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Pocos días después murió… Y no murió sumiso ni vencido. Antes de entrar en la agonía, que fue breve, se puso la corona en la cabeza; una corona que ni siquiera era un sombrero viejo o una bacía en que los espectadores pudieran palpar la ilusión. No, señor: tomó la nada, levantó la nada y se ciñó la nada; sólo él veía la insignia imperial pesada de oro, refulgente de diamantes y otras piedras preciosas. El esfuerzo que había hecho para erguir medio cuerpo no duró mucho; el cuerpo volvió a derrumbarse; sin embargo, el rostro conservaba una expresión gloriosa.

—Guardad mi corona —murmuró—. Al vencedor…

La cara se puso seria, porque seria es la muerte; dos minutos de agonía, una mueca horrible y la abdicación quedó firmada.