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Cojeando, con las pupilas muy dilatadas y fijas por el cansancio, empujó la puerta de cristales que dividía el vestíbulo en dos partes; reconoció el felpudo y su inscripción roja, y la jardinera de cerámica con su planta verde a la izquierda de la barandilla de la escalera. Sólo había entrado allí una vez, pero el decorado ya le era familiar y pasados dos días, pasados seis meses, pasado un año, evocaría con nostalgia el pequeño cafetín sombrío donde había comido tanta morcilla.

¡En aquellos momentos, el recuerdo más bien le daba náuseas y, sin embargo, llegaría un día en que sería uno de los mejores de su vida!

Le hicieron esperar. De antemano hubiera podido presumir que se trataba de un hotel así, con demasiado sitio y demasiado silencio; tenía plena libertad para subir por la ancha escalera y abrir al azar cualquiera de las puertas de las habitaciones.

Tosió, y su tos se expandió por los cinco pisos sin encontrar el menor obstáculo. Movió los pies y llamó a una puerta. Por fin, de otra puerta situada en el extremo opuesto, surgió un hombre con una expresión de asombro.

Era el mismo de por la mañana, pero iba lavado, afeitado y peinado con fijador; llevaba puesta una camisa blanca y un traje negro de media etiqueta.

—¿Hace rato que está usted aquí? ¿No ha visto al portero? ¿Qué desea?

La silueta de Stan le recordaba algo, no sabía qué.

—Mi amiga se ha instalado en este hotel… Nouchi Kersten… Si quiere decirme el número de la habitación…

—¿Es usted el señor Stan?

—El mismo.

—Han dejado esta nota para usted.

Rompió el sobre y encontró un billete de cien francos en un pedazo de papel de color dudoso, rasgado por varias partes, un papel de los que sirven para envolver los bocadillos en los bares.

«Come y toma una habitación. Esta noche te lo contaré todo.

»Nouchi».

Tanto le daba que el dueño, o el encargado, hubiera visto el billete de cien francos. Stan, aunque humillado, quería persuadirse de que la cosa no le importaba en absoluto.

—¿Vino ella misma?

—¿Quién? ¿Esta señorita? Debían de ser… aguarde… alrededor de las once…

—¿Iba sola?

—Creo que no… Me parece que alguien la aguardaba en el vestíbulo…

—¿Un hombre? ¿De qué edad? ¿Cómo era?

—No me fijé… Un señor de aspecto distinguido, me parece, de mediana edad, aproximadamente la mía…

—Déme una habitación…

No podía aguardar más. Hubiérale podido ocurrir la peor de las catástrofes, le hubieran podido detener, amenazado de muerte, y antes que todo, antes que defenderse, habría tenido que dormir. La escalera estaba encerada y con unas dimensiones de casa burguesa. Todo era aburguesado; las puertas pintadas de amarillo tostado, el olor, la criada que amontonaba unas sábanas en el fondo de un pasillo.

Ya se sentía como en su casa, como le sucedía en todas partes. Llegaba y empezaba por sorber por la nariz, paseando por encima de las cosas una mirada desconfiada. Cada vez le parecía que la atmósfera iba a serle hostil e impermeable. Y luego se le agarraba a la piel con más fuerza que los recuerdos de su infancia.

Pero ¿tenía recuerdos de infancia? ¡Detestaba su infancia!

—¿Cuánto vale esta habitación?

Creía que hacía la pregunta y luego se dio cuenta de que lo había pensado para sí, pero que sus labios no se habían movido. ¡Bueno! Ya tenía dinero para pagar. Al pasar había visto una placa de esmalte con la palabra: «Baño». Estaba dos puertas más allá que la suya. Hacía mucho tiempo que tenía necesidad de un baño. Sin embargo, no podía tomarlo en seguida. Estaba demasiado cansado. Tenía calentura. Tal vez vomitaría. Se quitó la ropa y dejó caer los vestidos sobre la alfombra. Desnudo, se quedó todavía un buen rato delante del armario de luna. Llamaron.

—¿Qué hay?

—Las toallas.

Era la camarera, una mujer bajita y regordeta que tenía aspecto de madre de familia numerosa. Entreabrió la puerta y cogió las toallas.

¿Qué podía haber hecho Nouchi hasta las once? ¿Dónde había conseguido los cien francos? ¿Dónde había ido luego? ¿Había seguido a un hombre por un poco de dinero? Esto hubiera sorprendido a Stan. El amor, a ella, le daba asco, incluso con él a decir verdad. ¡Y además, no hubiera estado hasta las once de la mañana con un compañero de paso! ¡Y tampoco hubiera ido con él a buscarle!

Debía de haber otra cosa. Pero ¿qué? ¿A quién había encontrado? ¿Por qué no había puesto una explicación, aunque sólo fuera una frase en un papel? «Estoy aquí o más allá»…

Entre las sábanas tuvo un escalofrío y en seguida la habitación perdió su consistencia, su inmovilidad, y él se puso a navegar, con sobresaltos y caídas que le mareaban.

¿Dormía? Nunca dormía completamente. Sus sueños le roían siempre el pensamiento, sueños siempre complicados, enmarañados, más complicados y más enmarañados en cuanto se le cerraban los ojos.

Invariablemente, empezaban del mismo modo, poniendo orden en las cosas. Veía una hoja del papel blanco, trazaba un gran punto, como se marcan en los mapas las ciudades más importantes del mundo.

Era Wilna. ¡Era él, antes! Una vasta casa fría cerca de la capilla de Ostra Brama. Un piso inmenso y feo, que nunca podía llegar a animarse del todo. En el salón, por ejemplo, las paredes eran rojas, de un rojo oscuro, y la chimenea de cerámica verde.

Odiaba aquel apartamento; la casa constaba de diez apartamentos semejantes y un portal lleno de corrientes de aire; detestaba las calles, los colores, el verde de la gorra que llevaba en la Universidad; y aquel verde, un verde botella, el mismo, aproximadamente, de la chimenea de cerámica, y que resumía también para él, no sólo Wilna, sino toda una época de su vida.

Hasta allí, todo era fácil. ¿Era realmente tan fácil como pensaba? ¿Por qué no le gustaba la casa, ni quería a su padre, aquel profesor de matemáticas de rostro glacial, con su barbita gris que ahora ya debía de ser blanca?

¡Ni le conocía! ¡No más que sus alumnos! A Stan no le gustaba la cocina que hacían en su casa. Se acordaba muy poco de su madre, que había muerto cuando él tenía sólo seis años, pero veía distintamente las colgaduras negras del portal.

Trazaba una línea, una línea indecisa que se dirigía hacia el Norte. ¡Era el Acontecimiento, el camino que habían seguido! En la Facultad de Medicina, como en las demás facultades, si los estudiantes no conspiraban fácilmente se mostraban antipolacos.

Yagov, el hijo del consejero áulico, había podido disponer un domingo del coche de su padre. Sólo hacía algunos días que nevaba. Todavía se podía transitar con ruedas por las carreteras. Los cuatro habían cogido escopetas para cazar los ánades salvajes.

¿Por qué? Stan nunca hubiera podido decirlo. Porque uno cree que ciertas cosas complacen, cuando eso no es cierto. Había tenido que levantarse muy temprano, en plena oscuridad, a pesar de que detestaba levantarse temprano. Tampoco le gustaba el frío ni los ánades, ni que Yagov le llevara en su coche, sólo para darse pisto ante sus camaradas.

Cuando habían abandonado la ciudad, que todavía estaba dormida, ya tenía sensación de malestar.

—Iremos hacia la frontera…

Estaban en la frontera, que ellos se negaban a admitir, la frontera lituana, situada no lejos de la ciudad. Habían comido en una casa pobre, de madera, donde los críos chillaban y en donde todo olía a leche agria.

¡Pasados tres años, hubiera tenido el título de médico y hubiera podido ir a donde le diera la gana!

El cielo estaba encapotado, los abetos negros, y la nieve, no muy sólida, se derretía en algunos sitios. En un bosquecillo habían acechado a los ánades durante muchas horas y sólo habían visto unos cuervos.

Muy cerca se hallaba el ferrocarril, el famoso ferrocarril de Kaunas a Wilna, cuyos raíles habían sido arrancados precisamente en el lugar de la frontera; ya había árboles que crecían entre las traviesas.

A cien metros el uno del otro, a cada lado del poste, unos soldados, abrumados por unos capotes en forma de apagaluz que casi tocaban al suelo, montaban la guardia, con el fusil sobre el hombro, tres lituanos de un lado y tres polacos en el otro.

El tiempo era como para quedarse en casa, durmiendo, o para irse al cine. El alba iba a durar todo el día y se juntaría con el crepúsculo, sin que una mancha más clara entre las nubes marcara por un instante la situación del sol.

Y he aquí que Yagov, que estaba cerca de él, le daba un codazo. No se veían ánades, ni caza de ninguna clase. Era aquel el momento de irse, y entonces todo les parecía diferente.

Lo que ahora Yagov le mostraba era un soldado, uno de los polacos, que se había separado de los demás y se había metido en el bosquecillo. Se creía solo. Su cabello era de un color rojo ardiente. Fumaba en una larga pipa alemana, de madera esculpida.

Era divertido quedarse allí quieto sin moverse, con los ojos fijos en él, mientras dejaba el fusil apoyado en un árbol, y después se desceñía luego el cinturón y se bajaba los pantalones.

Agachado. Nunca, nadie hubiera parecido estar más tranquilo, más dulcemente soñador que aquel soldado vestido de gris, de pelo de fuego y en aquel bosque de abetos afelpados de nieve y de bruma.

¡Yagov había disparado! Stan hubiera podido jurar que había presentido que su compañero iba a hacerlo. Casi había seguido los progresos del pensamiento de aquél, del vértigo en el cerebro de su amigo. Había sido el primero en levantarse, en correr hacia el coche. Allí se habían encontrado los tres. Faltaba todavía uno, el hijo de unos campesinos, de quien tenían la costumbre de burlarse.

Ya estaba lejos el coche cuando empezaron a oír el tiroteo de los fusiles máuser.

¿Cómo hubiera podido trazar todo aquello en el plano sin servirse de pequeños trazos? Y de curvas. Y de cruces. Era todo mucho más complicado de lo que parecía. No había dicho nada en su casa. Durante tres días habían vivido como de costumbre. Más tarde, en un matorral, habían encontrado el cadáver de su camarada.

En la clase de anatomía, Yagov y él se habían mirado y tomado una decisión: tenían que huir. Los periódicos empezaban a hablar de un complot.

No dijo nada a su padre y se llevó todo el dinero que había en la casa, para lo cual había tenido que descerrajar los cajones. Dos días más tarde llegaba a Berlín. Durante el camino había perdido a Yagov.

Y todo esto en cuanto al principio, ya que en realidad no era más que una parte del principio. También estaba Frida Stavitskaia, aunque ésta no parecía todavía unida a su destino. Pero, de todos modos, la conocía.

¿Qué necesidad le roía de quererlo explicar todo y de entrar en los menores detalles? Le pasaba lo mismo cuando era pequeño. No se olvidaba de nada. Discutía, lo embrollaba todo a fuerza de quererlo probar. ¡Y siempre se equivocaba a fuerza de tener razón!

Nunca se había preocupado por su padre. Por su causa le habían metido en la cárcel. Había permanecido en ella cerca de un año y le habían soltado sin devolverle la cátedra. Años más tarde, en Nueva York, le habían contado a Stan que seguía siendo el mismo, pequeño, flaco, glacial, pero mal vestido, miserable, y que seguía dando lecciones a alumnos pobres.

En cuanto a Frida Stavitskaia… Se revolvía en la cama, abría los ojos por un instante, lo que probaba que no dormía. Hasta se preguntaba si no se levantaría para vomitar, pero le faltaba valor para ello. ¡Al fin concluiría por digerir la morcilla!

La habitación en que se hallaba daba al patio. Por lo tanto, era inútil mirar por la ventana para localizar al policía. Estaba seguro de que había uno, y para él esto era lo principal. Conocía a la policía y sus trucos. Estaba demasiado cansado.

Después de Frida Stavitskaia, estaba Nouchi… ¿Qué podía hacer? Era casi cómico pensar que en aquella misma hora tal vez ella estuviera acostada con otro hombre. Se hundía… con la habitación, con el hotel entero…

Sin embargo, una inquietud le atosigaba: ¿Cuánto tiempo necesitaría el inspector Mizeri para encontrar, en las fichas de los hoteles, el paso de los dos por el Hôtel de Birague?

Hecho esto, la policía iría a encontrar al hotelero y examinaría la lista de todos los demás huéspedes.

¿Tal vez no se preocuparían por Frida, porque era una mujer? Pero ¿no había hablado aquella mañana al inspector de una mujer? Siempre era ése su defecto, su cochino vicio: ¡hablaba demasiado!

¡Tal vez el hotelero, que debía ser sin duda confidente de la policía, como todos los del ramo, contaría que eran toda una banda los que vivían en dos habitaciones del tercer piso, con Frida!

¡Y, naturalmente, no le darían los cinco mil francos!

Sudaba, pensando que había hecho mal, que no debía de haberse quedado en el Hôtel des Etrangers, sino dejar una nota para Nouchi y correr a toda prisa a la Rue de Birague. Allí, habría vigilado sus cinco mil francos, los habría defendido.

¿Y si hubiera hecho exactamente lo contrario? ¿Si hubiera ido a encontrar a Frida? Si le hubiera dicho:

—¡Dame cinco mil francos y os salvo a todos!…

¡El mismo precio! ¡Era una idea fija en él: cinco mil!

—Yo sé que la policía va a venir… Tiene una buena pista…

¡Esto no iba a impedirle necesariamente cobrar también los cinco mil francos del inspector!

La nariz le ardía. Se rascaba los dedos de los pies devorados por los sabañones, y no dejaba de dar vueltas pesadamente. Había momentos en que creía tener hambre, pero todo era debido a su mala digestión.

¿Había dicho que le despertaran? No lo sabía. Ya era demasiado tarde.

Tampoco había pensado en telefonear a Ignatieff.

Era ya de noche. Apenas si venía de la ventana un vago halo de luz, porque otra ventana del patio estaba iluminada. De pronto le asaltó una angustia súbita, que le hizo levantarse, vestirse a toda prisa sin pensar en lavarse. ¡Una vez que tenía un cuarto de baño a su disposición, dos puertas más allá, y no tenía ni tiempo de lavarse con agua caliente!

Bajó la escalera con la nariz apretada, pronunciando a media voz unas palabras.

—¡El dueño!… ¡A ver, alguien!… ¡Eh!… ¡Alguien!

¡Siempre la soledad y el vacío en aquel extraordinario hotel! ¿Qué hora era, pues?

—¡A ver, alguien!

—Psstt…

Salió alguien que no era el dueño. Era una mujer en ropa de cama, con una bata sobre la camisa de dormir.

—¿Qué quiere usted?

—¿Qué hora es?

—No lo sé… Más de las dos…

—¿No ha venido nadie a preguntar por mí?

—¿Quién es usted?

—El señor Stan… El del número 17…

—¿Ha llenado usted su ficha?

¡Tenía razón! ¡No le habían hecho llenar la ficha! Había una sola lámpara, que ardía con una luz tenue.

—¿Se va usted?… Entonces, voy a tener que preguntarle a mi marido…

Estaba desolada.

—Precisamente acaba de tener una crisis…

¿Una crisis de qué? ¿Cardíaca, sin duda? Stan oyó la voz de la mujer detrás de una puerta.

—Fernando… Es el del número 17… No te muevas… ¿No ha venido nadie a preguntar por él?… Se ha marchado… ¿Está pagado?

—No, no ha venido nadie —le decía luego ella—. Debe usted treinta francos, más el servicio.

—Escúcheme… Si viene alguien, una mujer, dígale que yo pasaré mañana. Que le deje un recado… ¿Puedo contar con usted?

¿Y si llega a tropezarse en los bulevares con el chófer de la noche precedente?

No podía estarse quieto. Tenía necesidad de cerciorarse de la suerte de sus cinco mil francos. Al salir, se olvidó de buscar a su alrededor al policía encargado de vigilarle. Se precipitó, casi en frente, en la esquina de la Rue Montmartre, en el café donde Nouchi y él habían comido huevos duros.

—¡Mozo! ¿Se acuerda usted de la persona que estaba conmigo anoche?

¿Era él quien estaba dormido o eran los demás? El camarero se le quedó mirando muellemente, como la mujer del hotel. Cualquiera hubiera dicho que ambos eran sonámbulos.

—¿Anoche?…

—Tomamos dos huevos duros y café… Una muchacha con gabardina…

—Aguarde usted… Una gabardina… Me parece que hay algo de eso… ¿No iba con un hombre alto y moreno?

—No lo sé… Se lo pregunto…

—¡No! A aquélla ya la conozco… Es Lea, una cliente… No… No me acuerdo…

Estuvo a punto de marcharse sin pagar el café que se había bebido.

¡Buen momento había escogido Nouchi para desaparecer! Poco importaba saber si él la quería o si no la quería. ¡Lo que era cierto es que sólo contaba con ella! Y que probablemente iban a jugar al escondite, que tendría que volver al Hôtel des Etrangers, ¡y quién sabe a dónde más todavía!

¡Se sentía furioso, desdichado! Siempre se había sentido desgraciado y furioso porque siempre, hasta en Wilna, había tenido la conciencia de que era víctima de una terrible injusticia.

La fortuna se encarnizaba contra él; los hombres también. No le sucedía nada como a los demás hombres, a pesar de que había desplegado en un mes más energía que la que había necesitado Napoleón para llegar a general. ¡Era tan inteligente, si no más, que cualquiera!

¿Por qué no le seguían? ¿Qué debía ocultarse detrás de aquello? Andaba de prisa, exprofeso, por la Rue de Montmartre, en dirección a Les Halles. Los adoquines estaban secos y duros. Hubiera debido oír pasos detrás de él.

¿Por qué el inspector no le había hecho seguir por un colega suyo? ¿Cómo, de otro modo, espera volverle a encontrar en París? ¿Qué pensamiento debía de tener?

Era inútil que se detuviera, que volviera a andar, que escrutara la acera de enfrente, que diera media vuelta. No veía nadie que le siguiera. Llegaba ya a Les Halles. Reconocía, cerca de un camión, al estudiante de la víspera, y el estudiante, sorprendido, le dirigía un vago saludo.

No sentía ya el frío. Estaba demasiado agitado. No sentía tampoco los sabañones.

En el Hôtel de Birague no había pagado los últimos quince días de hospedaje. ¿Y qué? Si era preciso discutiría con el dueño. ¿Le había echado a la calle el dueño, sí o no? Si lo había echado a la calle, era que renunciaba a cobrar y, además, se había quedado con la maleta que todavía contenía un poco de ropa interior, un peine, una navaja y algunos objetos, entre ellos un par de zapatos de Nouchi.

Por lo tanto, ahora era un nuevo viajero, que no tenía nada de común con el precedente; ¡no tenían derecho a negarle una habitación!

¡Quería la misma! ¡Mientras no estuviera ya alquilada! En este caso, no podría oír lo que pasaba en la de Frida.

Se hallaba ya en la Rue Saint-Antoine. Se preguntó si la confitería seguiría abierta. Era estúpido este pensamiento. No podía estarlo a las tres de la madrugada. Pero le era imposible quedarse mucho rato sin plantearse preguntas y sin arrugar la frente procurando contestarlas.

Se detuvo de golpe. Divisaba el Hôtel de Birague y veía claramente unas rayas de luz en las persianas de la habitación de Frida.

Era un fastidio. Ella le oiría penetrar en la habitación de al lado, y tal vez se preguntaría quién era. Se volvió. No había nadie, sino muy lejos, en la trinchera de la calle.

Llegó junto a la puerta y se dedicó a apretar el timbre eléctrico. Sus labios se agitaban. Se repetía en voz baja lo que iba a decir al dueño. Tenía ganas de irse sin aguardar. ¿Por qué nunca había hecho caso de sus intuiciones? ¿Por qué hacía siempre exactamente lo contrario?

Oyó el chasquido del interruptor. Se encendió la lámpara del pasillo. Se abrió el ventanillo, a la derecha.

—¡Es usted! —sonó la voz del bruto.

¡Porque era un bruto, que dejaba morir a su mujer en la peor habitación de la casa, en la buhardilla, y que abusaba de las criadas en cualquier sitio en que las encontraba!

—Quisiera una habitación.

¿Por qué salía el dueño de su agujero e iba a cerrar la puerta de la calle? Interceptaba el paso y empujaba a Stan hacia la escalera, sin que lo pareciera.

—Precisamente me han pedido noticias de usted.

—¿Quién?

—Unos amigos de usted. Le están aguardando.

Le impresionó tanto que, si hubiera tenido un revólver, no habría vacilado en matarle, aunque luego tuviera que huir a todo correr.

—¿Unos amigos me aguardan? —repitió mientras las aletas de su nariz se encogían y los labios descubrían los dientes—. ¿Dónde?

—¡Arriba!

Y él soltó estúpidamente:

—¿Frida?

—Ya ve cómo sabe lo que quiero decirle.

—Primero tengo que ir a hacer un recado…

—¡Aguarde!… ¡Voy a llamarla!… De todos modos, me figuro que ya le ha oído…

En efecto, una puerta se abría en un rellano de la escalera. Una voz preguntaba:

—¿Es usted, Stanislas Sadlak? ¿Quiere subir?

—¡Ya lo ve!

Stan pensaba, sin embargo, muy de prisa. Estaba entrenado. Generalmente, hasta pensaba demasiado de prisa. Pero ¿podían imaginarse tantas hipótesis?

¿Suponiendo que la noche precedente un hombre de la banda de Frida les hubiera seguido a Nouchi y a él?… Pero ¿por qué iba a seguirles aquella noche y no las otras? Sin contar con que tampoco hubiera podido seguir al taxi que le llevaba a Versalles. ¡Él se hubiera dado cuenta!

¡En cuanto a Nouchi, era inverosímil pensar que hubiera vuelto! Estaba enemistada con Frida. Tal vez ésta hubiera podido intentar hacerla «cantar». Pero Nouchi no sabía nada de todo aquello.

¿El inspector Mizeri?

Por la puerta abierta, arriba, dejábase oír un murmullo de voces. Frida dijo en voz muy baja:

—¡Silencio!

Había hablado en polaco. Asomada a la barandilla, escuchaba. Y Stan balbuceaba:

—¿Nadie ha venido a preguntar por mí?

—Nadie.

No le engañaban. Podía hacer idioteces, pero siempre se daba cuenta de ello y nunca se equivocaba acerca de los demás. ¡El dueño se divertía, interpretaba un papel y estaba burlándose de él! La prueba era que se quedaba allí tanto rato fuera de la cama, con el torso apenas cubierto por una camisa, mientras que generalmente se mostraba friolero y siempre rezongaba cuando le despertaban.

—¿No ha vuelto mi amiga?

—¿Tenía que volver? No la he visto. Tal vez arriba le dirán algo…

—Suba, Stanislas Sadlak.

Otros huéspedes, despertados por la conversación, golpearon los tabiques para que se callaran.

—Ya voy.

Puso el pie en el primer peldaño, se volvió y no dijo nada, pero la mirada que lanzó al dueño era suplicante.

Unos peldaños crujían. La casa tenía el mismo olor que las sucias callejuelas en las que se amontonan familias piojosas. A medida que subía distinguía mejor la luz de un rellano y luego vio, desde abajo —y por esto mismo descubrió, bajo la ropa, la blancura de su carne— a Frida, que le aguardaba con los brazos cruzados sobre la barandilla, fumando un cigarrillo.

—Buenas noches, Frida Stavitskaia.

Era ésta una mujer guapa, una de las más hermosas que hubiera visto nunca. A los dieciséis años, en las calles nevadas de Wilna, ya arrastraba tras ella sordos deseos y muchos hombres la acechaban desde los rincones oscuros.

—Precisamente estábamos celebrando el aniversario de Yvan… He llamado a su puerta… Me hubiera gustado que viniera usted con su amiga… ¿Dónde está?

—No lo sé.

Le empujó hacia la habitación y volvió a cerrar la puerta.

Se oyeron unas notas producidas por una guitarra. Un hombre, sentado en el suelo, pellizcaba las cuerdas del instrumento como para hacerle hablar y saludar. Sobre la cama había otro, un coloso barbudo, echado completamente vestido, con sus zapatones claveteados.

—¡Hola, Stanislas Sadlak! La paz sea contigo y la alegría con nosotros…

¿Cuántos eran? Con la primera ojeada no pudo darse cuenta. Habían instalado un trapo rosa alrededor de la lámpara y ésta sólo proporcionaba una tenue luz. Las paredes estaban demasiado cerca. En el suelo había no sólo piernas y brazos, sino también botellas, vasos y platos con vituallas.

—Sácate el abrigo… A la salud de Yvan, que hoy cumple cuarenta y tres años…

Todos fumaban. El humo llenaba el espacio, con nubes más densas alrededor de las cabezas, como una aureola. Frida llenó de champaña un vaso de gruesas paredes, y luego otro.

—¡A tu salud, Stanislas Sadlak!

Había algo de falso, algo que era ficticio, ¿pero qué?

—Se diría que se te ha helado la nariz —dijo una voz que salía de un rincón de penumbra.

—Retírate un poco, Yvan —ordenó Frida al gigante tendido en la cama—. Déjame sitio.

A los dieciséis años ya era una mujer, alta y completamente formada, y los hombres miraban sobre todo sus senos, que siempre parecían erectos, macizos y potentes debajo del vestido.

Después, no se había marchitado. Seguía siendo bella. Un moño le caía sobre la nuca, negro como un ala de cuervo. También tenía negros los ojos. Un poco de bozo ponía una sombra sobre su labio.

Como de costumbre iba despechugada, espléndidamente impúdica. Su bata, de color azul real, se abría sobre una camisa salmón que dejaba la mayor parte de sus muslos al descubierto.

A causa de ella, en Wilna, un juez había tenido que presentar la dimisión, porque les habían sorprendido juntos en un hotelucho de los suburbios y ella sólo contaba entonces quince años de edad.

Su padre era un gran comerciante de grano. Todo el mundo le había conocido muy pobre, en el ghetto. Se decía que había hecho la fortuna durante la guerra y luego durante la revolución rusa. Era rico. Se había edificado una villa suntuosa sobre la colina.

Había gente que aseguraba que, desde la edad de catorce años, había sido preciso encerrar con doble llave a Frida, pero ella siempre conseguía escaparse. Invitaba a los criados a ir a su habitación. Su padre había ido con ella a Viena para consultar con un médico célebre. Había vuelto con una dama de compañía que, en realidad, era una enfermera.

Ello no había impedido a Frida volver a huir y matar a hachazos a un hombre, en el mismo hotel en que había sido sorprendida con el juez.

Entonces tenía diecisiete años. El otro era un músico que había ido a dar un recital a Wilna y que había sido recibido en casa de su padre. Nunca se pudo saber lo que había sucedido, fuera de que ella había bajado un momento al patio del hotel y debía de haber encontrado el hacha cerca de un montón de leña.

Por atención a su padre, la habían metido en el hospital en lugar de dejarla en la cárcel, y ella se había escapado con un enfermero.

¡Éste también se encontraba allí! Era el que de cuando en cuando pellizcaba las cuerdas de su guitarra.

—¡A tu salud, Stanislas Sadlak!

No podía negarse a beber. Le llenaron el vaso una vez, dos veces, tres veces. En un plato quedaban unos pedazos de oca ahumada, como en el ghetto.

—Échate allá, Yvan… No me dejas sitio…

No era más que una cama de hierro pintada de negro, cubierta con una colcha de dos tonos, rosa y blanca, llena de manchas.

—Dadle de comer.

Stan sonreía. O, mejor dicho, fruncía los labios y se esforzaba en evitar que las aletas de la nariz se le apretaran, porque sabía que aquel tic le traicionaba. A veces pasaba un buen rato aguantándose la respiración.

Los cuerpos de ellos se tocaban. ¡La habitación era tan exigua! Eran seis, contando con él. Es decir que estaban todos allí; hasta los dos que sólo venían de cuando en cuando estaban presentes.

—Escúchame, Stanislas Sadlak… Ven aquí, junto a mí… Siéntate…

Se apretaba contra Yvan para dejarle un huequecito y sus carnes llegaban a tocarse.

—Mañana hablaremos de las cosas serias… Una vez me pediste que te dejáramos trabajar con nosotros, ¿no es verdad?… Esta noche, comeremos y beberemos, casi todo lo que nos queda… Y mañana empezaremos a trabajar… Tú nos ayudarás…

Ding… ding… dong… hacía de cuando en cuando la guitarra, que sólo soltaba una nota cada vez que la pulsaban, una nota prolongada como la vibración de un gong.

Alguien golpeaba el tabique. Y ninguno se inmutaba por ello.

—¡Dejadme dormir! —gruñó Yvan, a quien llamaban el oso por su pelambre.

—Bien, tenemos que acoger a Stanislas Sadlak, el hijo del profesor Sadlak, que nos hace el honor de asociarse con nosotros… ¡Ven, Stan!… ¡Ven, mi querido y pequeño Stan!… Échate… Todavía hay lugar… Mejor será que bebas antes un vaso de champaña… ¡A tu salud! Dame esa mano tan fría… quiero calentarla…

La tomó y la colocó sobre su muslo ardiente.

—Échate… Y vosotros, procurad buscar sitio al lado… ¿Por qué tiemblas? ¿Todavía tienes frío…? Dame tu otra mano…

Le castañeteaban los dientes y tenía más ganas de vomitar que antes.