Dos horas después de la escena en la Rua de Ajuda llegó Rubião a la casa de doña Fernanda. Poco a poco los golfos se habían ido dispersando sin que los claros volvieran a llenarse; los tres últimos habían reunido sus adioses en un grito único y formidable. Rubião continuó solo, inadvertido ya por los moradores de las casas porque sus gestos empezaban a disminuir o cambiaban de carácter. Ahora no se dirigía a la pared, a la supuesta emperatriz; sin embargo seguía siendo emperador. Caminaba, se detenía, murmuraba, sin grandes gestos, soñando siempre, siempre, siempre, envuelto en aquel velor a través del cual todas las cosas eran otras, opuestas y mejores; cada farola tenía aspecto de ujier, cada esquina rasgos de lacayo. Rubião se dirigía a la sala del trono a recibir un embajador cualquiera, pero el trayecto era interminable, hacía falta atravesar muchas salas y galerías, cierto que sobre alfombras y por entre alabarderos altos y robustos.
De los que lo veían y se paraban en la calle, de los que se asomaban a las ventanas, muchos suspendían por un instante sus pensamientos tristes o hastiados, las preocupaciones del día, los tedios, los resentimientos, éste una duda, aquél un pesar, un desprecio de amor, la villanía de un amigo. Se olvidaban las miserias, lo cual era mejor que consolarse; pero el olvido duraba lo que un relámpago. Una vez el loco se alejaba, la realidad volvía a apoderarse de ellos y las calles eran calles de nuevo, porque los corredores suntuosos se habían ido con Rubião. Y más de uno sentía pena por el pobre diablo; comparando las dos suertes, más de uno agradecía al cielo la parte que le había tocado —amarga pero consciente. Preferían su tugurio real que el alcázar fantasmagórico.