Esa vez tuvo la suerte de encontrarse con el mayor Siqueira.
—Precisamente iba a su casa. ¿Va para allí?
—Sí; pero ya no vivimos en la misma casa; nos hemos mudado a Cajueiros, a la Rua da Princesa…
—Vamos adonde sea.
Rubião necesitaba un trozo de cuerda que lo atara a la realidad, porque volvía a sentirse presa del vértigo. Mientras tanto habló con tal acierto y propiedad que el mayor, creyéndolo en pleno juicio, le dijo:
—¿Sabe que tengo que darle una gran noticia?
—Adelante, pues.
—Será cuando lleguemos.
Llegaron. Era una casa soleada; Doña Tonica fue a abrirles el cancel. Llevaba pendientes y un vestido nuevo.
—Mírela bien —dijo el mayor tomándola por la barbilla.
Doña Tonica retrocedió avergonzada.
—La estoy mirando —respondió Rubião.
—¿No ve a una persona que se va a casar?
—¡Ah, la felicito!
—Pues así es, se va a casar. Ha costado mucho, pero al fin se hace. Ha encontrado por ahí un novio que la adora, como todos. Yo, cuando era novio, adoraba tanto a mi finada que era para no creérselo… Pues se va a casar. Ha conseguido un novio. Ha costado, pero lo ha conseguido. Una persona seria, de mediana edad; suele venir por aquí a pasar las noches. Por la mañana, cuando va para la repartición, creo que golpea la ventana, o ella ya lo está esperando. Yo hago ver que no lo veo.
Doña Tonica negaba con la cabeza, pero sonriendo de modo que parecía asentir. ¡Estaba tan radiante! Ni se acordaba de que había intentado conquistar a Rubião, de que él había sido una de sus últimas esperanzas, si no la última. Entraron en la sala. Doña Tonica fue hasta la ventana, se volvió, empezó a pasearse, reconciliada con la vida.
—Buena persona —repitió el mayor—. De buena pasta. Anda, Tonica, ve a buscar el retrato. Ve a buscar a tu novio…
Doña Tonica fue a buscar el retrato. Era una fotografía; representaba a un hombre de mediana edad, pelo corto, ralo, expresión de asombro, cara chupada, cuello fino y chaqueta abotonada.
—¿Qué le parece?
—Muy bien.
Doña Tonica recibió el retrato y estuvo un momento mirándolo; pero en seguida apartó los ojos y permaneció sentada, mientras su imaginación salía a esperar a Rodrigues. Llamábase Rodrigues. Era más bajo que ella —cosa que no se advertía en el retrato— y empleado en una repartición del Ministerio de Guerra. Viudo, con dos hijos, uno que estaba en el batallón de menores y otro —doce años— condenado a muerte por la tuberculosis. ¿Qué importaba? Era su novio; todas las noches, antes de acostarse, doña Tonica se arrodillaba ante la imagen de Nuestra Señora, su madrina, agradecía el favor y pedíales que la hiciera feliz. Soñaba ya con un hijo; se llamaría Alvaro.