CLXXXI

Rubião escuchó en silencio el discurso del mayor. El casamiento sería dentro de un mes y medio; el novio tenía que acabar los arreglos de la casa; no era ningún capitalista, vivía al día y había tenido que recurrir a préstamos. La casa era la misma en donde había vivido siempre y, aunque no exigía trastos nuevos ni lujosos, siempre había alguna necesidad… En suma, al cabo de un mes y medio, o cinco semanas cuando menos, estarían unidos por los santos lazos del matrimonio.

—Y yo me quito el fardo de encima —concluyó el mayor.

—¡Vamos! —protestó Rubião.

La hija se reía; estaba acostumbrada a las gracias de su padre, y tan dispuesta a ser feliz que nada la avergonzaba; ni siquiera le habría molestado que el padre se refiriese a los cuarenta años pasados. Todas las novias tienen quince años.

—Ya verá cómo después la echa en falta —le dijo Rubião a doña Tonica.

—¡Qué va! ¡A lo mejor yo también me caso!

De pronto Rubião se levantó y dio unos pasos. El mayor, que no le había visto la cara, no podía advertir que el espíritu del hombre estaba a punto de descarrilar, y que él mismo lo presentía. Le dijo que se sentara y empezó a hablarle de sus tiempos de hombre casado y de las campañas. Cuando llegó al relato de la batalla de Monte-Caseros, con las marchas y contramarchas propias de su forma de hablar, tenía ante sí a Napoleón III. Silencioso al principio, Rubião profirió algunas palabras de elogio, aludió a Solferino y Magenta, prometió al mayor una condecoración. Padre e hija se miraron mutuamente; el mayor dijo que se avecinaba un chubasco. En efecto, el cielo estaba levemente encapotado. Era mejor que Rubião se marchase antes de que empezara a llover; no había traído paraguas y él tenía uno solo, y viejo…

—En seguida llegará mi coche —replicó Rubião serenamente.

—No creo, ha ido a esperarlo al parque. ¿No ves el coche desde allí, Tonica?

La mujer hizo un gesto vago y apático. No quería mentir, pero tenía miedo y deseaba que Rubião se fuese. Desde la casa era imposible ver el parque da Aclamaçâo. Pero el mayor ya había tomado a Rubião del brazo y lo empujaba hacia la puerta.

—Vuelva mañana, más tarde, cuando quiera.

—¿Pero por qué no he de esperar a que venga el coche? —preguntó Rubião—. La emperatriz no debe mojarse…

—La emperatriz ya se ha ido.

—Mal hecho. Muy mal hecho de parte de Eugenia. General… ¿Por qué ha de quedarse usted siempre en mayor? General, he visto el retrato de su yerno; me gustaría regalarle el mío. Mande buscarlo a las Tullerías. ¿Dónde está el coche?

—Lo está esperando en el parque.

—Mande llamarlo.

Doña Tonica, que estaba en la ventana, dijo entre dientes: Ahí viene Rodrigues.

Y volvió a mirar la calle, inclinándose y sonriendo, mientras en la sala su padre seguía guiando a Rubião hacia la puerta, sin violencia pero tenazmente. Rubião se paraba, lo reprendía:

—¡General, que soy su emperador!

—Sin duda. Pero acompáñeme, Majestad.

Habían llegado a la puerta; el mayor abrió el cancel justo cuando Rodrigues ponía el pie en el umbral. Doña Tonica se precipitó a recibir a su novio, pero el vano estaba obstaculizado por su padre y Rubião. Rodrigues se quitó el sombrero, mostrando el cabello áspero y grisáceo; tenía las mejillas enjutas llenas de pecas, pero la sonrisa era benévola y humilde —más humilde que benévola— y, pese a la trivialidad del gesto y la persona toda, era un hombre agradable. Los ojos nos reflejaban el mismo asombro que en la fotografía; ese efecto había sido producto del énfasis puesto por él en la pose para que el retrato quedara bonito.

—Este caballero es mi futuro yerno —le dijo el mayor a Rubião. Y guiñando un ojo le preguntó a Rodrigues—: ¿Verdad que en el parque ha visto un coche y un escuadrón de caballería?

—Creo que sí.

—¿No se lo he dicho? —exclamó Siqueira volviéndose hacia Rubião—. Ande, doble por la Rua de São Lourenço y vaya derecho hasta el parque. Adiós, hasta mañana.

Rubião bajó tres escalones —había cinco— y se detuvo ante el recién llegado; mirólo unos instantes, declaró que celebraba conocerlo y le recomendó que fuese buen esposo y buen yerno. ¿Cómo se llamaba?

—João José Rodrigues.

—Rodrigues. He de enviarle una cintita para la solapa. Será mi regalo de boda. Hágame acordar, Siqueira.

Siqueira lo tomó del brazo para hacerlo bajar los dos últimos escalones y ponerlo en la calle.

—¿En el parque, ha dicho?

—En el parque.

—Adiós.

Desde la calle, Rubião aún miró las ventanas y se llevó la mano al sombrero para saludar a doña Tonica; pero doña Tonica estaba en la sala, donde Rodrigues acababa de entrar fresco y delicioso como la primera rosa del verano.