirar… Yo estoy seguro de que debe haber alguien en la calle…
—Una y otra vez me he vuelto para mirar…
Él se reía. Era un nuevo tic, una risita sin expresión, que molestaba. Antes, se contentaba con apretar las aletas de la nariz sorbiendo ruidosamente el aire. Ahora hacía ambas cosas.
—¿Qué me traes para comer?
—Unas chuletas frías.
Él, que hacía algunos días estaba muerto de hambre, ahora se hacía el exigente. Se volvía goloso. Abría con una especie de fiebre los paquetitos que ella le llevaba en los bolsillos y en el corsé. A veces protestaba:
—¡Has vuelto a dejarme toda la tarde sin nada que beber!
¿Era culpa de Nouchi si era más difícil pasar botellas sin llamar la atención?
Ahora, después de la irrupción del doctor Storm, ella ponía la cara seria, la del que ha tomado una decisión. Él se dio cuenta y cambió de conversación.
—¿No te recordó nada, cuando llamó a la puerta?… ¡Tienes poca memoria!… La noche que estuvimos en Grenelle, en casa de Stefan Lartik… También él estaba allí… Y no solo… Es verdad que aquéllos no dormían… Y nos dejaron que llamásemos a la puerta tanto como quisimos…
—¡Yo no podía hacer lo mismo!
—¿Y por qué no? Te consideras prisionera de ellos…
—Vas a tener que marcharte antes de que sea de día, Stan… Luego, iré a ver a Potsi… La despertaré… Le pediré los cien francos que le quedan…
—¿Tienes prisa de desembarazarte de mí? Reflexiona un momento… Si verdaderamente me hubiera visto tu amo, habría dicho algo… O bien habría vuelto a subir, cuando sus invitados hubieran salido… En último término, una tercera suposición: y es que no tiene ganas de llamar la atención… ¿Por qué se fue de Estados Unidos?
—Porque no ganaba bastante para vivir y un amigo le había escrito desde París que aquí encontraría una buena clientela…
—¿Le defiendes?
—Yo no… ¡Stan! Lo que haces está muy mal…
—¿Esto de impedirte que me eches a la calle para convertirte en su querida? De este modo ya estarías colocada…
¡Bastante sabía él que estaba mal lo que hacía! Pero ¿qué podía hacer? Si la policía hubiera detenido a Frida y a sus compañeros…
¡No podía ni salir para hacer las necesidades más naturales! Era preciso que Nouchi…
—Acostémonos —dijo ella—. Tengo frío. Voy a poner el despertador a las cinco. A las siete y cuarto todavía es de noche… Quítate el abrigo…
Y los dos volvían a acostarse en la misma cama, una cama de criada que ya de por sí era estrecha para una sola persona. Sus carnes se tocaban. Los dos tenían frío.
—¿No apagas? —preguntó él, huraño.
Nouchi alargó el brazo para accionar el interruptor.
Un silencio.
—Buenas noches, Stan…
Había tenido la intención de cogerle la mano, de apretársela, pero él se había vuelto de cara a la pared, y, replegado en sí mismo, contestó:
—… noches.