CLXXXV

Confinaron a Rubião en una casa de salud. Palha había olvidado la obligación que Sofía le había impuesto, y Sofía no volvió a acordarse de la promesa hecha a la río-grandense. Ambos tenían la cabeza en otra cosa, un palacete de Botafogo cuya reconstrucción estaban a punto de concluir y que querían inaugurar en invierno, cuando las cámaras estuviesen sesionando y todos hubiesen vuelto de Petrópolis. Pero finalmente cumplieron la promesa; a instancias de Palha y del doctor Falcão, Rubião ingresó en el establecimiento, donde le destinaron una sala y un cuarto especial. No opuso la menor resistencia; acompañólos con satisfacción y entró en sus aposentos como si los conociese desde hacía tiempo. Cuando los otros se despidieron diciendo que ya volverían, Rubião los invitó a una revista militar para el sábado siguiente.

—De acuerdo; el sábado —asintió Falcão.

—El sábado es un buen día. No falte usted, duque de Palha.

—No faltaré —dijo Palha saliendo.

—Bien, le enviaré uno de mis dos coches flamantes; es preciso que su mujer ponga su hermoso cuerpo donde aún no ha osado sentarse nadie. Cojines de damasco y terciopelo, arreos de plata y ruedas de oro; los caballos descienden del que mi tío montó en Marengo. Adiós, duque de Palha.