CLXXXII

Rubião ya no se preocupó por el coche ni por el escuadrón de caballería. Echó a andar hacia abajo, recorrió varias calles y finalmente subió por la de São José. Desde el Palacio Imperial no había dejado de hablar y gesticularle a alguien que imaginaba llevar del brazo y que era la emperatriz. ¿Eugenia o Sofía? Ambas eran una sola criatura —o más bien la segunda con el nombre de la primera. Viandantes se paraban a mirarlo; la gente corría a las puertas de las tiendas. Unos se reían, otros se mostraban indiferentes; algunos, después de verlo, desviaban los ojos para ahorrarles el triste espectáculo del delirio. Una turba de mulatos acompañaba a Rubião, algunos tan de cerca que le oían las palabras. Niños de toda suerte fueron uniéndose al grupo. Advirtiendo la curiosidad general, asumieron la voz de la multitud y empezó el griterío:

—¡Ahí va el loco! ¡Ahí va el loco!

Esos gritos llamaron la atención de otra gente, se abrieron las ventanas de muchos pisos, aparecieron curiosos de ambos sexos y todas las edades, un fotógrafo, un tapicero, tres o cuatro figuras juntas, muchas cabezas apiñadas, inclinadas, espiando, acompañando al hombre que le hablaba a la pared con ademanes grandiosos y corteses.

—¡El loco! ¡El loco! —berreaban los golfos.

Uno de ellos, mucho menor que los demás, se agarraba a los pantalones de un larguirucho. Estaban ya en la Rua da Ajuda. Rubião seguía sin oír nada; pero en el momento en que oyó algo, supuso que eran aclamaciones e hizo una reverencia agradecida. El griterío aumentaba. En eso se distinguió la voz de una mujer que estaba en la puerta de una colchonería.

—¡Deolindo! ¡Deolindo, ven a casa!

Deolindo, el niño agarrado a los pantalones de otro mayor, no obedeció; es posible que no hubiese oído, tal era el barullo y tanta la alegría del pequeño, que con voz aguda gritaba:

—¡El loco! ¡El loco!

—¡Deolindo!

Deolindo intentó huir de la mirada de su madre escondiéndose entre los otros; la madre, sin embargo, corrió hacia el grupo y se lo llevó a rastras. Realmente era muy pequeño para mezclarse en tumultos.

—Déjame ver, mamá…

—¡Te voy a dar!

Lo metió en la casa y se quedó en la puerta, mirando. Rubião se había parado; la mujer pudo verlo claramente, observarle los gestos, el pecho alto y el saludo que hizo con el sombrero.

—A veces los chiflados son graciosos —le dijo sonriendo a una vecina.

Los chicos no dejaban de gritar y reírse, y Rubião reanudó la marcha seguido por el mismo coro. A la puerta de la tienda, viendo alejarse el grupo, Deolindo, llorando, le pedía a su madre que lo dejase ir o lo llevase ella misma. Cuando perdió la esperanza, reunió todas sus energías en un solo grito estridente:

—¡Ahí va el loco!