Ella dijo, satisfecha, mientras los tres hombres cogían sus bártulos e iban a instalarse en la habitación de al lado, cuya puerta de comunicación permanecía abierta:
—¡Están celosos!
Era fantástico. Ahora, podía suceder cualquier cosa, pero Stan nunca podría olvidar estas palabras pronunciadas con una voz un poco tierna, un poco muelle, por una mujer acostada. Tenía la cabeza echada hacia atrás y por detrás, poniendo los ojos en blanco de una manera muy curiosa, miraba alejarse las siluetas grises. El último que iba a desaparecer, llevaba la guitarra.
—¡Josef! —llamó ella.
Era rubio, flaco, con un bigotito en forma de cepillo y unos ojos de perro extraviado.
—Cierra la puerta y dame la llave.
No tenía que recorrer mucho camino. Ella sabía que él la estaba oyendo, pero sin embargo le decía:
—Éste es el más celoso de todos… Es el enfermero, ¿sabes?… Desde Wilna, nunca me ha abandonado…
Cogió la llave y la deslizó debajo de su almohada.
—¡Apaga, Josef!
Sin transición, hubo una oscuridad total con los pasos del enfermero que entraba en la habitación vecina, a tientas, y que a juzgar por el ruido, echaba unas almohadas al suelo y se tendía encima.
—Quítate la chaqueta… Es áspera… Quítate también los zapatos…
Y, cuando Stan se volvió a acostar:
—Es curioso… Tienes los pies helados y la cabeza ardiente… ¡Ven!…
Al otro lado de ella, el gigante, apretado contra la pared, resollaba con fuerza. Los otros tres, en la otra habitación, no habían encontrado todavía el equilibrio definitivo y se les oía moverse.
—Acércate más…
No sólo era su voz, que parecía salir de un sueño; había también el hecho de que decía aquellas cosas en voz alta, en la oscuridad, sin vanagloria, como si olvidara que cerca de ellos había cuatro hombres más. Estaba tranquila, natural. Su cuerpo se tendía con abandono y su mano acariciaba perezosamente a Stan. Tal vez lo más alucinante de todo fuese aquella mano que se paseaba lentamente por su pecho, por sus hombros, que parecía contar sus costillas, juzgar el vigor de los músculos.
—Tú tampoco estás gordo… Josef todavía está más flaco… En América estuvo muy enfermo… Tu habitación es la que estaba, detrás de esta pared, ¿no es así?
Debía de sonreír, pero él no la veía. Tenía miedo. Estaba aterrorizado. Nunca en toda su vida se había visto torturado por semejante angustia y, sin embargo, contra su voluntad, su carne respondía, y Frida lo sabía.
—¿Nouchi también escuchaba?… Tú no has pensado nunca en un detalle, y es que, si vosotros oíais lo que pasaba aquí, nosotros oíamos todo lo que hacíais en vuestro cuarto… ¿Tienes frío?… Súbete un poco la manta… Estoy segura de que Josef no va a pegar ojo… Cada vez vuelve a empezar la misma historia… Está allí, apoyado en un codo, para oír mejor… ¿No es verdad, Josef?
Sólo se oyó un murmullo en la oscuridad de la habitación contigua.
—Y tú, ¿qué has hecho de Nouchi?… ¿Se ha marchado con otro hombre?… Yvan está borracho… quería empujarle un poco más allá, pero pesa demasiado… Cuando respira así, es que está borracho… Mañana estará de mal humor… Cógeme la mano como si me tomaras el pulso… Me gusta que me cojan la mano… Es como si sintiera todo lo que sientes, todo lo que piensas… Viniste demasiado tarde… No bebiste bastante… No era champaña de veras, claro, sino espumoso. No teníamos dinero ya… Quedaban trescientos francos y el Barón se ha jugado doscientos en las carreras.
Tuvo él un sobresalto. Llegaba un ruido del mundo exterior y aquello ya le parecía milagroso. Se oía a unos hombres andar por la calle. Debían de ser dos, sin duda agentes de policía, porque deambulaban lentamente, con pasos cansinos, contándose sus asuntos como gente que tiene mucho tiempo y que no va a ningún lado. ¿Qué verían, si levantaban la cabeza? ¡Nada! Unas persianas de un gris sucio, como las demás.
Se estremeció.
—¿Qué tienes?… ¿Estás contento de trabajar con nosotros?… ¿Tienes deseo de mí?… ¡Escucha a Josef, está preguntándose lo que hacemos!… ¿Por qué husmeas de este modo por la nariz?
No podía mover un dedo, apretar las aletas de la nariz sin que ella lo sintiera. Estaba pegada a él, con todo su cuerpo caliente y suave, y adivinaba su cabeza, que seguía echada a atrás sobre la almohada. Debía de tener los ojos abiertos. Hablaba como los niños a los que se hace dormir, saltando de un tema a otro.
—¿Qué se ha hecho de tu padre?
—No lo sé. Sigue en Wilna.
—El mío está en Varsovia con una bailarina… Se encaprichó de sopetón, a los cincuenta años… Ha hecho encerrar a mi madre en una casa de salud, pretextando que está loca… Es verdad que siempre lo ha estado un poco, pero lo que es él… ¿Duermes?
—No.
—¿En qué piensas?
—En nada.
—¿Ya no tienes deseo de mí?… No importa… Si te pedí que te acostaras conmigo sólo fue para hacer rabiar a Josef… Sólo es interesante cuando sufre… En los demás momentos, parece un estúpido…
Esto le recordaba aquella gente que habla de un sordo en voz alta, delante de él, sabiendo de sobra que no va a oírles. ¡Pero aquí la oían! Estaban allí, en cualquier rincón, cada uno en su sitio, entre la sombra, mientras los dos agentes debían dar, con el mismo paso, la vuelta a la Place des Vosges.
—¿Conoces al Barón?… Debes de haberlo visto entrar y salir, a pesar de que no viene muy a menudo… No sé por qué le llaman el Barón. Ignoro cómo se llama… Es un pomeranio de la frontera, de Leba… ¡No se le puede decir que Leba es una ciudad de pacotilla al lado de Berlín o de París!… Échate un poco atrás… Me estás soplando en la cara… ¿Tienes sueño?
Le dio un pellizco.
—Tengo que decirte más cosas… ¡Ah, sí! ¿Es verdad que estuviste en la cosecha de remolachas, en una granja del Norte?
—Es verdad.
—¿Dónde?… ¿Una granja muy grande?… ¿Pequeña?
—En Hallencourt…
—Tendremos que ir… Mañana por la tarde saldremos… Verás lo fácil que resulta, sobre todo cuando se conoce la casa… ¿Qué tienes?
—Nada.
—Hay quien busca las cosas más complicadas y que termina por hacerse coger… Fíjate en nosotros, ni saben cuántos somos ni que soy una mujer… No tienen ni una huella… Y si un día Kellermann no hubiera hablado cerca de un tabique detrás del cual habíamos olvidado a una criada, nadie sabría ni que somos polacos… ¡Y todavía daba la casualidad de que la criada había oído hablar en polaco a su cuñado! ¿Duermes?
Estaba persuadido de que ella lo hacía adrede, por una especie de sadismo: a veces le asustaba, poco a poco, con cuentagotas, con una voz suave que destilaba las terribles palabras y a veces le calmaba, le envolvía en una caricia apaciguadora, y se las ingeniaba para provocar de nuevo un deseo doloroso.
—¡No te muevas!… Tengo que explicarte… No saldremos todos juntos… Tú irás con Yvan, que es estúpido, pero que es el más fuerte de todos… Yo no le conocía… Es de los alrededores de Cracovia… Una noche que estaba borracho y sus camaradas lo habían excitado, mató a su mujer, a su cuñada y a una vecina que acudió en aquel momento; luego se encontró, al día siguiente, lleno de sangre, en un bosque donde lo buscaban los gendarmes… No sé cómo se las arregló para escaparse… En América trabajaba en un cabaret, o mejor un garito, donde estaba encargado de apalear a los clientes descontentos… También está celoso, pero sólo lo está de Josef, porque Josef es más antiguo que él… Yo podría hacer todo lo que quisiera contigo, y no se inmutaría… ¡Está roncando!… Mientras que Josef escucha…
Hubiera querido reflexionar, pero no le era posible. Ella no le dejaba ni un instante de descanso. El cafetín de la mañana, con sus jamones, las morcillas, la pizarra en la que el dueño escribía el menú le parecía el más apacible de los asilos.
¿Por qué no se había quedado más rato allí, escuchando el tictac del reloj? Si un día volvía a estar libre, volvería allí, se sentaría en el mismo lugar y comería morcilla bebiendo una botella de Beaujolais…
Hubiera tenido que agarrarse al inspector, no dejarle marchar. Y hacía un rato, abajo, cuando el dueño del hotel se volvió para llamar por la escalera, ¿por qué no se había dado a la fuga?
—¿No tienes buena digestión?
—No lo sé…
—¿No te sienta bien el vino espumoso?
—Es que no me encuentro bien… Quisiera ir al retrete…
Ya ni respiraba. Si ella no veía malicia en ello y le daba la llave, le bastaría con bajar de puntillas. Ya encontraría la manera de abrir la puerta. ¡Peor para él, si no tenía ni los zapatos ni la americana! Ya se arreglaría de cualquier modo.
—¡Josef! —llamaba tranquilamente Frida.
Éste gruñó.
—Ve con Stanislas… No lo dejes, porque no se encuentra bien… Enciende…
A pesar del tránsito brusco de la oscuridad a la luz, le impresionó la frialdad de la mirada de Frida Stavitskaia.
—Toma, Josef… Aquí tienes la llave…
El gigante lo aprovechó para cambiar de lado y llevarse consigo casi toda la manta. Más allá de la puerta de comunicación, en la penumbra, se distinguían piernas y zapatos. Stan fingía encontrarse mal, se llevaba las dos manos al pecho y hacía muecas. No se atrevía a ponerse los zapatos, por miedo a despertar sospechas. Por lo demás, ya sospechaban de él. Josef se levantaba el cuello de la americana y le aguardaba cerca de la puerta, que acababa de abrir. Frida los miraba a los dos, con las manos cruzadas detrás de la nuca.
—No vayas a estar mucho rato…
El retrete estaba en el fondo del pasillo. No había luz. Josef había dejado abierta la puerta de la habitación y de allí venía un poco de claridad.
¡No era posible! ¡No tenía un arma, ni siquiera un objeto duro para pegar! ¡Frida lo oía todo! Al menor movimiento, despertaría al coloso que saltaría sobre él…
—Verdaderamente, me encuentro muy mal… —gimió, tomando por confidente al extraño Josef.
No le contestaron. De pie, detrás de él, el enfermero aguardaba. Y mientras que generalmente en otras ocasiones le era muy fácil vomitar, ahora que la cosa tenía una importancia capital, Stan no lo conseguía y contraía en vano la garganta hasta el punto de que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¡Qué mal me encuentro…! —repetía.
Ya no lo decía para los otros, sino para sí mismo. Tenía miedo y frío. Temblaba. Le venían ganas de pedir auxilio, de hacer salir gente por todas las puertas de la casa. ¿Qué sucedería? ¿Tendrían los otros tiempo para matarle?
Se aguantaba. ¡No podía hacer otra cosa! Tenía la impresión de que era como si pensara en voz alta, que podían leer en él como en un libro abierto.
—No puedo vomitar… Vale más que me acueste…
Josef volvió a caminar detrás de él. Stan entró de nuevo en la luz, encontró otra vez la mirada de Frida, sus cabellos negros sobre el blanco gris de la almohada, la masa del bruto cuyo cuerpo formaba como una montaña, y en el suelo copas y botellas al azar.
—No he podido vomitar… —anunció—. Me duele aquí…
¿Iba a meterse de nuevo en la cama? Ella no le invitaba a ello. Se había instalado de tal manera que no dejaba sitio.
—Si no quedan mantas, dale mi abrigo, Josef.
Tenía que acostarse en el suelo, como los demás. Estaba exactamente al pie de la cama. Frida podía tocarle dejando colgar un brazo, y lo hacía, en la oscuridad. Palpaba el rostro, donde sus manos encontraban huellas de humedad y preguntaba:
—¿Tienes frío?
No se atrevió a cerrar los ojos. Oía la respiración de ella, que se hacía más regular y que, cuando llegó al lindero entre la consciencia y el sueño, se transformó en un suspiro de contento.
Vio unas líneas grises que se dibujaban en las persianas, y que luego se volvían blancas, mientras el frío aumentaba y los objetos se volvían distintos en el suelo.
¿Se daba cuenta de lo que hacía? Tenía hambre, de veras. No había comido nada después de las rodajas de morcilla. El plato con la oca ahumada estaba a un metro de él, en el suelo. Alargó el brazo, cogió un gran pedazo y se puso a mordisquearlo. Masticaba lo más silenciosamente posible, pero Frida debió de oír el ruido. Sin abrir los ojos bajó la mano, buscó, tocó la nariz, la mejilla, tropezó con el pedazo de oca y quedó tranquilizada.
Era tarde. Hacía rato que la gente había abandonado, unos tras otros, las pequeñas jaulas de la casa, y se había oído cantar a una mujer encima mismo del techo. Después de los autobuses, de los taxis, empezaba el rumor del mercado de Saint-Antoine: hombres y mujeres que iban libremente de un mostrador a otro y que vacilaban al pensar en lo que comerían aquel día.
Las persianas estaban abiertas. El coloso, con el ceño fruncido, se había lavado la cara, resoplando y salpicando de agua toda la habitación. Frida preparaba el café. Josef había salido, sin decir nada, pero todo el mundo parecía saber a dónde había ido.
Lo más desconcertante era que no se ocupaban de Stan. No sabía lo que aquello le recordaba, pero algo le recordaban aquellas gentes que se levantaban y se agitaban en aquella luz escasa, con un aspecto huraño, la boca pastosa y sin hablar.
Se había fijado en que, después de la salida de Josef, Frida había vuelto a cerrar con llave la puerta y había deslizado la llave en el bolsillo de su bata. De cuando en cuando, se acercaba a la ventana y echaba una mirada a través de los visillos polvorientos.
A menudo había escuchado a través del tabique, cuando ocupaba con Nouchi la habitación de al lado, y había envidiado aquella existencia que él reconstituía por las voces y las idas y venidas.
A veces se pasaban varios días sin salir, al menos los tres principales, Frida, Yvan y Josef, cuyo apellido era Sibirski. Se levantaban cuando estaban hartos de estar en la cama. Preparaban té o café. Comían. Siempre había comida por todas partes, y también bebidas, alcohol, vino espumoso. Todos fumaban. A veces Josef hacía un poco de música, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas debajo de él.
Venía de fuera el Barón, o Kellermann, que era un hombre moreno y apenas hablaba.
Existían relaciones entre Frida y Josef y entre Frida e Yvan. Era, por decirlo así, oficial. Una vez que la mujer estaba sola, había venido alguien, y Stan hubiera jurado que era Kellermann. Había hablado con voz contenida. Ella se había echado a reír. Se habían oído rumores de lucha y un suspiro de dolor, exhalado por Kellermann.
Ahora estaba arreglándose las uñas, porque Stan era bastante aseado y se había pasado mucho rato afeitándose y peinándose delante de un pedazo de espejo.
—¿Te encuentras mejor, Stanislas Sadlak? —preguntó Frida, echando agua sobre el café.
Él no sabía dónde meterse. Casi no se había atrevido a calzarse por miedo a dar la impresión de huir o de que les quería traicionar.
—¿Hacia dónde cae exactamente, Hallencourt?
—Después de Amiens…
—Dame el mapa, Yvan.
Del bolsillo de un abrigo que pertenecía a Josef Sibirski, el coloso extrajo una cartera de cuero llena de papeles, y Stan entrevió un buen número de pasaportes. Dejó encima de la mesa un mapa de carreteras del norte de Francia. Frida se inclinó sobre él.
—¿Es una granja importante?
—Hay cuarenta hectáreas de trigo y de remolacha…
—¿Cuántas personas?
—Tres: el marido, la mujer y un criado… Las dos hijas están casadas y viven en el pueblo…
—¿Está lejos del poblado?
—A cosa de un kilómetro…
No se atrevía a acercarse a la ventana. Le parecía que espiaban todos sus movimientos.
—En primer lugar, hemos de esperar a que Josef vuelva. Es él quien conoce mejor el mapa.
Pero Josef no volvía. Hacía una hora que se había ido y todos habían terminado de beberse el café, Yvan siempre gruñía, se había vuelto a acostar sobre la manta y miraba al techo.
En cuanto a Frida, estaba en la habitación de al lado, cuya puerta había dejado abierta y se lavaba, sin preocuparse de si la miraban o no.
—¿Te aburres, Stanislas Sadlak? ¿Te estás preguntando dónde está Nouchi? Voy a decirte algo en interés tuyo: ¡no es una chica para ti! Aunque su padre fuese abogado en Budapest… ¿Qué se ha hecho de su padre? ¿Y de su madre? ¿Y de su hermana?… Apostaría a que siguen en Nueva York y que el viejo Kersten pasa el tiempo dando sablazos a sus compatriotas… Yo no les conocía… Me lo ha contado Kellermann, que es medio húngaro… Parece que aquello es una casa de locos… Desde que lo expulsaron porque se vio complicado en la revolución de Bela Kun, el viejo Kersten no tiene ganas de trabajar… Son sus hijas y su mujer las que trabajan… Él va a visitar a la gente, escribe cartas, en las que siempre se queja de su suerte y solicita dinero… Hace entregar las cartas por su mujer o por sus hijas. ¿Te haces cargo?
Stan escuchaba. Se hacía cargo de lo que ella decía. Pero al mismo tiempo pensaba en otra cosa. O bien el inspector Mizeri era un imbécil o ya había encontrado la dirección del Hôtel de Birague. En este caso, debía de estar en la calle o en los alrededores, al acecho. ¿No sería éste el motivo de que Josef no volviera? ¿No le habrían detenido?
En el mismo momento, se oyeron pasos en la escalera. Una voz dijo, detrás de la puerta:
—¡Soy yo!
Frida abrió, Josef entró, con dos panes debajo del brazo y la otra mano llena de paquetes. Frida y él cambiaron una mirada. Luego se retiraron a un rincón y hablaron en voz tan baja que no se pudo captar ni una sílaba.
—¡Es lo que yo pensaba! —dijo ella, por último—. ¡Yvan!… ¡No! Vosotros no. Es con Yvan con el que quiero hablar… Levántate, bruto…
Debía de tener muchas cosas que decirle, porque se lo llevó a la habitación de al lado, cuya puerta cerró. Josef se cortó una rebanada de pan, la untó con mantequilla, se sirvió café frío y buscó un pedazo de oca que todavía fuera comestible.
—¿Pensaste en los cigarrillos? —interrogó el Barón.
Sí, había pensado. Se sacó seis paquetes de los bolsillos y los dejó encima de la mesa. Luego, sin dejar de comer, se situó delante de la ventana y miró hacia la calle.
Había otra ventana abierta, frente a ellos, y una criada sacudía unas alfombras.
Por último, Frida e Yvan volvieron a entrar. Yvan parecía más pesado, como si hubiera adquirido mayor gravedad, y no volvió a acostarse, sino que se puso un cuello y una corbata que le hacían parecer aún más grueso y vulgar.
—¿Estás ahí, Stanislas Sadlak?
¿Cómo hubiera podido estar en otra parte, si lo tenían preso?
—¿Te acuerdas de lo que hemos decidido esta noche, no es verdad? No tenemos ni un céntimo y es hora de ponerse a trabajar. Josef está enseñando tu granja a Yvan en el mapa… Yvan es un campesino y sabe lo que es el campo… Puedes fiarte de él… Ahora tengo que explicarte cómo van estas cosas… Es muy sencillo. Irás al Bazar de l’Hôtel de Ville. Escogerás un momento en que haya mucha gente, porque los empleados se fijan menos en los clientes… En la sección de artículos de cocina, comprarás un tajo para picar carne. ¡Es lo más práctico y, como los venden a miles, es menos comprometedor!
Stan escuchaba, con las aletas de la nariz apretadas, sin osar apartar su vista de la mujer.
Ésta fumaba un cigarrillo, con un muslo apoyado en la mesa abarrotada, y detrás de ella la ventana dibujaba un rectángulo lechoso.
—¿Tendré que ir solo? —preguntó.
¿Por qué hablaba cuando valía más callarse? ¿No se traicionaba nuevamente? ¡La prueba era que ella apenas contenía una sonrisa!
—Irás solo, sí… Pero Yvan caminará detrás de ti… ¿Comprendes?… Cuando tengas el tajo irás, también a pie, a la Rue des Francs-Bourgeois… Podrías hacer las dos compras en el Bazar de l’Hôtel de Ville, pero no es prudente… Allí hay un almacén de artículos de higiene. Comprarás unos guantes de goma. De los más ordinarios… Sin dar explicaciones… Si no se explica nada, la gente olvida más de prisa.
Los demás escuchaban distraídamente. Yvan se ponía un abrigo que le ocultaba el cuello.
—Luego comerás, pero muy poco. No beberás alcohol. Cuando se haga de noche, iréis a la Porte Maillot… Escogerás un coche, mejor una camioneta… La gente se fija menos en las camionetas, sobre todo en el campo… Yvan subirá contigo… Lo demás, ya te lo explicará él…
Hubiera querido hablar, hacer preguntas, plantear objeciones, pero sintió que sus frases caerían en un silencio concertado.
De la habitación contigua salía Kellermann, también con abrigo y sombrero de fieltro.
—¡Ya verás!… ¡Es muy fácil!… ¿Tienes algo de dinero?
—Todavía tengo ciento cincuenta francos…
—Ya basta.
A decir verdad, no supo exactamente cómo pasó de la habitación a la calle.
No dijo nada al salir. Parecía flotar. Tenía prisa por estar fuera y, sin embargo, cuando estuvo en la acera tampoco se sintió en seguridad.
¿Si echara a correr hasta la esquina de la Rue Saint-Antoine y tuviera la buena suerte de saltar a la plataforma de un autobús en marcha? Yvan continuaba en el pasillo del hotel, Kellermann en la escalera. Dos hombres charlaban a menos de cincuenta metros, delante de la tienda de un zapatero remendón.
¿Y el dueño del hotel? No le había visto. Ahora se daba cuenta. Si…
¡Claro! ¡En seguida! ¡No había otra oportunidad! Anduvo muy de prisa, para tomar ventaja. Miró maquinalmente la confitería, cerca del cine Saint-Paul y echó de menos la época, tan reciente, en que pasaba por delante con Nouchi colgada de su brazo.
No escogió. Entró en el primer bar. Estaba sobreexcitado. Se dio cuenta de ello al verse en un espejo.
—¡Un grog! ¿Tienen ustedes…?
Iba a decir teléfono. Se habría precipitado en la cabina, habría llamado al inspector Mizeri.
¡Era una estupidez! Kellermann ya estaba allí, en la puerta del bar. Entraba, se acodaba en el mostrador, no lejos de Stan, y sus largas pestañas negras convertían su mirada en algo que era a la vez dulce, como una mirada de mujer, y amenazador.
—¿Qué desea usted?
—Nada… Un grog…
—Dijo usted otra cosa… —insistió torpemente el mozo—. ¿No quería telefonear?
—¡No!
Kellermann pedía, sin dar a entender que conocía a Stan:
—¡Un café!
Había que buscar algo más. Para hacer las cosas bien, sobre todo hubiera tenido que evitar todo azoramiento, conservar toda su sangre fría, examinar la situación bajo todos sus aspectos. Pero era algo más fuerte que él y sentíase preso del vértigo.
Si Frida le había hecho subir a su habitación, si le había retenido preso toda la noche, si le mandaban a comprar un tajo de cocina y unos guantes de caucho, y si por último montaban aquella historia complicada de la granja de Hallencourt, todo aquello no era obra del azar.
Pero ¿cómo podía ella saber que había visto al inspector Mizeri?
Seguía andando, pasaba por delante de una gran tienda de muebles, y pensó que había gente que podía comprar salones, comedores, dormitorios… ¡No quería volverse! Kellermann iba detrás de él. ¿Pero Yvan? ¿Dónde estaba?
¿Y si se acercaba a un agente, como el que estaba en medio del cruce? Le diría…
¡Le matarían antes, estaba seguro! Los otros iban armados. Si le habían soltado, era porque sabían que le tenían sujeto en el extremo de un hilo.
Tenían un plan. Esperaban algo. Pero ¿qué?
Stan andaba, como todos los demás transeúntes, como millares y millares de seres que ponían un pie delante del otro, que se deslizaban, que esperaban para atravesar las calles, que a veces se daban empujones o se detenían delante de un escaparate.
¿Había en todo el mundo otra persona en su situación? Reconocía la decoración, pero de una manera inconsciente: el Hôtel de Ville, el Bazar, precisamente delante de él, con sus mostradores en las aceras…
Valía más empezar por comprar el tajo. Esto le daba un poco de tiempo.
—Perdone, señor… ¿los artículos de cocina?
No podía decirle al hombre de la levita negra:
—Avise a la policía… Haga cualquier cosa… Pueden matarme de un segundo a otro…
¿Dónde estaba Kellermann? Era a Yvan al que veía en la otra punta de un mostrador.
—¡En el semisótano!
¿Y si lograba meterse solo en un ascensor? No lo creía. Se sentía aplastado por la sensación de que los demás eran más fuertes que él. ¿Si no, por qué —sí, otra vez más—, por qué lo habrían soltado de aquel modo?
Bajó por la escalera, envuelto en un olor de esmalte, de petróleo, de linóleo. Todo el mundo se agitaba. Y él ni se movía. Buscaba los artículos de cocina, los tajos para la carne…
—¿Qué desea usted, caballero?
Una muchacha de bata negra. Detrás de ella, Kellermann. Yvan había vuelto a desaparecer.
—Quisiera… Un tajo para carne… Es decir…
Si balbuceaba, si vacilaba, llamaría la atención sobre él y cuando leyeran en el periódico…
—Por aquí… ¡Fernande! Un tajo…
Stan no podía olvidar a Nouchi. ¡Si al menos pudiera ponerse en contacto con ella!
—¿Un tajo de qué precio? Tenemos este modelo de reclamo, a treinta y siete con setenta y cinco…
¡Se quedó horrorizado, literalmente horrorizado, por la ironía de aquellas palabras! ¡Aquel modelo reclamo a treinta y siete con setenta y cinco! Ella continuaba:
—Tenemos también este modelo más resistente, a…
¡Más resistente! ¡No podía ser! ¡Iba a pasar algo! ¡Aquella chica, a la que le faltaba un diente en el lado izquierdo, se echaría a reír! Le gritaría:
—¡Vamos! ¡Espabílese, hombre!
O cualquier otra cosa. Era imposible que millares de personas, a la luz de todas aquellas lámparas eléctricas, entre las cacerolas, los aparatos de radio, los útiles de horticultura, las lámparas de pantalla opalina, los…
¡Y sin embargo Kellermann estaba allí!
—Bueno… Démelo…
—¿El de treinta y siete con setenta y cinco?
—Sí…
Ya se metía la mano en el bolsillo.
—Pagará en la caja… Por aquí… ¿Es todo lo que usted desea?
¿Todo lo que deseaba?
¡Desde aquel momento, le hubiera sido posible reconocer a aquella dependiente entre mil, entre cien mil, pues no olvidaría nunca más el huequecito del diente que le faltaba!