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Se calló, y en la soledad de la cabina telefónica las aletas de su nariz se apretaron y su frente se humedeció. Las oía, en el otro extremo del hilo. Eran varias mujeres, varias chicas jóvenes. Acababan de llegar. Se daban los buenos días, quitándose el sombrero y ocupando su lugar ante sus centralitas.

La que hubiera tenido que ocuparse de Stan preguntaba a media voz:

—¿Y a qué hora terminó?

Y entonces intervenía él, desde su agujero:

—Oiga, señorita… ¿El inspector Mizeri suele llegar a las nueve?… ¡Oiga!… ¿Tal vez algunas semanas tiene servicio de noche?… ¡Oiga!… O bien si le han destinado a una misión fuera de aquí…

Era inútil. Pero experimentaba la necesidad de poner los puntos sobre las íes. Allí estaba, desdichado, con el receptor en la mano, tratando en vano de comunicar su inquietud a una joven que, tal vez en aquel mismo momento, se estaba pintando los labios.

—¡Sus compañeras deben saberlo! Oiga, no puede ser que a las nueve no haya nadie en la Sûreté Na…

Y ella había dejado caer:

—¡Pero cállese usted! ¡Le estoy diciendo que le están buscando!

¿Cómo iba a buscarlo, si él no oía el chasquido de las clavijas en los diferentes circuitos, como sucede cuando se llama a alguien de despacho en despacho? Valía más que le contestara:

—No está…

Y…

—¡Diga! ¿Quién está al aparato?

Hizo ademán de precipitarse, de agarrarse con toda su energía al hombre cuya voz acababa de oír.

—¿El inspector Mizeri?

—Sí…

—Oiga, señor inspector… ¡Oiga!… No se retire… Es una cosa muy, muy importante… Es de la mayor importancia…

Nunca había tenido un acento tan marcado y por añadidura ciertas palabras sólo le venían a la boca en polaco o en alemán.

—¡Oiga…! No puedo decirle mi nombre por teléfono… Usted me conoce… Ya le explicaré…

—¡Entendido! Venga usted a verme…

—¡Oiga! ¡Oiga! Señor inspector… Me es imposible ir a verle… Nadie debe saber que le he… Sería necesario que… ¡Oiga! Señor inspector…

Se hubiera dicho que pedía socorro.

—¿Qué pasa?

—¡Ah, bueno!… Creía que habían cortado la línea… No soy hombre para molestarle a usted porque sí… Lo que tengo que decirle puede tener una importancia enorme para su carrera… Ha oído usted hablar de la banda de los polacos, ¿no es verdad?… ¡Oiga!…

Hubiera querido cerciorarse de que no había nadie detrás de la puerta, pero no se atrevía a soltar el aparato ni un segundo.

—Si usted pudiera venir… ¿Que dónde estoy? En la esquina de la Rue des Petits-Champs y de otra calle que da a los Bouffes-Parisiens… No sé cómo se llama… ¿Qué dice usted?… ¡No! Esta tarde no… ¡Aguarde! ¡Oiga!… No se retire todavía… Es difícil de explicar… He tenido tropiezos y necesito dinero…

Improvisó. Hasta entonces había pensado en todo, menos en la cantidad.

—¡Cinco mil!… No olvide usted, señor inspector, que… ¡Oiga!…

¡Nada! Por un momento, se puso a temblar, esbozó una mueca como para llorar. Luego volvió a colgar lentamente el receptor, al propio tiempo que, con la misma lentitud, una expresión de contento se esparcía por su fisonomía. Abrió la puerta de la cabina y experimentó la necesidad, al volver a entrar en la sala, de anunciar:

—Aguardo a un amigo…

No pudo dejar de observar que el dueño estaba solo en el mostrador y que la sala estaba muy oscura. Era un cafetín de pueblo, del Berry o del Borboñés, perdido en pleno París. Se bajaba un peldaño. El suelo estaba enladrillado con baldosas encarnadas y las vigas del techo quedaban a la vista.

Sólo con que hubiera tenido un revólver…

—¡La caja, en seguida!

El dueño la daría. Antes, Stan había divisado varios billetes de cien francos y tal vez debajo los hubiera de mil. En el exterior pasaba tanta gente, que apenas salir, él sería prácticamente inhallable.

Y con un coche…

No lo hacía adrede. Era más fuerte que él. Apenas veía a alguien, se ponía a pensar en su dinero y su espíritu trabajaba automáticamente, montaba planes, buscaba objeciones, las rebatía…

Era muy inteligente. Si había fracasado lamentablemente aquella noche, era porque había querido. Además, los chóferes de taxis no dan casi nada, porque rara vez llevan más de ciento cincuenta o doscientos francos en el bolsillo. Hubiera tenido que hacerle ir más lejos de Versalles. Hasta hubiera podido instalarse a su lado, con cualquier pretexto plausible. Sólo que estaba demasiado cansado y sólo había comido un huevo duro en veinticuatro horas.

No se sentó. El dueño le seguía con la vista y Stan era bastante listo como para adivinar que le observaba con una curiosidad inquieta.

—Déme usted… ¡Espere!… ¿Qué es esto?

—Salchichón.

—¿Tiene ajo?

—Un poquitín…

—¿Y esto?

—Chicharrones…

La idea de comer le acababa de venir de repente, pero de comer de veras todo lo que pudiese tragar. Vendría el inspector. No tenía derecho a no venir. ¡Él pagaría!

Los dedos de Stan ya temblaban con un vértigo que no podía contener. Quería comer y, ya que estaba decidido, tenía ganas de escoger algo extraordinario.

—¿Y esto?

—Morcilla…

—¿Qué es?

—¡Es morcilla!…

—Córteme un pedacito para catarla… Gracias… Es muy buena… Sírvame unas rodajas de morcilla… Con pan… Y una botella de vino…

Temblaba. Seguía viendo, entre el ambiente grisáceo de la calle, las siluetas que desfilaban y los camiones que pasaban. Cogió el plato, el pan y la botella y fue a sentarse a una mesa, en un rincón cerca de la ventana.

¿Habría encontrado Nouchi alguna manera de comer? Pensaba en ello. Pero la idea de que le hubiera ocurrido algún accidente, de que, por ejemplo, la hubiese atropellado un autobús, no llegaba a perturbar su formidable apetito.

—Más morcilla… —reclamaba con la boca llena.

Tenía tiempo de sobra y, sin embargo, se apresuraba, sin apartar la vista de la esquina por donde iba a aparecer el inspector Mizeri.

Un joven bajó de una camioneta, abrió su puerta trasera y descargó en el bar un montón de enormes panes de payés.

—¡Salud!… —saludó, metiéndose de sopetón en la trastienda.

—¡Salud!… —contestó el dueño, escanciando vino en una copa.

Porque cada día se repetía la misma cosa, a la misma hora y por decirlo así, no tenían necesidad de hablar.

—¡A la suya!

El dueño cogía la factura y la clavaba en un gancho detrás de él, en la repisa de la estantería.

—¡Salud!

¡Hay gente que es así! ¡Hasta los que parecían correr por la acera iban en realidad de un sitio para otro!

—Córteme unas cuantas rodajas más…

Ya no tenía hambre. Había creído que podría comerse sin dificultad la mitad de un pan y después de dos rebanadas ya sentía una bola en el estómago. Sólo comía morcilla, decidido a comer mucha. Había vaciado más de la mitad de la botella de vino tinto. Si continuaba bebiendo, se embriagaría. Lo notaba. Y sabía que valía más evitarlo, si tenía que discutir con el inspector.

A pesar de lo cual pidió una segunda botella.

—¡Jeanne! —llamó el dueño.

Era la vieja de la cocina, seguramente su mujer. No tenía que preguntarle nada. Vio que él había cogido la pizarra y el pedazo de yeso para apuntar los platos del día.

—Tengo ensalada de puerros y remolachas… Luego un fricando con acederas… Esta mañana no he encontrado verduras…

—¿Macarrones?… —propuso el hombre.

—Sí, macarrones… —aprobó ella.

Miró a Stan con indiferencia, se asombró sólo ante las pieles de morcilla, y cambió una mirada con el hombre.

¡Uf! ¡Qué sueño tenía! ¿Cuántas horas hacía que no había dormido? ¿No había dejado en ningún momento de vigilar la encrucijada? ¿Y si el inspector hubiera venido y se hubiera marchado de nuevo?

Una vez más había hecho mal las cosas. Como se daba cuenta de ello, no tenía importancia. No era ninguna deshonra. Por ejemplo, era evidente que el inspector había hecho investigar en seguida de dónde venía la llamada telefónica. Stan hubiera tenido que telefonear desde un punto determinado y correr luego a otro barrio.

Mizeri podía muy bien llegar con dos o tres hombres, cogerle por el pescuezo y llevárselo detenido.

Stan hubiera tenido que tomar otras precauciones y hasta…

Preguntó con ansiedad:

—¿Tiene cigarrillos?

—Únicamente de los más corrientes…

¿Por qué vacilaba en encargar cigarrillos, dado que no tenía dinero en el bolsillo y, en cambio, no había vacilado en encargar comida y bebida?

—¡Gracias! Ya lo pagaré todo junto…

¡Idiota! La prueba era que el dueño torcía el gesto. Era dejarle suponer que no se encontraba en situación de pagárselo en seguida. ¡Si a partir de aquel momento tenía la audacia de acercarse a la puerta, el tabernero sospecharía su intención de irse sin pagar!

¿Y si el inspector no venía? Se oían unas cebollas que se freían en una cacerola, para el fricando. El olor del bar se especiaba, aunque continuaba espeso, campesino.

¿Y si en vez de pedir cinco mil francos de una sola vez, exigía cinco mil francos por cabeza? ¿Y si, mucho mejor, si además avisaba a Frida y llegaba a otra componenda con ella?

El dueño tendía unos manteles de papel encima de las mesas, y luego colocaba en ellas vasos boca abajo, aceiteras y saleros.

—¡Aquí está! —exclamó de pronto Stan.

Se había presentado cuando menos se lo esperaba. Allí, en la misma esquina, con abrigo beige claro, casi amarillo, de paño grueso: ¡el inspector Mizeri, bajito, flaco y moreno, con sus pies de mujer y sus tacones altos, y un pañuelo de seda encarnado al cuello!

El dueño, con dos vasos en la mano, se había vuelto. Stan no quería ni dejarle pensar que tal vez tenía la intención de huir.

—Es un funcionario del ministerio… —explicó, abriendo la puerta—. ¡Eh!… ¡Señor Mizeri!…

Tenía que contenerse las ganas de hablar. Un montón de ideas se agolpaban en su mente, un barullo de frases en todos los idiomas. No podía quedarse quieto. Enseñaba su mesa al inspector, que seguía con las dos manos en los bolsillos, y tratando de sonreír, balbuceaba:

—¿Me reconoce usted? Apuesto a que no reconoció mi voz en el teléfono… Le extraña volverme a hallar en París, ¿no es verdad?… Ya se lo explicaré… ¿Qué va a beber?

El inspector llevaba un sombrerito gris con el ala bajada sobre los ojos al estilo de los gángsters americanos. Era un corso. Lucía en una mano una sortija con un enorme brillante que debía de ser falso. Encendió un cigarrillo.

—¡Un pastis, patrón!

Hacía muecas, no sólo a causa del humo de su cigarrillo, sino porque era un tic, una costumbre. Fingía no interesarse por Stan.

—He pensado en seguida en usted porque se mostró muy amable conmigo… Cuando nos condujo hasta la frontera, hará unos tres meses, hasta nos pagó unas botellas de cerveza en la estación de Estrasburgo… ¿Se acuerda?

Mendigaba su aprobación o cualquier otra cosa. Sonreía forzadamente, se olvidaba de su nariz y se la tocaba inadvertidamente.

—He tenido un accidente… Ya se lo contaré también… Yo me he dicho: «Ya que el inspector fue tan amable con nosotros, hay que darle a él este asunto».

Hablaba demasiado. Estaba borracho y se daba cuenta de ello, probaba de contenerse. Y, como si esto pudiera servirle para hacerse entender mejor, se puso a hacer guiños al inspector.

—Es un asunto importante, ¿no?… ¡Un gran asunto!… Estoy seguro de que el Gobierno daría cualquier cosa para terminar con la banda de los polacos… Yo, desde que atacaron la primera granja y leí los detalles en el periódico, sospeché la verdad… Debo decirle que estaba en América, hace cuatro años, cuando se produjeron unos atentados del mismo género… ¡Y esto no es todo!… ¡La cosa viene de mucho más lejos!…

De pronto, sin motivo alguno, sintió miedo. Estaba allí, en medio de sus frases, buscando un terreno firme. Y, sin duda a causa de un falso gesto, la nariz le sangraba de nuevo. Para hablar se inclinaba hacia adelante, mirando de hurtadillas al dueño, que se había instalado en el mostrador, donde cortaba rodajas de salchichón en los platitos de entremeses.

—¡Confiese usted que la policía no sabe nada de ellos! ¡Son muy listos! Ni siquiera en América, nadie pudo hallar nunca la menor prueba contra ellos, y así pudieron venir a Francia con toda libertad…

—¿Están en París? —interrogó apaciblemente el inspector.

¿Tenía Stan que contestar que sí, o tomar antes sus precauciones?

—¡Escúchame! ¡No vale la pena que te hagas el vivo! Sigue existiendo un decreto de expulsión contra ti, ¿no es verdad? ¿Qué has hecho de tu chica?

—No lo sé.

Por primera vez era del todo sincero… ¡Y sin embargo fue lo que hizo torcer el gesto al inspector…!

—¿Ya no está contigo?

—Ya se lo explicaré. Es complicado… ¡Puede ser que luego la encuentre!… ¿Quién sabe si usted mismo me la devolverá?

Tampoco convenía demostrar una humildad excesiva.

—¡En primer lugar, los negocios!… Confiese que la cosa vale los cinco mil…

—¿Dónde están?

—¿Quién?

—Tus polacos… No intentes pegármela, o te meto inmediatamente en la cárcel.

—No es usted justo, señor inspector… Soy honrado… Soy franco… Le digo a usted: me han expulsado, sí, pero no podía ir a ningún lado… Así, pues, he hecho lo mismo que los demás: he vuelto… ¿Qué es lo que pido?… Poder vivir tranquilamente en un rincón y trabajar… ¿No trabajaba cuando usted me detuvo en Capestang?… ¡Ah!… ¿Qué hacía?… Me había alquilado para las vendimias… Y ya sabe usted que es una tarea muy pesada… Antes me había alquilado para la remolacha… Así, pues, me he dicho: si el inspector quisiera conseguirte una carta de trabajo y darte una cosita, cinco mil francos, por ejemplo, sería el fin de todos tus quebraderos de cabeza…

—¡Y tú darías el soplo!

—¿Qué soplo?

—Continúa… ¿Tus polacos?

—No me entiende usted, o tal vez sí me entiende, pero hace como si no… ¿Y si hablo y después me vuelve a conducir a la frontera?…

No hubiera tenido que hacerlo, pero lo hizo de todos modos: dos veces seguidas vació su copa de vino, y la sangre se le subió a la cabeza.

—¿A cuántas personas han asesinado sólo en Francia? ¿Seis?… ¿Ocho?… ¿Qué puede a usted importarle, para impedirles que sigan, darme cinco mil francos y permitirme que trabaje honradamente?

—¿Eres polaco tú?

—¡Lo sabe usted tan bien como yo! Nací en Wilna. Por lo tanto, antes de la guerra, era ruso. Luego, fuimos lituanos… Los polacos llegaron, pero en el fondo seguimos siendo lituanos… Porque, siendo estudiante, tuvimos una pelea con unos oficiales, tuve que… ¡Escuche usted, señor inspector!… Es absolutamente necesario que usted me comprenda… He vivido en Berlín, en Montecarlo, en París, en Nueva York… Ahora…

Era el efecto del vino: empezaba a llorar.

—Tiene usted que ayudarme… ¡Fíjese! ¡Voy a confesarle una cosa que no tendría que confesarle…! Ya sé que usted no va a traicionarme… Esta noche…

Ya era demasiado tarde para poderse contener. Sorbió el aire, con la sensación de dejarse resbalar por un abismo y, cosa extraordinaria, casi le resultó voluptuoso. Se inclinó hacia adelante. Sus ojos adquirieron una mirada muy fija. Si Nouchi hubiera entrado, lo habría comprendido todo desde el umbral, sólo con verle aquellos ojos.

—Nos echaron del hotel porque no podíamos pagar… ¿Qué quiere usted que uno haga, sobre todo en invierno, cuando no se tiene carta de trabajo?… He descargado coles en Les Halles… Me dieron diez francos… Comí un huevo duro…

Aquel huevo duro tomaba una importancia insospechada y Stan se emocionaba sólo con evocarlo.

—Hacía frío… Nouchi, que también tenía frío, no decía nada… Nunca se ha quejado, y eso que su padre era uno de los abogados más ricos de Budapest… Mi padre era profesor… ¡Pues bien, esta noche, ya sin saber qué hacer, he atracado a un taxista!… ¡Ya ve que tengo confianza en usted!… Podría usted meterme en la cárcel, a pesar de que no tiene ninguna prueba…

Conservaba su lucidez, a pesar de la calentura y el vino.

—He fallado el golpe y me pregunto si no lo hice adrede… He sido yo quien ha recibido los golpes… ¡Hasta me ha obligado a poner la rueda de recambio!… ¿Quién se lo creería?… Ahora le pido cinco mil francos… ¿Qué es eso para el Gobierno francés?…

Le brillaban los ojos. Acababa de entrever unos argumentos definitivos.

—Si no me los dan, ¿qué va a pasar? Tal vez me acompañará usted otra vez hasta la frontera, y sólo esto ya sale caro… Y yo volveré, porque no puedo ir a ningún otro lado… Usted no podrá cogerme en seguida… Entre tanto, yo tendré que hacer algo, cualquier cosa, tal vez matar a una, tal vez a varias personas… Si usted me detiene, se verán obligados a alimentarme en la cárcel, a hacerme un proceso… ¿Y todo esto no va a costarles más de cinco mil francos?

La cifra le hipnotizaba. Una hora antes la había improvisado en la cabina telefónica. Del mismo modo hubiera podido decir dos mil o diez mil. Pero no: ¡eran cinco mil! Aquella cifra representaba desde aquel momento todo su porvenir, representaba todo lo que la vida podía traerle.

Que le dieran cinco mil francos y habrían concluido todos sus disgustos y sus quebraderos de cabeza. ¡Estaba convencido de ello!

—¡En América he visto ofrecer hasta diez mil dólares por esto mismo! ¡Yo sé que ustedes tienen una caja con un fondo especial! En todos los países pasa igual. Piense usted en el riesgo que corro…

El inspector, que había dejado delante de él la pitillera, escuchaba pacientemente, sin manifestar interés alguno.

—Dime, Stan… ¿Tus polacos están en París?

No quería contestar antes de tener el dinero en el bolsillo.

—Porque si están en París, la cosa no me incumbe. Es cuestión de la Policía Judicial…

Stan acusó el golpe y se mostró muy cariacontecido.

—¿Así, pues?

—Así, pues, te basta con dirigirte al Quai des Orfèvres.

—¿Me darán los cinco mil francos?

—Eso es cosa de ellos… Yo…

Hizo el gesto de levantarse.

—Señor inspector… ¡Aguarde!… Es imposible… Tiene que haber manera de llegar a algún arreglo.

Sobre todo tenía que evitar que se marchara. Un poco más, y se hubiera agarrado a su manga.

—¡Escúcheme!… No tengo más que un franco ochenta en el bolsillo… No he pagado aún la comunicación telefónica, ni lo que he comido… Reflexione… El que detenga a los polacos, lo sabe usted bien, tendrá ascensos, felicitaciones, su retrato en los periódicos… Si usted fuera en mi lugar al Quai des Orfèvres… ¿Me comprende?…

—Lo que voy a hacer, en todo caso, será llevarte allí.

—¡Pero eso no es posible! ¡No quiero! ¡No es esto lo que me ha prometido!

—Fíjate bien que no te he prometido nada.

—Yo le he dicho por teléfono…

—¿Cómo se llaman?

—¿Quién?

—Los polacos.

—No sé sus nombres.

—¡Ya ves!

—¡Los conozco! ¡Le juro a usted que los conozco! Y sé por lo menos el nombre de la mujer…

—¿Hay una mujer?

—Es ella la que… ¿No irá usted a hacerme hablar por nada?… No sería justo, señor inspector… Abusa usted de que tengo absoluta necesidad de dinero…

Eran las once en punto. Siempre se acordaría de este detalle. El dueño aprovechó para dar cuerda al reloj.

—¡Tendrías que ir a buscar queso de Gruyère aquí al lado, Jules! —gritó la mujer desde la cocina.

El hombre miró a sus dos clientes y debió de quedar tranquilizado, porque salió, no sin antes ponerse su gorra, que era una gorra de ferroviario de la que habían descosido las insignias.

—Ya comprendo que usted no confía en mí… Podríamos arreglarlo de otro modo… De los cinco mil francos, sólo le pido ahora la mitad… El resto me lo dará cuando los haya detenido… Ya ve usted que…

—No llevo dos mil quinientos francos encima…

—Entonces, déme mil… ¿Bien debe llevar consigo mil francos?… Ya le avisé que…

—¿Dónde has estado últimamente?

—En muchos sitios… Ya sabe usted lo que pasa cuando uno busca la manera de trabajar en lo que sea…

—¿Estabas inscrito en el hotel con tu nombre?

Stan palideció.

—Es decir… No…

—En tal caso, ¿tienes papeles falsos?

¿Cómo podía salir del apuro? ¡El inspector le había cogido! ¡Si Stan decía la verdad, irían al Hôtel de Birague y no le necesitarían para nada!

—No estaba en el hotel…

—Hace un rato me dijiste todo lo contrario.

—Es que la habitación estaba alquilada por un amigo…

—Por Nouchi, ¿no es eso?

—¡No es verdad!

Mentía mal. Era verdad. Como Nouchi tenía su pasaporte en regla, con su nombre había sido alquilada la habitación. Ahora, el inspector no tenía que hacer más que presentarse en la brigada de los hoteles y comprobar las fichas. Cuando encontrara el nombre de Nouchi Kersten, ya sabría casi tanto como Stan.

—¡Ya veo que no quiere usted pagarme! —gimió éste con amargura—. Cree que puede prescindir de mí. ¡Pero se equivoca! Déme sólo mil francos ahora… El resto ya me lo dará cuando quiera… Mil francos a cuenta de los cinco mil…

Tenía ganas de llorar de rabia, de desesperación. Y lo más terrible era que se sentía abandonado por todos sus medios.

Había bebido demasiado, comido demasiado. Eructaba, se caía de sueño y sus ojos relucían como los de una persona que tiene una gran calentura.

El dueño volvió con un paquetito envuelto en un papel blanco, que llevó a la cocina.

—¿Qué le debo? —preguntó el inspector Mizeri.

—¿Todo?

Stan abría los ojos de par en par.

—Todo, sí.

—Hay dos botellas de Beaujolais, cuatro raciones de morcilla, dos de mantequilla… ¡Ah! Olvidaba una comunicación telefónica… Luego el pernod… doce y cuatro y tres… Más uno y…

—¡Inspector! —llamó humildemente Stan, sin levantarse de su silla.

Mizeri pagaba con un billete de cien francos. En la cartera, que tenía abierta en la mano, se veían otros, cinco o seis, según pudo adivinar Stan.

—Sólo con que usted me diera…

Notaba cómo su acompañante vacilaba; los dedos hojeaban los billetes como si fueran un libro. El inspector estuvo a punto de coger tres, luego dos. Por fin sacó uno sólo y lo tiró encima de la mesa.

—Señor inspector…

El policía no se tomaba la molestia de disimular delante del dueño.

—Procura no dártelas de vivo; es todo lo que tengo que decirte. ¡Te voy a vigilar de cerca!

El tabernero lo había comprendido de tal manera que repetía al volver el cambio:

—Aquí tiene usted, señor inspector.

Éste se volvió, insistiendo:

—¿Entendido?

Y la puerta se abrió y se volvió a cerrar. El sobretodo amarillo se alejaba. Stan se inclinaba hacia adelante, pero no llegaba a averiguar si el policía hacía o no una seña a alguien.

—¡Voy a tener que poner la mesa! —gruñía el dueño sin esforzarse en ser amable.

Esperaba que se fuera. La cosa era clara. Tenía que marcharse en seguida.

—Yo…

Hubiera querido encontrar una frase que le devolviera un poco de valor. Vació el resto de la botella en la copa y se lo bebió; luego dobló lentamente el billete de cien francos. En el instante en que se lo metía en el bolsillo, el dueño del bar se acordó de algo:

—Me olvidé de contar los cigarrillos…

Fue a buscar el cambio al mostrador. Stan le odiaba como tal vez no había odiado a nadie en toda su vida. Sin saber por qué, no le tenía ojeriza al inspector Mizeri, sino a aquel hombre de gruesos bigotes, de delantal azul, que le echaba tranquilamente de su tugurio para campesinos.

Alguien le acechaba en el exterior; era, seguramente, un policía que Mizeri debía haber traído consigo con este objeto. ¿Quién podía ser? En la calle había animación. Stan, con una pierna dormida, cojeaba un poco. Seguía teniendo sueño, miraba a la gente de reojo, con aire avieso, al mismo tiempo que se apartaba al lado de las aceras para cederles el paso.

No pensaba, no se decía a sí mismo que iba a hacer esto o lo de más allá. Instintivamente, del mismo modo que otros van a su despacho durante años y años, se dirigía él hacia el Faubourg Montmartre, hacia el lugar de la cita dada a Nouchi. Pasó por delante de una fachada gris, de piedra tallada, con rejas en las ventanas; era un banco. Un chiquillo que se deslizaba corriendo entre la multitud le dio un pisotón. Desde que era muy chico, en Wilna, cuando todavía vivía con su madre, cada invierno padecía sabañones en los pies.

El pisotón le hizo tanto daño que se quedó un momento inmóvil, de pie, como si hubiera perdido los sentidos.