CLXXVII

Doña Fernanda esperó, tan ansiosa como si el ministerio fuese para ella y pudiese darle algún placer ni amargo ni complicado. Pero una vez que su marido estuviese satisfecho, pensaba, todo mejoraría. Teófilo volvió a las cinco y media. Por el aspecto vio que venía contento. Corrió a tomarle las manos.

—¿Y bien?

—¡Pobre Nana! Aquí estamos, con un paquete en los hombros. El marqués me pidió insistentemente que aceptase una presidencia de primer orden en la Cámara. Como no pudo incluirme en el gabinete, donde sin embargo tenía un lugar reservado, quiso y pidió que yo participase en la responsabilidad política y administrativa del gobierno asumiendo una presidencia. En ningún caso puede prescindir de mi prestigio (son palabras de él) y espera que asuma en la Cámara el puesto de jefe de la mayoría. ¿Qué opinas?

—Que aceptemos el paquete —respondió doña Fernanda.

—¿Crees que podía negarme?

—No.

—No podía. Ya sabes que a un gobierno amigo no se le pueden negar este tipo de favores; de lo contrario hay que dejar la política. El marqués me trató muy bien. Yo ya sabía que era un hombre superior, ¡pero hubieras visto que risueño y afable! También quiere que vaya a una reunión con los ministros y algunos amigos, pocos, media docena. Y ya me ha confiado, reservadamente, el programa de gobierno…

—¿Cuándo partimos?

—No lo sé. Tengo que verlo mañana por la noche. La reunión es a la ocho… ¿Pero no crees que hice bien en aceptar?

—Claro que sí.

—Si hubiese dicho que no me habrían criticado, y con razón. En política, lo primero que se pierde es la libertad. Claro que tú, si quieres, puedes quedarte aquí. Las cámaras empezarán a sesionar dentro de cuatro o cinco meses; apenas tendré tiempo de echar un vistazo.