CXCV

En cuanto llegó a Barbacena y empezó a subir por la calle que ahora se llama de Tiradentes, Rubião hizo un alto y exclamó:

—¡Al vencedor los boniatos!

Se había olvidado por completo tanto la fórmula como la parábola. De repente, como si las sílabas hubieran estado en el aire, intactas, aguardando que alguien las comprendiera, Rubião las reunió, recompuso la fórmula y la profirió con el mismo énfasis de aquel día en que la había tomado por ley de vida y de verdad. De la alegoría no se acordaba del todo; pero las palabras le transmitieron un vago sentido de lucha y de victoria.

Siguió andando, acompañado por el perro, y fue a parar frente a la iglesia. Nadie le abrió la puerta; no se veía ni la sombra de un sacristán. Quincas Borba, que no comía desde hacía muchas horas, se le apretaba contra las piernas, cabizbajo, esperando. Rubião se volvió y desde lo alto de la calle dirigió la mirada abajo y a lo lejos. Era ella, Barbacena; la vieja ciudad natal se le iba desentrañando de las capas profundas de la memoria. Era ella; aquí estaba la iglesia, allí la cárcel, más allá la farmacia donde había comprado las medicinas para el otro Quincas Borba. Ya al llegar había sabido que era ella; pero a medida que los ojos se brindaban las reminiscencias iban acudiendo numerosas, en bandada. No veía a nadie; a la izquierda, en una ventana, alguien parecía espiar. El resto estaba desierto.

—Quizá no sepan que he llegado —pensó Rubião.