CXCVII

Vagaron sin destino. El estómago de Rubião interrogaba, exclamaba, intimaba; por suerte, el delirio acudía a engañar a la necesidad con sus banquetes de las Tullerías. El que no tenía el mismo recurso era Quincas Borba. Venga caminar de un lado a otro. De cuando en cuando Rubião sentábase en el pavimento y el perro le trepaba a las piernas para dormir el hambre; encontraba los pantalones mojados y se bajaba; pero en seguida volvía a subirse, tan frío era el aire de la noche, noche profunda ya, noche muerta. Rubião le pasaba las manos por el lomo, murmurando algunas palabras flacas.

Si a pesar de todo Quincas Borba conseguía dormirse, no tardaba en despertar porque Rubião se levantaba y de nuevo se ponía a subir y bajar cuestas. Soplaba un viento triste, filoso como un cuchillo, que daba escalofríos a los dos vagabundos. Rubião caminaba despacio; el cansancio le impedía dar los rápidos pasos del principio, cuando la lluvia caía a cántaros. Ahora las paradas eran más frecuentes. El perro, muerto de hambre y de fatiga, no entendía aquella odisea, ignoraba el motivo, había olvidado dónde estaba, sólo oía la voz sorda de su amo. No podía ver las estrellas, que ahora ya brillaban libres de nubes. Rubião las descubrió; había llegado a la puerta de la iglesia, como poco después de entrar en la ciudad; acababa de sentarse y se fijó en una de ellas. Estaban hermosas; pensó que eran las luces del salón y ordenó que las apagaran. No pudo ver cómo ejecutaban la orden; allí mismo se durmió, con el perro a su lado. Cuando por la mañana despertaron, estaban tan juntos que parecían pegados.