CLXXIX

Desde el día de la crisis de gobierno Rubião no volvió a la casa de doña Fernanda; nada supo de la presidencia ni de la partida de Teófilo. Vivía entre su perro y un criado, sin grandes crisis ni largos reposos. El criado hacía regularmente el servicio, obtenía gratificaciones y a menudo recibía el título de marqués. Además se divertía. Cuando al amo le daba por hablar con las paredes, corría a espiarlo; asistía al diálogo, porque Rubião atendía a las palabras de ellas y respondía como si le hiciesen preguntas. De noche salía a charlas con amigos del vecindario.

—¿Cómo está el loco?

—Está bien. Hoy le pidió al perro que cantara algo; el perro se puso a ladrar y él se moría de gusto, pero un gusto de gran personaje. Es que cuando le da el ataque parece que gobernara el mundo. Ayer mismo, mientras almorzaba, me dijo: «Marqués Raimundo, quiero que te…». Y el resto le salió tan embrollado que yo no entendí nada. Al final me dio diez tostones.

—Te los habrás guardado deprisa…

—¡Tú qué crees!

Cuando Rubião salía del delirio, aquél palabrerío fantasmagórico se le transformaba, por momentos, en tristeza callada. La conciencia luchaba por sacudirse los restos del estado anterior que se le habían quedado adheridos. Era como un hombre volviendo dolorosamente desde un abismo, trepando por las paredes, arrancándose la piel, perdiendo las uñas para llegar arriba, deseoso de no caer otra vez. Entonces iba a visitar a sus amigos, nuevos algunos, otros viejos como el mayor o el doctor Camacho.

Éste, desde hacía un tiempo, se había vuelto menos locuaz. Ni siquiera la política le alimentaba los discursos de antaño. Cuando veía asomarse a Rubião a la puerta del despacho hacía un gesto de impaciencia que en seguida disimulaba; el otro notaba el cambio y se perdía en conjeturas; pensaba si por descuido le había hecho alguna ofensa, o si Camacho empezaba a odiarlo. Y para mitigar el tedio o el resentimiento hablaba con prudencia, risueño, intercalando largas pausas respetuosas, a la espera de que el otro dijese algo. En vano apelaba al marqués de Paraná, cuyo retrato seguía colgando de la pared; repetía las expresiones que le había oído a Camacho —¡Gran marqués! ¡Estadista consumado! Asintiendo con la cabeza, Camacho escribía sin cesar, consultando autos y teorías judiciales, de Lobão, de Coelho, de Rocha, citando, tachando, pidiéndole disculpas. Tenía que entregar un artículo ese mismo día. De pronto paraba para ir hasta un estante.

—Con licencia…

Rubião encogía las piernas para dejarlo pasar; él sacaba un volumen de las Ordenanzas del Reino y lo hojeaba, lo hojeaba, avanzando, volviendo atrás, al azar, sin buscar nada, con el único fin de echar al inoportuno; pero justamente por eso el inoportuno, se quedaba, y ambos se miraban disimuladamente. Camacho regresaba a su artículo. Para leer, ya sentado, inclinábase mucho a la izquierda, de donde le venía la luz, y a Rubião le daba la espalda.

—Aquí está muy oscuro —comentó éste un día.

Y no oyó respuesta alguna, tan absorto parecía el abogado en la lectura de los autos. Realmente lo debo estar estorbando, pensó nuestro amigo. Le observó el rostro serio e inmóvil, el gesto con que apretaba la pluma para continuar ese artículo interminable. Veinte minutos más de silencio absoluto. Al fin Rubião lo vio dejar la pluma, enderezar el torso, estirar los brazos y restregarse los ojos.

—Cansado, ¿verdad? —le dijo con interés.

Camacho hizo un gesto afirmativo y preparóse para seguir; nuestro hombre aprovechó el intervalo para ponerse en pie y despedirse.

—Volveré cuando esté usted menos atareado.

Le tendió la mano; Camacho se la estrechó sin fuerza y volvió a su papel. Rubião bajó la escalera herido por la frialdad de su ilustre amigo. ¿Qué le habría hecho?