CLXXXIII

La vecina se rió. También se rió la madre. Confesó que el niño era una peste, la piel de Judas, que no paraba un momento. No podía perderlo de vista; a la menor distracción se iba a la calle. Y eso desde pequeño; a los dos años, allí mismo, se había salvado por un pelo de morir pisado por un coche. De no haber sido por un hombre que pasaba, un señor muy bien vestido que se había arriesgado a quitarlo de en medio, ahora habría estado bien muerto. En eso el marido, que llegaba por la acera opuesta, cruzó la calle e interrumpió la charla. Llevaba el ceño fruncido; entró en la tienda casi sin saludar a la vecina; la mujer fue a ver qué le pasaba. Él le contó lo de las burlas.

—Pasaron por aquí —dijo ella.

—¿Y no reconociste al hombre?

—No.

El marido cruzó los brazos y se quedó mirándola fija, silenciosamente. La mujer le preguntó quién era.

—Es el que nos salvó a Deolindo.

La mujer se estremeció.

—¿Lo viste bien?

—Perfectamente. Ya me lo había cruzado otras veces, pero no estaba así. ¡Pobre hombre! Y la mulatada gritando detrás. ¡Habráse visto! ¿No hay policía en este mundo?

Lo que a la mujer le dolía no era tanto la enfermedad del hombre, ni siquiera las burlas, sino la parte que en ellas había tenido su hijo —el mismo niño que ese hombre había salvado de la muerte. ¿Pero cómo iba a poder reconocerlo, saber que le debía la vida? Lo que le dolía era el encuentro, la coincidencia. Al final se contentó cargando ella con toda la culpa. Si hubiese sido más cuidadosa el niño no habría salido a mezclarse con la gente. Llena de inquietud, de vez en cuando temblaba. El marido le dio al niño dos besos en la frente.

—¿Tú viste toda la escena? —preguntó.

—Toda.

—Me hubiera gustado tomarlo del brazo y traerlo aquí; pero me dio vergüenza; los mulatos eran capaces de burlarse de mí. Miré para otro lado por si él me reconocía. ¡Pobre hombre! Pero fíjate que él no parecía oír nada; iba de lo más satisfecho, creo que hasta se reía… ¡Qué triste es volverse loco!

La mujer pensaba en la travesura del niño; decidió no contarle nada a su marido, le pidió a la vecina que no la mencionase y esa noche no se durmió hasta muy tarde. Se le había metido en la cabeza que años más tarde el hijo enloquecía, era castigado por la misma turba, y que ella, indignada, blasfemando, escupía hacia el cielo.