Otros detalles sin importancia conservaban una precisión sorprendente, como el diente que le faltaba a la joven dependienta. Pero del acontecimiento propiamente dicho, de la manera cómo su fiebre había llegado al paroxismo y luego se había apaciguado, sólo le quedaba un recuerdo confuso y humillante.
¿Quién hubiera podido prever, cuando se había despertado en la habitación de los polacos, o mejor, cuando la luz del día había puesto fin a su noche desvelada, quién hubiera podido prever que antes de que fuera mediodía sonreiría?
No se daba cuenta de ello y su sonrisa era por esto mismo aun más natural. Contenía una pizca de ironía, de ironía afectuosa y compasiva.
Estaba sentado en un sillón tapizado con terciopelo encarnado. También hubiera podido instalarse en la butaca vacía que tenía al lado. Delante de él, había una mesa redonda con un tapete a listas y una chimenea de mármol gris, con unas losas de mármol negro como sólo las hay ya en las oficinas públicas.
Era algo tan grave, tan tranquila, tan acolchada como un convento. ¡Sobre todo los dos cuadros! A la izquierda, en un marco negro, numerosas fotografías ovaladas, mayores las de arriba, más pequeñas las de abajo, con la inscripción: «Miembros de la Policía Municipal caídos en el Campo del Honor». A la derecha, al otro lado de la chimenea, un cuadro parecido: «… caídos en el servicio».
—¡Caja!… Un contado: 117… Reclamo, treinta y siete con setenta y cinco…
Le dieron un empujón. Se volvió, furioso, pero se calló al reconocer los anchos hombros del bruto peludo. ¿A qué jugaban? ¿Cómo se habían organizado? ¿Por qué veía una vez al uno, otra vez al otro, pero nunca a los dos a un mismo tiempo?
—¿No tendría usted veinticinco céntimos?
Le habían puesto un bramante encarnado en el paquete. La víspera, a aquella misma hora, estaba comiendo morcilla. ¡No! Ya había acabado de comer. Estaba sentado frente al inspector Mizeri. Si éste le hubiera dado sus cinco mil francos inmediatamente…
Seguía con las mismas ganas de echar a correr, de escaparse del modo que fuera… Pero era igual que en los sueños: lo pensaba, lo quería, pero se quedaba clavado en el suelo.
Con su tajo envuelto en papel oscuro, debajo del brazo, se ponía por fin en camino como todo el mundo, y nadie se fijaba ya en él.
No era esto lo que hacía sonreír a Stan. Era la mujer sentada delante de él en la sala de espera, una mujer joven, guapa, muy bien vestida. En la calle, o en cualquier otro lado, no habría concedido al andrajoso polaco ni la más desdeñosa de sus miradas.
Aquí, en cambio, mordisqueaba el pañuelo delante de él, se sonaba, se secaba los ojos, fruncía los labios y en cualquier momento uno podía creer que al fin se echaría a llorar. A veces se levantaba, iba hasta el pasillo, miraba en todas direcciones y volvía, cada vez más nerviosa, y, lanzando a Stan una triste sonrisa para disculparse, buscaba el reloj en el fondo de su bolso.
¡Y Stan se encontraba allí! La fiebre le abandonaba poco a poco. Se vaciaba de ella lentamente, voluptuosamente, como cuando uno se desprende de un gran cansancio.
Era aquella mujer, a la que él no conocía, la que subía la cuesta de los paroxismos. ¿Una historia de amor? ¿Un amante? ¿Un marido? ¿Un chantaje? Hacía más de una hora que les habían dejado a los dos, frente a frente, en la sala de espera, y nadie parecía preocuparse por su suerte.
A veces, a pesar de todo, Stan tenía todavía, como el hipo que permanece mucho rato después de haber llorado, un encogimiento de las aletas de la nariz. Debió de hacer ruido, sin darse cuenta, porque su vecina le miró con sorpresa.
¡En definitiva, se había producido un milagro! ¡Había que creerlo, ya que Stan estaba allí, en las oficinas de la Policía Judicial, en el Quai des Orfèvres, al extremo del ancho pasillo del segundo piso! Al pasar, se había fijado en una puerta de la planta baja en la que se veía un letrero con las palabras: «Brigada de Hoteles». En el patio había visto un ómnibus de la policía vacío y un coche celular.
En el fondo, todo le había sucedido porque había vacilado. No lo había hecho adrede. Al salir del Bazar de l’Hôtel de Ville se sentía dócil, resignado, por lo menos de momento. Las sucesivas apariciones del coloso peludo y de Kellermann, con sus sedosas pestañas, que todavía le daba más miedo, le habían aplastado. Se daba un poco de reposo. Iría a comprar los guantes de goma, ya que así se lo exigían. Luego le quedarían unas cuantas horas y podría reflexionar con más calma, lejos del barullo de las calles.
Precisamente este barullo… Conocía bien el barrio. Debía de haberse equivocado de calle. Iba de aquí para allá entre las camionetas de reparto y las broncas de los camioneros con sus uniformes de un gris azul.
Estaba persuadido de que iba a la Rue des Francs-Bourgeois. Tal vez nunca había ido tan de buena fe. Y en cambio, unos minutos más tarde, se había extraviado realmente y fue sin intención alguna que, después de haber dado media vuelta y de haber examinado una placa azul que no le sacó de dudas, porque llevaba un nombre de calle desconocido para él, abordó a un transeúnte.
Si hubiera reflexionado, no lo habría hecho. Yvan o Kellermann debía de acecharle y creerían tal vez que iba a traicionarles; en tal caso, Stan estaba persuadido de que no vacilarían en disparar.
¡Pues no! Preguntaba cándidamente:
—Dispénseme… ¿La Rue des Francs-Bourgeois, me hace el favor?
No se fijaba en su interlocutor, que tenía el aspecto de un buen hombre bastante vulgar, de un honrado y laborioso ciudadano de la clase media, y que estaba casi tan emocionado como él.
Le indicó el camino. Stan echó de nuevo a andar, con su hacha debajo del brazo. Su desdicha era tan intensa que acababa por anestesiarle. ¿No fue también otra casualidad que, una vez en la Rue des Francs-Bourgeois, no encontrara la tienda de marras? Estaba seguro de haberla visto otras veces. Castañeteó de dientes al encontrarse de manos a boca con Kellermann, cuya mirada era más amenazadora que nunca.
¿Cómo podían creer «los dos» que efectuaba aquellas idas y venidas sin mala intención? Tenía miedo. Cada vez tenía más miedo. Estaba convencido de que iban a obligarle a matar a alguien a hachazos, precisamente a los campesinos en cuya granja había trabajado durante la recolección de la remolacha.
Con su mala suerte, lo cogerían y lo guillotinarían…
Una farmacia, una panadería y… era la tienda que buscaba, con el pequeño escaparate lleno de instrumentos de higiene. Entró sin vacilar y se fijó en el pie de piña del dueño, que surgía de la trastienda, donde colgaban bragueros y piernas artificiales.
—Querría unos guantes de goma…
—¿Para usted?
La pregunta le atemorizó. Se volvió maquinalmente y fue entonces cuando vio, mientras abría la puerta de la tienda y se acercaba al mostrador, al desconocido al que, hacía algunos instantes, había pedido la dirección de la calle. Detrás del cristal, divisó el rostro de Kellermann.
¿Por qué tuvo el convencimiento de que ya había encontrado al mismo individuo aquel día y que precisamente había sido en el Bazar de l’Hôtel de Ville, en los sótanos?
¡Tres veces! Por lo tanto…
—Le he preguntado… —insistió el hombre del pie de piña.
¡Pero poco le importaban el tendero y los guantes de goma! Sin apartar los ojos desorbitados del escaparate detrás del cual se había estacionado Kellermann, pronunció con un ardor casi místico:
—Se lo suplico, caballero… Lléveseme usted… Deténgame… Sé que van a matarme… Lléveme al inspector Mizeri que…
Hizo una cosa que su vecino ignoró: se colocó de tal manera que si Kellermann hubiese disparado, el desconocido de aspecto apacible hubiera recibido la bala.
—¡Se lo ruego!… Yo sé quién es usted, por qué está aquí… Pero esto no puede continuar… Usted no los conoce como yo… ¡Tenga usted compasión!… Compasión, ¿me entiende?… En nombre de lo que le sea más querido…
¿Había dicho realmente todo esto? No quería acordarse.
Había perdido la cabeza. Estaba a punto de arrodillarse, si era preciso, a pesar de la presencia del tendero.
Sentía que el otro vacilaba y se preguntaba qué debía hacer. Y veía a Kellermann que se alejaba y se fundía lentamente entre la multitud. Las lágrimas le subieron a los ojos.
—¡Escúcheme!… Tal vez aquí hay un teléfono…
—No, no hay teléfono… —interrumpió el tendero.
—En tal caso, no tiene usted que hacer otra cosa sino llevarme al inspector Mizeri… Hay cosas que él no sabe… Haga detener un taxi… Son capaces de tirar, ¿comprende usted?
El tendero creía que era un loco que se había metido en su comercio. El inspector, porque lo era, pero no de Place Beauvau, sino de la Policía Judicial, seguía vacilando.
—¡Está bien!… Venga conmigo…
—¿A pie?… Pero ¿es que no me ha oído?… Van a disparar… Los dos están armados…
Mentía. Lo ignoraba. Precisamente le había extrañado no haber visto ningún revólver en las dos habitaciones. ¡Pero tal vez los tenían escondidos en algún cajón que no habían abierto!
—¡Bueno! Tomaremos un taxi…
Seguía llevando el paquete con el hacha. Durante todo el camino, en el taxi, el hombre había parecido preocupado.
—Ya veremos lo que dirá el jefe… Ya se arreglará usted con él…
Ocho días antes, dos días antes, se hubiera horrorizado ante la sola idea de subir aquellas vastas escaleras grises, y ahora, al contrario, esto le proporcionaba un voluptuoso alivio.
¡Ya estaba listo! Por lo demás, ya se las arreglaría. ¿Había hecho algo malo alguna vez? En la frontera, fue Yagov quien disparó. Si había tomado el dinero de su padre, era porque lo necesitaba y porque juzgaba más expeditivo ahorrarse explicaciones.
En Berlín no había cometido ningún delito. Tenía dinero. Se pasaba las tardes en el cine. Luego, como estaban en invierno, había decidido ir a Montecarlo, porque siempre había soñado con Montecarlo.
Pues bien, había pasado tres meses allí, sin entrar ni una vez en el casino, y casi no recordaba haber entrevisto el mar.
¡Hay casualidades de éstas! ¡Se había visto obligado a trabajar! Apenas llegado, había encontrado una colocación de botones en el Hôtel Beausejour, un hotel tranquilo, del género pensión de familia para ingleses.
Se repetía:
«El día que tenga ahorrado un poco de dinero, iré a jugármelo».
¡Pero no ahorraba nada! Había reconocido a míster Bullit, el ex cónsul de Inglaterra en Wilna. Era un anciano tranquilo y apacible que se dirigía al casino por la mañana a las nueve, del mismo modo que otros van a su despacho, y que jugaba pacientemente hasta la noche, sin apartarse nunca de una combinación ingenua. La gente decía que con esto se ganaba el pan de cada día.
Un día (Stan volvía a ver el sillón de mimbre y la cabeza blanca de míster Bullit bajo el sol) el inglés le había llamado y le había entregado el texto de un telegrama. Ya había contado las palabras. Había hecho un montoncito de monedas, con un franco de propina además de la cantidad necesaria, pues era meticuloso en todo.
Por el camino, Stan había leído el telegrama, que reclamaba dinero a un hermano que míster Bullit tenía en Liverpool: quinientas libras. Era bastante inesperado, bastante conmovedor: «Te suplico que me salves una vez más y te juro que será la última…».
Stan pensó e hizo sus cálculos. Era cosa fácil, casi demasiado fácil. Los botones de los hoteles tienen la costumbre de recoger el correo de los clientes en la lista de correos, provistos del pasaporte de los interesados.
En cuanto al pasaporte, sólo tenía que cogerlo de la habitación de míster Bullit. A las siete de la tarde cobraba las quinientas libras… A las ocho, estaba en Niza. La mañana siguiente se embarcaba para América a bordo de un vapor italiano…
¿Era tan grave todo esto?
La mujer se impacientaba cada vez más. Dos veces seguidas acababa de levantarse, con un gesto brusco, como el que ya no puede más. Y él tenía ganas de calmarla, de afirmarle que todo se arreglaría. ¿No era él mismo una prueba de ello?
—¿Sabe usted si cierran a las doce? —interrogó ella.
—¡Seguramente no cierran nunca!
—¿Viene usted a menudo por aquí?… ¿Es corriente que estén tres horas seguidas interrogando a una persona?
—¡Ya lo creo!
A veces la vista de la mujer se extraviaba. ¿De manera que acompañaba a alguien que en aquel momento era interrogado por un inspector o por un comisario?
El pañuelo se había convertido en un harapo. Había roto el cierre del monedero. Llevaba unas medias negras muy finas y un vestido negro. ¿Iba de luto? ¿Era a causa de aquel luto que estaban interrogando a la persona que la acompañaba? Y en tal caso…
Stan achicaba los ojos, arrugaba la frente. Se abrió la puerta y la mujer se levantó. Pero el ujier del cabello de nieve pronunciaba:
—El señor Stanislas Sadlak… ¿Quiere usted seguirme?
A pesar de todo sentía un nudo en la garganta. Del pasillo pasaron a una sala cuadrada a la que daban unos despachos, y le hicieron entrar en uno de éstos. Era una habitación sin importancia. Había un hombre sentado, que escribía. Con la mano, hizo una seña a su visitante para que se sentara y siguió escribiendo.
—¡Otro francés! —se dijo Stan.
Es decir, un francés como él los veía, como su inspector de la mañana, que llevaba un sobretodo oscuro de corte impreciso y una corbata mal anudada, y tenía unos ojos bondadosos e indecisos. El de ahora, que debía de ser comisario, no iba mucho mejor vestido, pero llevaba el botón rojo de la Legión de Honor. Debía de pasearse por un parque, los domingos, con la mujer y los chicos, dándose la mano.
—Puede usted hablar.
Seguía escribiendo, llenando con una caligrafía aplicada los huecos de un formulario impreso. Todavía no había levantado los ojos para mirar a su interlocutor, al que no encontraba palabras que decir.
—¡Bueno! ¿Qué?
—Creo que sería preferible que viera al inspector Mizeri, porque él ya está al corriente.
—El inspector Mizeri no pertenece a la Policía Judicial.
—¿Le ha contado él…?
El funcionario levantó por fin la cabeza. Estaba tranquilo, indiferente. Sin duda el asunto no le interesaba. ¿O tal vez no sabía de lo que se trataba?
—Ha detenido usted a un inspector en la calle…
—¡En una tienda! —experimentó Stan la necesidad de corregir.
—¡En una tienda, como quiera! ¡Ha pretendido usted que le seguían y que estaba amenazado de muerte…!
—El inspector Mizeri lo sabe suficientemente…
—Si le parece bien, dejaremos tranquilo al inspector Mizeri. ¿Qué es lo que usted quería decirme?
No había pasado nada. Habían cambiado muy pocas palabras y Stan ya se sentía de nuevo acorralado. Como siempre le sucedía en tales casos, complicaba la situación a fuerza de querer hacer bien las cosas.
En aquel momento, estaba persuadido de que, si le recibían de aquel modo, era para no tener que darle los cinco mil francos, o, más exactamente, los cuatro mil novecientos francos. ¿Quién sabe si el inspector Mizeri y el comisario no se repartirían esta cantidad?
—Pregúnteme usted y le contestaré —dijo prudentemente.
—En tal caso, pronto estaremos listos. No tengo que hacerle ninguna pregunta. Yo no le he llamado. Puede usted retirarse.
Y tendió la mano hacia un timbre eléctrico.
—Aguarde, señor comisario…
—¿Qué?
—No puedo irme de este modo… Pasan cosas que no acabo de comprender…
¡Era que no quería entregarse del todo!
—Dígame usted, por lo menos, si esta mañana tenían ustedes algunos hombres apostados en la calle de Birague…
—¿Para qué?
—Bastante lo sabe usted.
De nuevo el gesto de la mano hacia el timbre eléctrico.
—Escúcheme… Sólo deseo ayudar a la justicia, el inspector Mizeri le debe de haber contado… No soy ningún malhechor… Si tuve que marcharme de mi país, fue por motivos políticos… Nada me obligaba a llamar por teléfono al inspector Mizeri y a pedirle una entrevista… He sido franco con él…
El otro no decía nada, parecía como si no pensara nada.
—Se ha producido un suceso que ignoro —proseguía Stan—, un suceso que tengo necesidad absoluta de conocer… Mi vida está en juego…
—¿Le han amenazado?
—Sí.
—En tal caso, presente usted una denuncia por amenazas de muerte… ¿Estas amenazas han sido proferidas delante de varias personas?
—Cuatro, seis personas… Ya no me acuerdo…
Se impacientaba, sentía que había tomado un mal camino y no sabía cómo salir de él. El reloj, detrás del comisario, marcaba las doce menos cinco. A pesar de lo que había dicho a su compañera de la sala de espera, no era seguro que las oficinas no cerraran a las doce.
—Deben haberle dicho, señor comisario, que se trataba de la banda de los polacos.
—¿Tiene usted algo que decir sobre este asunto?
—Ya hablé con el inspector Mizeri…
¿Cómo podía uno hacerse suyo a un hombre como aquél?
—Tenía que entregarme cierta cantidad… Era cosa convenida entre los dos…
—¿Cuánto?
—Cinco mil.
—¿Y no se la ha entregado?
—No llevaba bastante dinero encima… Me dio cien francos a cuenta… Teníamos que volvernos a ver…
—¿Qué le ha impedido ir a encontrarle?
—No puedo salir de aquí.
—¿No pensará quedarse todo el día en mi despacho?
—Se lo ruego, señor comisario… Tiene usted que telefonear al inspector… Él le pondrá al corriente… Estoy persuadido de que vendrá…
¿Representaba una comedia?… Stan pensaba en todo y se imaginaba la posibilidad de que el teléfono no estuviera conectado.
—¡Oiga!… ¿La Sûreté?… El inspector Mizeri, hágame el favor… ¡Diga!… ¿Está en una misión?… ¿En provincias?… ¿Estará varios días?… Gracias.
Se levantó, y se adivinaba que iba a coger el sombrero colgado en la percha.
—Lo siento…
Entonces, Stan dio un salto.
—¡No puede ser!… ¡Lo hace usted adrede!… Dispénseme, no sé lo que me digo… ¿No comprende que conozco a todos los miembros de la banda de los polacos?…
—En ese caso, voy a llamar a mi secretario para que tome nota de su declaración y usted la firmará.
—¡No puede ser! ¡Usted sabe que es imposible, que si lo hiciera, mi vida todavía estaría más en peligro! No tengo dinero, no tengo domicilio. No sé ni dónde está la mujer con la que vivo desde hace cinco años… Creo que estoy enfermo… No tengo derecho a trabajar porque no tengo carta de trabajo… El inspector Mizeri no lo ignora… Me había prometido… Escuche, señor comisario… Si se lo digo todo, si le permito que detenga a la banda…
—¿Cómo la conoce usted?
—¡Le juro que no miento! El inspector le dirá que soy serio. Ya conocía a Frida en…
Se mordió la lengua. ¡Ya había hablado demasiado! ¡Ahora le harían cantar y no le darían nada! ¡Porque él no olvidaba sus cinco mil francos! Se aferraba a ellos más que nunca, una vez pasado el susto.
—¿Quién es Frida?
—Una chica que conocí en Wilna… Yo he nacido en Wilna… Ella también… Un día ella mató a hachazos a uno de sus amantes…
Ya no pensaba en el paquete que había dejado delante de él, en el escritorio. El comisario acababa de cogerlo, quitaba el papel gris y contemplaba el hacha de cocina.
—Continúe…
—Ya le contaré también esto… Es ella la que me ha obligado a comprarla…
—¿A comprar qué?
—El hacha…
—¿La que utilizó para matar a su amante?
—¡No! Pero ¿es que no quiere usted entenderme?
Aquello parecía una conspiración. Se debatía, solo, dentro de un universo hostil. Todo y todos se coligaban contra él. Cogíase la frente entre las dos manos. ¿Se abandonaría a una crisis nerviosa?
Con los ojos fijos y los dientes apretados, martilleaba:
—Es ella la que ha organizado la banda… Lo supe ya en América.
—¿Qué hacía usted en América?
—Estaba de enfermero en casa de un dentista… Tal vez en Europa no se ha hablado de todo eso; durante todo un invierno se produjeron allí asaltos contra granjas solitarias… Los campesinos eran asesinados siempre a hachazos… No se encontraba nunca ninguna huella, ningún indicio… Luego, a consecuencia de una denuncia…
Palideció. No había pensado en que era la segunda vez que Frida era objeto de una denuncia y que, aquella vez, era él quien la hacía. Bajó la cabeza, se esforzó en no ruborizarse, sintiendo arder sus orejas.
—¡Dése usted prisa! Son las doce…
—Dispénseme… La detuvieron… Ella negó, claro… No pudieron presentar ninguna prueba contra ella, sólo presunciones… Y el Jurado la absolvió… Pero yo, que había reconocido su fotografía en los periódicos, sabía que…
—¿Es decir, que usted supone que ella es la culpable?
—Tengo el convencimiento… Cuando en Francia se cometieron los mismos crímenes de una manera idéntica, a hachazos, pensé en seguida en Frida…
—¿Qué vino usted a hacer en Francia?
¿Qué podía responder?
—O, si usted lo prefiere, ¿por qué motivos se marchó usted de América, aproximadamente en la misma época que esa Frida de quien usted habla?
—Le juro a usted, señor comisario… ¿Cree usted que…? ¡Es falso! ¡Es absolutamente falso! En Nueva York no la vi nunca… Vi su fotografía en los periódicos, y nada más… Si me marché fue porque…
¡Fue porque había querido someter a su amo a un chantaje! A su amo, el dentista, que tenía en realidad, bajo la capa del arte dental, una clínica donde se hacían abortos.
Stan le había ayudado durante varios años, los años en que no vacilaba en tomar taxis con Nouchi. Luego se había vuelto ambicioso. El otro no se había dejado amedrentar y se había dirigido a una banda de gángsters.
Stan había comprendido que valía más irse, porque la policía sería incapaz de protegerle.
¿No era extraordinario que, en intervalos tan dilatados, los mismos acontecimientos, o casi…?
—¿Y qué más? —se asombraba el comisario.
—Sí… Dispénseme… Me había peleado con el jefe… Pensé que en Francia…
Había perdido el hilo.
Se horrorizaba al constatar que, a medida que iba avanzando, se encontraba aprisionado en un engranaje cada vez más tupido. Y, sobre todo, lo más horrible era el automatismo de ciertas cosas, de ciertas actitudes, de ciertos sucesos…
—¿Qué estaba diciendo?… ¡Ah, sí!… Que cuando vine a Francia con Nouchi, los negocios no me fueron tan bien como esperaba…
—¿Qué profesión tiene usted?
—Ninguna… Había empezado los estudios de medicina…
—Siga.
—Sí… —Tenía la vista clavada en el reloj y seguía temiendo que el comisario se levantara para coger el sombrero—. Nos instalamos. Nouchi y yo, en un pequeño hotel… En la habitación de al lado reconocí la voz de Frida… Luego me la encontré en la escalera… Era precisamente en la época de los atentados contra las granjas del Norte… Comprendí…
—¿De qué hotel se trata?
—El Hôtel de Birague…
—¡Bueno!
No se sentía ya con fuerzas para luchar.
—¿Esta Frida sigue allí? ¿Sabe usted su apellido?
—Frida Stavitskaia.
—¿Y usted me ha dicho, creo, que sabe el nombre de todos sus cómplices?
—El inspector Mizeri me había prometido…
—Yo soy el comisario Lognon…
¿Qué quería decir esto?
—En primer lugar, está el que era su enfermero… Porque tiene usted que saber que, cuando la detuvieron en Wilna, hicieron creer que estaba loca y…
Hablaba con volubilidad, se lanzaba a una interminable explicación de detalles. Todo salió a relucir. Josef y sus celos melancólicos, el coloso peludo y la cama común, Kellermann, el Barón que perdía a las carreras, y las sesiones periódicas de bebida que acompañaban con carne de oca ahumada.
El comisario había vuelto a sentarse y tomaba notas, muy pocas, sólo algunas palabras con su caligrafía aplicada. No hacía preguntas. Cuando Stan se detenía, se contentaba con levantar la cabeza. Y Stan tenía tanto miedo de verse entregado a sí mismo que volvía a lanzarse a nuevas explicaciones.
—Lo que no entiendo es que precisamente haya usted ido a pasar la noche con ellos después de haber, según pretende, denunciado a toda la banda al inspector Mizeri…
—No lo hice adrede… Ella estaba en el rellano… El dueño del hotel me hizo subir…
—¿Y esta mañana ha ido a comprar un hacha? Estaba también a punto, me han dicho, de comprar unos guantes de goma…
—Fueron ellos los que me…
Esta vez, el comisario se levantó definitivamente y se puso el sobretodo.
—Gracias. Sus declaraciones serán comprobadas.
—¿Y qué voy a hacer yo? —se atolondraba Stan.
—Usted está libre. No tengo ningún motivo para retenerle. Puede usted llevarse el hacha…
—Pero, señor comisario, si les han dejado en libertad, van a matarme…
Un gesto vago de impotencia.
—¡Tiene usted que protegerme! He ayudado a la policía. ¡He cumplido con mi deber de hombre honrado! Si me pasara algo…
—¿Por qué motivo quiere usted que le detenga?
—No lo sé… Podría usted tenerme encerrado simplemente hasta que toda la banda estuviera en la cárcel… Yo…
Una inspiración.
—¡Tengo derecho a estar en la cárcel! Si conozco al inspector Mizeri, es porque él me expulsó. Ahora bien, yo he vuelto a entrar fraudulentamente en Francia…
—Esto es asunto del servicio de extranjeros… Y si tuviéramos que meter en la cárcel a todos los expulsados que circulan por Francia…
—¡Aguarde!… Déme todavía algunos minutos… Si hubiera seguido las órdenes de Frida Stavitskaia, esta noche hubiera asesinado a unos campesinos, en una granja de Hallencourt… Tenía que robar una camioneta en la Porte Maillot… Puesto que compré el hacha, hay un principio de ejecución y tengo derecho a…
El comisario se dirigió hacia la puerta.
—¡Le estoy diciendo que no quiero volver a la calle!… ¿Y si le injuriara?… Esto constituiría un ultraje a un magistrado y…
¿Y si le decía que había atracado a un taxista en la carretera de Versalles? Se detuvo a tiempo.
—Tengo motivos para creer que las personas que usted teme le dejarán tranquilo.
—¿Están detenidos?
—Yo no he dicho eso.
—Entonces, ¿por qué no me hace proteger por un inspector?
—Si tuviéramos que hacer proteger por un policía a todos los que se creen amenazados… Son las doce y diez… Me esperan… Si quiere usted salir…
El comisario volvió a cerrar con llave su puerta y se alejó por el largo pasillo sin preocuparse de Stan. Éste, cuando se encontró en la escalera, no se atrevió a bajarla. No se decidía a abandonar aquella atmósfera quieta y tranquilizadora.
Siguió por el pasillo hasta el fin. Una parte de la sala de espera estaba amparada por cristales. Vio a la joven que seguía esperando y que fijó en él unos ojos devorados por la inquietud. El interrogatorio, por tanto, todavía seguía.
Los sabañones volvían a hacerle daño. Andaba cojeando, y exageraba para compadecerse a sí mismo.
Los locales estaban casi vacíos. Sólo detrás de dos o tres puertas se oía un poco de animación. El ujier de cabello plateado comía delante de su mesa.
Bajó unos peldaños y se detuvo. ¿Podrían impedirle que se quedara en el pasillo? Volvió a bajar. No se había llevado el hacha. En el último momento la había olvidado encima de la silla.
«Sólo que…»
¿Sólo qué?… Hablaba por ganas de hablar, como hacía cuando no sabía qué pensar ni qué decidir.
El patio… El ómnibus seguía allí, así como el coche celular… Por el portal entraban ráfagas de un aire frío. Tuvo que sujetarse el sombrero. Antes de echar a andar por la acera, miró a derecha e izquierda, luego enfrente, la otra acera y el parapeto del Sena.
¿Y si se echaba al agua? ¡Le salvarían! ¡Le llevarían al hospital! ¡A menos que no se fijaran en él o que llegaran demasiado tarde!
Tenía al mismo tiempo ganas de correr y de pararse. Y sin embargo, sin saber cómo, renqueando, se dirigía hacia el Faubourg Montmartre, hacia el Hôtel des Etrangers.