Llegaron a la Rue Saint-Antoine en el preciso momento en que terminaba la sesión en el cine Saint-Paul. La calle estaba desierta desde la Bastilla hasta el Hôtel de Ville y, más allá, era como una profunda trinchera vacía hasta la plaza de la Concorde, con escasos y minúsculos transeúntes que agitaban las piernas en las aceras, que a veces se arriesgaban a atravesar la calzada en diagonal.
Ellos venían de todavía más lejos, de Grenelle, del último extremo de Grenelle, de una calle sin acabar que todavía no figuraba en los planos de París. ¿Cuánto rato llevaban andando, siempre al mismo paso, con la mano de Nouchi agarrada al brazo de su acompañante?
En primer lugar habían tenido que ir allí. En ese momento, las calles estaban aún algo animadas y si, a causa del frío, había pocos transeúntes, se adivinaba a la gente instalada detrás de los cristales empañados de los cafés.
—¿Y si Lartik no estuviera en su casa? —había apuntado Nouchi, cuando sólo se hallaban en la mitad de una calle, más larga y más monótona que la de Saint-Antoine.
Había hecho mal. Stan le había dirigido una mirada dura, verdaderamente enfurecida; luego, había buscado a su alrededor y se había precipitado hacia un banco para tocar madera.
—¡No hay luz, Stan!
—¡Es que está acostado!
Lartik, que había sido escultor antes de trabajar en la Renault, vivía en una especie de pabellón, de taller de artista o más bien de cobertizo, al fondo de un patio, detrás de un edificio que no estaba terminado. Se llegaba allí por una escalera exterior sin barandilla. Y aquella noche no se veía nada.
—¡Stéphan! —llamaba Stan, tratando de ver algo a través de los cristales—. ¡Stéphan! Soy yo, Stan… Es absolutamente necesario que me abras. Te aseguro que, esta vez, es cosa seria… Nouchi está conmigo… Hemos venido a pie desde la Rue Saint-Antoine…
Nouchi susurró:
—¡Alguien se mueve!
Los dos tuvieron esa impresión. Habían oído ruido. Veían en la habitación como un halo rojizo que emanaba de una estufa encendida, y habrían jurado que se veía una silueta, una sombra en la cama.
—¡Stéphan!
Y Nouchi, en voz baja:
—Tal vez no está solo.
¿No podía Lartik pasar por lo menos un día sin mujer? ¿No le llevaba bastante ajetreado su trabajo en la casa Renault?
Nouchi tenía razón; Stan estaba seguro de ello: ¡su camarada se hallaba en su habitación, en el diván, aquel somier que le servía de diván, con una mujer! Los dos debían retener la respiración, pero tal vez no habían interrumpido sus juegos.
—Escucha, Stéphan… Es la última vez que vengo… Es necesario que me abras… Es necesario, ¿me oyes?
Nouchi empezó a bajar la escalera. Algunos segundos más tarde, decía, desde abajo:
—¡Ven!
Frente al cine Saint-Paul en aquel momento pasaba lo mismo que cuando se aprieta un tubo de pasta dentífrica: un chorro, una materia primero compacta y que se estiraba, se disgregaba poco a poco convirtiéndose en hombres, en mujeres, en familias enteras que hablaban en voz alta entre sus paredes sonoras.
Stan sorbía el aire por la nariz. Hacía unos minutos que su tic le había vuelto. De cuando en cuando, bruscamente, aspiraba con fuerza y las aletas de su nariz se apretaban, se pegaban al tabique, mientras la cara parecía aun más flaca, más enjuta, con los ojos más febriles. En tales casos, Nouchi tenía que evitar mirarlo, fingir que no se daba cuenta de nada.
Pasaron por delante del cine. Algunas casas más allá, Stan se detuvo. Durante kilómetros y kilómetros de calle no habían visto ni una sola tienda abierta. ¡Ahora, frente a ellos, había una! ¡Una confitería! Ya habían dado las doce. Helaba. Los escasos transeúntes corrían en vez de andar. Pero allí, detrás del cristal empañado, se descubría una tienda coquetona como un salón de solterona, con una estufa de cerámica en medio, unos bombones colocados meticulosamente, los unos rosados, los otros de un color verde pálido de pistacho, unos caramelos que se adivinaban fáciles de diluir en el paladar, unas cosas azucaradas, cándidas, infantiles, y, detrás del mostrador, una mujer hacía calceta contando los puntos, con los hombros cubiertos por un jersey de color gris.
Nouchi aguardó sin decir palabra. No sabía exactamente por qué se había detenido Stan, por qué resoplaba contemplando aquel escaparate, por qué sus labios descoloridos se estiraban, descubriendo unos dientes que ya no se cuidaba.
Ya había cometido la equivocación de hablar de Lartik, mientras iban a Grenelle, y de prever que no estaría en casa.
¡Volvió a hacerlo, a pesar de saber que no debía! ¡Y Dios sabía que no lo hacía por maldad!
—¡Ojalá él esté acostado! ¿Qué hora es, Stan?
¿Acaso tenía reloj, ahora? ¿Cuánto tiempo hacía que no tenía, ni nada que tuviera el menor valor, ni tan sólo un abrigo aceptable, porque el que llevaba sólo era de entretiempo? ¿Entonces?
Echó de nuevo a andar, furioso. Estuvo a punto de no tocar madera, pero por fin lo hizo, furtivamente, y encogió las aletas de la nariz exageradamente mientras miraba el Hotel de Birague.
Era, en la Rue de Birague, que da a la Place des Vosges, un hotel dudoso y destartalado, donde ciertos huéspedes se acostaban a razón de cuatro o cinco por cuarto. Un botón accionaba el mecanismo de la puerta. A la derecha, en la pared, había un ventanillo y era éste lo que Stan y Nouchi tanto temían que se abriera.
Había que farfullar un nombre, lo más vagamente posible, y precipitarse sin hacer ruido por la escalera, para no arrancar completamente de su sueño al dueño.
Iban a hacerlo. El ventanillo no se había abierto aún. Pero en cambio se abrió la puerta y apareció el hotelero, tan voluminoso que ocupaba todo el pasillo, con su pantalón colgante y la camisa abierta sobre un pecho peludo.
—¿A dónde vais?
—Es que… Yo…
—¡Venga! ¡Largo de aquí!
—Todavía tenemos trastos arriba —intentó Nouchi.
—¡Estás de broma!
—No puede usted privarnos de coger lo que…
—¿Me habéis pagado o no? ¡A la calle, pues! Ya hace demasiado tiempo que os tengo avisados. Tal vez quede sitio en el asilo del Ejército de Salvación, a menos que os ofrezcan un alojamiento gratuito en la cárcel…
Sólo habían permanecido unos instantes al calor del pasillo, que olía a aliento humano. Volvieron a andar. Las aceras estaban secas y frías. De cuando en cuando Nouchi no podía evitar observar a Stan y él se daba cuenta de ello, y bastante sabía lo que ella pensaba, y lo hacía adrede, a pesar suyo, ya que en vez de tranquilizarla, se abandonaba a su tic y apretaba las aletas de la nariz.
Llegaron a la zona de descarga de Les Halles. Seguían caminando y Nouchi evitaba preguntar a dónde iban.
Había una cierta nota fantástica. Entre los pabellones negros, de una dureza metálica, colgaban sobre la calle unas lámparas enormes, rodeadas, como estrellas, de unos rayos agudos de una blancura fría, que pinchaban los ojos, pero no iluminaban. Las mismas casas viejas de los alrededores, estrechas, pintarrajeadas, cargadas de inscripciones, estaban de través como en un telón de fondo que se hubiera abarquillado.
Los camiones pasaban, se detenían, volvían a marcharse. Un tren cortaba por la mitad la escena, del lado de la Rue Montmartre. Unos seres se agitaban con ademanes lentos, unas veces en la oscuridad, otros en la glacial blancura que hacía las veces de luz.
Stan había vuelto a quedarse inmóvil y Nouchi no se soltaba de su brazo. Los dos contemplaban un enorme camión de diez toneladas, pintado de amarillo, con un nombre en el flanco, la palabra Nantes y un número de teléfono.
El chófer, alumbrado por una lámpara portátil, trabajaba en su motor, al que hacía roncar de cuando en cuando para regular algo, mientras todo el armazón retemblaba. El trabajo, por otra parte, continuaba. Las coles, una tras otra, descendían por debajo del toldo del camión, desde donde las echaba un hombre. Otro, en la calle, las recibía una especie de clochard que se arrebujaba entre ropa inmencionables, debajo de las cuales había introducido unos periódicos viejos para estar más caliente.
Con cada col que caía se sentía el choque, y cualquiera hubiera creído que el hombre iba a caerse. Se detenía un instante, luego lanzaba la col a la derecha, donde un chico larguirucho la tomaba a su vez y la echaba al especialista que, en la acera, ordenaba las verduras en un montón regular.
Nadie se preocupaba de los demás. Las coles estaban pálidas, cosidas con diamantes de hielo que arañaban las manos.
Ni se habían dado cuenta de la presencia de Stan y éste se quedó más de un cuarto de hora inmóvil, sin que nadie pudiera saber lo que pensaba o lo que esperaba. Por fin, sin decir palabra, apartó la mano de Nouchi, que seguía apoyada sobre su brazo. Dio un paso, dos, tres. Se encontró entre el clochard y el estudiante. Entonces, tímidamente, cogió una col y la lanzó a su vez, integrándose así en la cadena.
El pordiosero se le quedó mirando con desconfianza y gruñó. Si había uno más, ¿no iban todos a cobrar menos? El estudiante frunció el ceño, no por el mismo motivo, sino porque se había fijado en el tic de Stan y le oía contar en un idioma extranjero, quizás en ruso o en polaco tal vez.
—Dos mil trescientos… trescientos uno… dos… Dos mil trescientos tres…
Porque Stan había hecho cálculos del promedio. La descarga se encontraba aproximadamente a la mitad.
—Dos mil cuatrocientos veintidós…
Las coles eran grandes y pesadas, lombardas y coles de Milán. No se veía nada más. Sólo se oía el tren que efectuaba maniobras, soltando sus vagones en diferentes sitios. Frente a ellos se amontonaban, en una tienda muy estrecha, tantos miles de naranjas que parecía que fueran a reventar las paredes, mientras su olor invadía toda aquella parte de Les Halles.
—Dos mil quinientos treinta y uno…
¿No se había equivocado? ¿No se habría saltado un centenar?
El hombre que se acercaba a veces, con sus polainas negras, un cuello de castor en su corto chaquetón de campesino y una libretita en la mano, debía de ser el amo. ¿Se había fijado en Stan? Si lo había visto y le había dejado continuar, era que iba a pagarle como a los demás.
—Dos mil seiscientos ochenta y tres… cuatro… cinco…
—Stan…
Éste no podía volverse sin arriesgarse a dejar caer una col. Sólo levantó un poco la cabeza, pero ya había comprendido de qué se trataba. Venían dos hombres por en medio de la calle hablando en alta voz y fumando: seguramente debían ser policías, tal vez de la brigada de represión de la prostitución, y Nouchi hizo una seña a Stan de que se alejaba un momento.
¿En qué cantidad estaba ya? De la nariz del clochard caían gotas, sin que éste hiciera ni un gesto para secárselas. El estudiante llevaba guantes de lana. Seguramente debía proceder de una pequeña ciudad de provincias y Stan hubiera apostado a que tenía una hermana. ¿Por qué? ¡Por nada! Era un hombre de esos que dan la impresión de tener una hermana.
No perdía de vista a los policías, pero no debía aparentarlo. Se acercaban, los miraban, uno tras otro, y se iban, encogiéndose de hombros.
—Tres mil cincuenta y uno… dos… tres…
Nouchi no volvía. No se la veía. Sabía de todos modos que volvería a aparecer cuando fuera necesario. El movimiento le calentaba interiormente, pero por fuera seguía helado, sobre todo las manos, que tenía completamente ateridas.
¡Cuatro mil coles! El contenido del camión era de cuatro mil coles y ya iba a marcharse; el chófer llegaba para ver si todo había concluido, se abrochaba la chaqueta de cuero y se bajaba la gorra sobre las orejas antes de subir al asiento. Tal vez la noche siguiente volvería a estar allí, con cuatro mil coles más.
El amo había vuelto y dio en primer lugar veinte francos al clochard, que debía ser un trabajador habitual.
—Gracias, señor Emile.
Luego examinó con desconfianza a Stan.
—¡Tú no estabas al principio!
—Empecé a la mitad…
—¿Eres ruso?
—Polaco…
—Toma diez francos…
Stan permaneció todavía un rato en el mismo sitio, esperando a Nouchi. Su pie, en la acera, tropezó con un objeto que recogió: una gran llave inglesa que el chófer había olvidado recoger con sus herramientas. No se la devolvió y se la metió en el bolsillo. A diez metros del camión, no tuvo la menor sorpresa al notar la mano de Nouchi que volvía a posarse en su brazo.
Se fueron andando, sin decir nada, a lo largo de la calle Montmartre, y ya se hallaban en la parte más desierta de la calle, hacia la mitad, cuando Nouchi le preguntó:
—¿Cuánto?
Él no contestó. ¿Para qué? ¿Qué podían hacer con diez francos, sin techo, con las ropas estrictamente necesarias encima y ni siquiera un pañuelo de bolsillo?
Lartik no había contestado y Stan estaba cada vez más persuadido de que se encontraba en su casa, haciendo el amor delante de la estufa que roncaba. En cuanto a Gregor Ignatieff, ya ni valía la pena intentar telefonearle al George V. La telefonista debía haber recibido instrucciones e invariablemente respondía que había salido. La vez que Stan le había acechado durante tres horas frente al hotel y por fin lo había visto salir, ¿qué había hecho Ignatieff? Se había precipitado hacia un taxi cuya portezuela tenía abierta un botones. Stan se había acercado a él, pero en vano:
—Discúlpeme, amigo mío… Una cita urgente… Venga a verme…
¿Verle, cuándo, dónde? ¡También el portero del hotel tenía instrucciones!
¿Entonces?
Nouchi tropezaba, hacía todo lo posible para seguirlo, pero terminaba por andar con abandono, como en un sueño. Llegaron a los grandes bulevares, pasaron por delante de la farmacia que permanecía abierta toda la noche y luego por el gran café bar de la esquina que no cerraba nunca sus puertas.
Stan entró y también Nouchi, sin soltarle. A lo largo del mostrador la gente se inclinaba sobre sus bebidas calientes. Vacilaron y Nouchi no se atrevía a decir nada. Hacía mucho tiempo que no iba al peluquero y el cabello le colgaba por encima de la nuca, lo que la hacía parecer más delgada y le daba una silueta alargada. Llevaba el impermeable con cinturón que habían comprado en Broadway, en un almacén de saldos.
Stan encogía las aletas de la nariz, sorbía y miraba cada cosa antes de decidirse: los huevos duros puestos en pirámide sobre un soporte de alambre, otra pirámide de rebanadas de pan con mantequilla, otra con bocadillos de jamón.
Habló como alguien a quien le faltara la saliva.
—¿Cuánto? —preguntó, mirando con indiferencia los huevos.
—Treinta céntimos…
Su brazo pasó por entre el hombro de una vieja mendiga y el de un chófer de taxi. ¿Por qué se estremeció al mirar el capote caqui del chófer? Tomó dos huevos.
—Dos cafés…
—¿Con gotas?
Hizo una seña negativa. Los huevos estaban tan helados como las coles del mercado. Y comprendió que si Nouchi, al comer, se volvía hacia los cristales, era para ocultarle sus ganas de llorar. Afuera había una gran estufa, con sombras a su alrededor. También había una hilera de taxis, cerca del reloj mecánico que marcaba las cuatro y diez. La atmósfera presagiaba nieve. El mozo que limpiaba la cafetera soltaba unos chorros de vapor y los cristales se empañaban todavía más.
—¿Qué…?
¡No! ¿Para qué? Nouchi iba a decir:
—¿Qué vamos a hacer?
Él la había entendido. Ella tenía un pedacito de yema en el mentón. Para disimular, soplaba en su café.
Eran las cuatro y diez. Corría el mes de enero. No había nada que hacer en el Midi porque no era el tiempo de la vendimia, ni en el Norte, donde la remolacha hacía ya mucho tiempo que había sido cosechada. No había ni nieve que recoger en las calles y, además, para un empleo en el municipio, hacía falta un pasaporte en regla.
El mozo había reemplazado los dos huevos en los pequeños aros del soporte y la vieja, que tal vez vendía diarios a la puerta de los cabarets, empezaba su tercer bocadillo de jamón.
—Oye…
Entre ellos hablaban en alemán y algunas veces en inglés, porque si bien Stan era polaco (pero no era polaco del todo, era algo más complicado que eso), Nouchi era húngara.
—Espérame aquí…
¿Por qué le miraba ella de aquel modo? ¿Qué debía pensar? Le supo mal que ella adoptara aquel aire de miedo.
—Voy a intentar de nuevo ver a Ignatieff.
No podía darle tiempo a que le hiciera preguntas… Sin embargo, se entretuvo un momento.
—Si… si no hubiera vuelto dentro de dos horas… vamos, cuando sea de día…
Ella no podía quedar aguardándole allí, indefinidamente, sin hacer gasto. Miró al exterior. En el Faubourg Montmartre divisó el rótulo luminoso de un hotel: Hôtel des Etrangers.
—Tomarás una habitación allí… Es necesario que encuentre dinero…
—¡Stan!
¡No! Prefería irse sin volverse. No había pensado en dejarle la mitad de lo que le quedaba: cuatro francos con ochenta.
Hizo como si se alejara, por si acaso ella le seguía con la vista detrás de los cristales. Atravesó el bulevar, volvió por la otra acera y examinó los taxis uno a uno. Su respiración formaba una ligera nube delante de su boca y tenía más frío que antes, después de haber estado en el café.
También estaba más tranquilo, casi demasiado. Le parecía como si nunca hubiera tenido tanta lucidez. Veía muy lejos. Mezclaba un montón de pensamientos, pero sin embrollarlos. Pesaba el pro y el contra. Se daba exacta cuenta de las dificultades y de los riesgos.
¡No importaba! ¡Era cosa decidida! De nada serviría vacilar, buscar otra cosa, pues ya sabía que, fatalmente, llegaría al mismo punto.
Esto no impedía que tomara precauciones. Los tres primeros taxis estaban vacíos y los chóferes formaban un corro en la acera, dándose manotazos en los costados y charlando en voz alta.
El cuarto, sentado en su asiento, leía un periódico a la luz de un farol. Era un ruso. Stan sabía que era ruso y se encogió de hombros. ¡No! Además, estaba demasiado cerca de los otros tres.
En cuanto al quinto, con su gorra deformada, tenía el aspecto de un golfo, de los que dan vueltas en torno a los establecimientos nocturnos y conducen a sus clientes a lugares sospechosos.
Stan disponía de tiempo. Desde lejos, aún podía divisar la silueta de Nouchi en el café. En la esquina había un policía con su esclavina, pero no se fijaba en él. El taxi siguiente…
De pronto, no hubo necesidad de escoger. Llegaba un taxi del Boulevard Poissinière, uno viejo, de un modelo antiguo, y el chófer también era un viejo, un tipo gordo, envuelto en su bufanda, con unos bigotes que debían oler a marc o a calvados. Iba en busca de clientes. Frente a Stan, se detuvo un poco y éste abrió la portezuela y gritó:
—¡A Versalles!
Había ido allí una vez, para vender programas en una ceremonia patriótica. Se había fijado en un gran bosque, antes y después de una especie de túnel. No era lo bastante lejos para escamar a un chófer. Había muchas personas que volvían de noche a Versalles.
Sin embargo, abrió el cristal que le separaba del conductor y explicó:
—Al hospital… Acaban de telefonearme que mi mujer está enferma…
El hombre no se inmutó, no pareció haber entendido lo que le decía, conservó apretada la pipa entre los dientes, se atusó los bigotes de foca y, con un gesto maquinal, volvió a cerrar el cristal.
¿Por qué? Stan había tomado taxis en otras épocas, sobre todo en Nueva York, y casi siempre abría el cristal y charlaba con el chófer.
Estaba molesto, vagamente inquieto. No se había fijado por dónde pasaban y no sabía dónde se encontraba. Se inclinó y de nuevo hizo correr el cristal.
—No vaya usted demasiado de prisa… Creo que debe haber una capa de helada… Le dije que mi mujer estaba enferma… La verdad es que la atropelló un camión…
Notaba que era inútil, que sus palabras caían en el vacío, pero era más fuerte que él.
—¿Dónde se encuentra el hospital?
—No lo sé… Sólo me han dicho el hospital de Versalles… ¿Es que hay varios?
El chófer se encogió de hombros y cerró una vez más el cristal. Tendría por lo menos cincuenta y cinco años. Debía de ser el dueño del coche. A su lado, en el asiento, dormía un perrito ratonero, blanco con manchas negras, de hocico puntiagudo.
¡Tanto peor! Stan no sentía compasión alguna. Sólo se preguntaba por qué su acompañante se obstinaba en correr el cristal que los separaba. Casi sufría por ello, como si fuera una manifestación de desprecio hacia él.
Acababan de atravesar un puente, el de Saint-Cloud sin duda. Subían una cuesta. Ahora desfilaban ante unas villas. ¿Y si había dos caminos para ir a Versalles? ¿Y si uno de ellos no pasaba por el bosque? ¿Y si el chófer se negaba a detenerse? ¡Era muy capaz de ello! Era uno de aquellos hombres que sólo hacen lo que les da la gana. Stan hubiera debido escoger con más cuidado.
—¡Oiga!
—¿Qué?
—¿No tiene usted fuego?
Aquello era absurdo, ya que él no tenía cigarrillos.
—¡No!
Y, una vez más, el ruido seco del cristal que se cerraba.
¡Más villas! A todo lo largo de la carretera se veían villas. ¡La carretera estaba iluminada! Stan la había recorrido de día y no había pensado que fuera a estar tan iluminada. ¡Mientras no lo estuviera hasta el fin!
Si llegaban a Versalles no podría pagar y el chófer le conduciría sin vacilar a la comisaría. Allí le pedirían los papeles y entonces verían en seguida que estaba expulsado desde hacía tres meses.
Iba mal sentado. No dejaba de agitarse y se dio cuenta de ello al descubrir la mirada del chófer en el espejo retrovisor. ¿Era posible que en tan poco tiempo hubieran construido villas hasta el fin del trayecto? ¿No sería mejor que obrara inmediatamente? En primer lugar, en invierno, la mayoría de las villas estaban vacías. Luego, aunque oyeran gritar, era muy raro que los que en ellas vivieran se molestasen. El único riesgo sería el de que otro coche, o un camión, llegara en el preciso momento.
La carretera bajaba. Iba a abrir el cristal, a pretextar una necesidad urgente para hacer parar el coche. Las aletas de su nariz se apretaron tanto que su garganta produjo como un silbido.
¿No vacilaba un poco, de pronto, el coche? El perro, inquieto, se erguía. Rozaban la cuneta y el taxi se inmovilizaba, el chófer bajaba, daba la vuelta por delante y se quedaba un rato bajo el resplandor de los faros.
—¿Qué pasa? —interrogó Stan, abriendo la portezuela.
—¡Nada! ¡No se mueva! ¡Un pinchazo! En cinco minutos estará arreglado…
Ya había desaparecido y se le oía buscar algo, detrás, en la caja de las herramientas.
Pasó un camión cisterna, luego un automóvil rápido, luego nada más.
Stan bajó, se acercó al hombre inclinado sobre el gato y no reflexionó, no vaciló; golpeó con todas sus fuerzas, para terminar de una vez. La llave inglesa era pesada y él había puesto toda su energía en el golpe. Oyó claramente cómo resonaba en el cráneo, a pesar de la gorra.
Y se quedó allí, como un estúpido, con el arma colgando de la mano, viendo que el chófer se volvía como si no hubiera pasado nada. Era verdaderamente alucinante. Había recibido el golpe y no le hacía más efecto que si le hubieran pegado con una vejiga llena de aire. Se incorporaba, muy tranquilo. Pero ¿no iba a caer de pronto, como les sucede a las personas heridas?
—¡Granuja indecente!
Achicaba los ojos y ordenaba a su perro:
—¡Cállate, Tommy!
Porque el perro, dentro del coche, ladraba tanto como podía.
—Granuja cochino…
Stan le dejaba hacer, estúpidamente. No tuvo la menor idea de defenderse. Le temblaban las rodillas. Levantó el brazo como un chiquillo al que se castiga. No por esto dejó de recibir un primer puñetazo en medio de la cara, en la nariz, luego otro, y otro, y se oyó a sí mismo balbucir:
—Perdón…
—Ya me imaginé que eras un sinvergüenza…
Brotaba la sangre. Pasó un coche sin detenerse. El chófer ya estaba cansado de pegar y tiró a la cuneta la llave que había arrancado de las manos de Stan.
—¡Ven aquí!… Agáchate… Da vueltas al gato, sirve a lo menos para algo…
Obedeció. Hubiera querido palparse la cara, pero no se atrevía a soltar la manivela del gato.
—¿De dónde eres?… ¿Checo?… ¿Yugo?…
Stan no se daba cuenta de que lloraba, de humillación, de rabia, de todo, y contestaba, dócil:
—De Wilna…
—¡Ah, bueno…! —decía el otro, como si supiera de qué se trataba—. Ahora desmonta la rueda… No quieras hacerte el vivo… Las chinches como tú, uno tendría que…
Se había alejado un instante para coger la rueda de recambio y Stan se arrojó a la cuneta y trepó al otro lado, sirviéndose de las manos. Ahora corría por un bosque. Oía ladrar al perro, y tenía miedo de que el hombre lo azuzara contra él.
Su respiración era ardiente. Tropezaba con ramas y troncos de árboles. Hablaba solo, con palabras inconexas, en alemán, en polaco…
—Es preciso que… ¡Bueno!… Yo… ¡Ay!…
Se había enganchado en unas alambradas y se arrancó brutalmente de ellas, lleno de pánico, con la impresión de sangrar por todo su cuerpo. ¿Dónde se encontraba? En un parque. Chapoteaba, incapaz de salir de allí, asustándose cada vez que divisaba las paredes de una casa, siempre la misma.
Estuvo a punto de echarse para no levantarse más, en cualquier lugar, allí donde se encontrara.
Anduvo durante varias horas. La carretera, que no era la misma que había recorrido con el taxi, no estaba iluminada. Veía ahora un pueblo que tenía el aspecto de un pueblo de veras, con una estación y unos trenes a punto de partir.
Luego vio el Sena. No podía ser más que el Sena. Y por último, en una plazuela, un café iluminado y, frente a él, un autobús en que iba instalándose la gente.
Subió a él. Le miraban. Se preguntaba qué aspecto debía de tener. Sintió la necesidad de explicar al cobrador:
—Me atropelló un coche…
Y aquellas personas que vivían su vida cotidiana le miraban con desconfianza. Quizá no fuera ni eso. Se lo miraban como a un extranjero, no sólo como extranjero en el país, sino como un extraño a la especie de hombres de los que ellos formaban parte. Una chiquilla con una boina de lana blanca, que se apelotonaba contra su madre, se le quedó mirando con sus ojazos. Sobre las rodillas de otra de las mujeres, una gallina cacareaba dentro de un cesto.
Aún no era de día y Stan ignoraba qué hora era. Entraron en París. Volvió a ver el Sena y reconoció el Louvre, donde todo el mundo bajó.
Púsose entonces a correr hacia la Rue Montmartre. Como un loco, entró en el café donde había dejado a Nouchi y no la vio allí.
No preguntó nada, salió como había entrado y atravesó el bulevar.
El reloj marcaba ahora las siete. No tardaría mucho en ser de día. El cielo adquiría un color ceniza. Sólo había tres taxis a la puerta del establecimiento.
Unas letras encarnadas, sobre una estera inmensa, formaban las palabras Hôtel des Etrangers.
—¿La señorita Kersten? —preguntó.
—¿Quién es?
—Debe haber tomado una habitación esta madrugada…
—¡No la conozco!
El hombre se tomó, sin embargo, la molestia de hojear el registro.
—Esta mañana no ha habido entradas. No debe de ser aquí…
Las calles empezaban a animarse. Las puertas metálicas levantábanse ya con estrépito. Los repartidores se detenían delante de las tiendas. Stan todavía conservaba dos francos.
Las aceras eran cada vez más duras, con una blancura de yeso. Las luces seguían encendidas en los bares, a pesar de que el día apuntaba ya. Él andaba y pensaba. Pensaba intensamente, con malignidad. Encogía la nariz y apretaba los puños. No tenía derecho a sentarse en un banco, porque hubiera llamado la atención y la primera idea de cualquier agente sería la de pedirle los papeles.
Si Lartik hubiera abierto, la víspera… O sólo con que hubieran llegado un poco antes, cuando tenía la luz encendida, no se hubiera atrevido a no contestar.
Ahora, ¿quién sabía si Nouchi no había sido detenida en una redada de la policía? En este caso, se hallaría en la prevención, entre un montón de prostitutas. La harían desnudar totalmente. La examinarían, y entonces, de dos cosas una: o la soltarían allá a las once, o la retendrían bajo observación. ¡Seguramente la retendrían, ya que no tenía domicilio! ¡Y suerte que ella, por lo menos, tenía papeles en regla! ¿Y cómo iban a encontrarse? ¿Iría ella, de todos modos, al Hôtel des Etrangers?
Se hallaba en la Place de l’Opéra y de las bocas del metro salía en tropel gente que aún olía a cama y a jabón. ¡Todos ellos habían dormido! Era un nuevo día el que empezaba para ellos y, en cambio, para él, seguía siendo el mismo. Una muchacha, seguramente una dependienta, llevaba un sombrero de color de cereza. El chófer del perro debía estar contando a su mujer, mientras tomaba el desayuno, que…
¿Por qué había desconfiado de él Frida Stavitskaia? Le había tratado como a alguien en quien no se puede tener confianza, como alguien al que no se puede considerar como un hombre. Le había contado patrañas. Le despreciaba. ¿Entonces…?
¿De qué le servía sorber con la nariz mientras vagaba por las calles, con mirada amenazadora? Había transeúntes que se volvían a mirarle, aquellos que habían dormido y comido, que se habían cambiado de ropa interior, hombres que se habían afeitado, mientras que él llevaba una barba de tres días. ¡Y toda aquella gente formaba como un bloque, se sentía en seguridad, en familia, porque todos eran del mismo país y tenían sus papeles en regla, papeles que les daban unos derechos, el de trabajar, de ir de un lado a otro, de sentarse, de levantarse, de formular alguna pregunta al agente de policía!
Eran casi las nueve. Valía más esperar a las nueve y algunos minutos más. Había estado dando vueltas, sin abandonar el barrio de la Rue Montmartre y de la Ópera. Leyó en una placa azul: Rue des Petits-Champs. Estaba llena de camiones que desbordaban de mercancías. No se podía pasar por las aceras, debido a la cantidad de gente que había en ellas, y todo el mundo llevaba prisa. El agente hacía resonar su silbato, y los coches sus bocinas. Se llevaban a cuestas cajas y cestas de botellas, y se hacían rodar barriles de cerveza hacia el sótano de un café.
Se aseguró ante todo de que hubiera teléfono. Estaba marcado en el cristal. Entró y aquello era ya otro mundo, con jamones y salchichones que colgaban del cielo, un pequeño mostrador, un ambiente provinciano, un dueño con delantal azul y unos bigotazos casi azules a fuerza de negros, y un olor áspero a vino tinto. Un ferroviario con su gorra reglamentaria comía salchichón con pan moreno.
—Vino… —ordenó Stan.
No podía pagarlo, pero ¿qué se le iba a hacer? Más exactamente, no podía pagarse a la vez el vino y el teléfono.
—¿Puedo telefonear?
—Espere, le daré una ficha…
Entró en la cabina. Daba a una cocina cuyo suelo estaba fregando una mujer.
—¿Oiga?… ¿La Sûreté Nationale?… Desearía hablar con el inspector Mizeri… Sí… ¿De parte de quién?… Dígale que es alguien a quien él conoce… ¡Oiga!
Entreabrió la puerta para asegurarse de que no le escucharan. El dueño decía tranquilamente, mientras trasvasaba el vino de una botella a otra:
—¡Qué golpe, le dieron un buen golpe!
—¿Quiere callarse de una vez? ¿No le digo que le están buscando?