Fue la comadre de Rubião quien, al verlos pasar frente a su puerta, los agasajó, sobre todo al perro. Rubião reconocióla, y aceptó el abrigo y el almuerzo.
—¿Pero qué es esto, compadre? ¿Cómo se ha puesto así? Tiene la ropa toda mojada. Le daré unos pantalones de mi sobrino.
Rubião tenía fiebre. Comió poco y sin ganas. La comadre le pidió cuentas de la vida que había hecho en la Corte, a lo cual él respondió que le llevaría demasiado tiempo y sólo la posteridad podría acabar el relato. Serán los sobrinos de su sobrino, concluyó magníficamente, serán quienes me vean en la plenitud de mi gloria. No obstante comenzó un resumen. Al cabo de diez minutos la comadre ya no entendía nada, tan desconcertantes eran los hechos y los conceptos; cinco minutos más y empezó a sentir miedo. Cuando los minutos llegaron a veinte, pidió licencia y fue a casa de una vecina a decirle que Rubião parecía haber perdido el juicio. Volvió con la vecina y un hermano de ésta, que no tardó mucho en salir a propagar la nueva. Fueron acudiendo otras personas, de a dos y de a cuatro, y menos de una hora después había una muchedumbre espiando desde la calle.
—¡Al vencedor los boniatos! —les gritaba Rubião a los curiosos—. ¡Heme aquí emperador! ¡Al vencedor los boniatos!
Esta frase oscura e incompleta era repetida en la calle y examinada sin que nadie descifrase su sentido. Antiguos enemigos de Rubião empezaron a entrar sin protocolo para disfrutar mejor del espectáculo; y le decían a la comadre que no era prudente tener un loco en casa, que era muy peligroso; lo mejor era mandarlo a la cárcel hasta que la autoridad lo remitiese a otra parte. Alguno, más compasivo, sugirió la conveniencia de llamar al médico.
—¿Para qué? —replicó uno de los primeros—. Este hombre está como una cabra.
—Tal vez delire por la fiebre. ¿No ha visto qué caliente está?
Animada por tantas personas, Angélica le tomó el pulso y lo encontró muy afiebrado. Mandó llamar al médico —el mismo que había tratado al difunto Quincas Borba. Rubião lo reconoció; y díjole que no era nada. Había hecho prisionero al rey de Prusia y aún ignoraba si lo haría fusilar o no; no cabía duda, sin embargo, de que exigiría una fuerte indeminización pecuniaria: cinco billones de francos.
—¡Al vencedor los boniatos! —finalizó riendo.