Doña Fernanda aceptó la propuesta; no interrumpía la educación del hijo y sólo eran cuatro meses de alejamiento. Teófilo partió a los pocos días. La mañana del embarque, muy temprano, entró a despedirse de su gabinete de trabajo. Echó las últimas miradas a los libros, informes, presupuestos, manuscritos, a toda esa parte de la familia que sólo tenía expresión e interés para él. Había atado los papeles y los folletos para que no se mezclasen, e hizo grandes recomendaciones a su mujer. De pie en medio de la habitación, paseó los ojos por los estantes y entre todos ellos dispersó el alma. Despedíase así, con nostalgia genuina, de sus santos amigos. Para Doña Fernanda, que estaba a su lado, no pasaron más que los diez minutos de la ceremonia. Para Teófilo eran muchos años.
—Puedes estar tranquilo, yo los cuidaré. Todos los días quitaré el polvo.
Teófilo le dio un beso… Otra mujer lo habría recibido con tristeza, al ver que parecía amar más a los libros que a ella. Pero doña Fernanda se sintió afortunada.