CLXXVI

El día siguiente, a la hora del almuerzo, un bedel llevó a Teófilo una carta.

—¿Un bedel?

—Sí, señor. Dice que viene de parte del señor presidente del Consejo.

Teófilo abrió el sobre con mano temblorosa. ¿Qué sería? Había leído en los periódicos la relación de nuevos ministros; el gabinete estaba completo. No había divergencia en cuanto a los nombres. ¿Qué sería? Sentada frente a su marido, Doña Fernanda procuraba leerle en el rostro el texto de la carta. Atisbo una claridad; vio que en la boca asomaba una sonrisa de satisfacción —de esperanza, al menos.

—Dígale que espere —ordenó Teófilo al criado.

Fue al estudio y minutos después volvió con la respuesta. Sentóse a la mesa en silencio, dando tiempo a que el criado entregase el sobre al bedel. Esta vez, como estaba prevenido, oyó los pasos del caballo, luego el galope calle abajo, y se sintió bien.

—Lee —dijo.

Doña Fernanda leyó la carta del presidente del Consejo; pedía a Teófilo que fuese a hablar con él dos horas más tarde.

—¿Entonces el gabinete…?

—Está completo —se apresuró a afirmar el diputado—. Ya han nombrado todos los ministros.

No creía del todo en lo que estaba diciendo. Imaginaba alguna vacante de última hora y la necesidad de llenarla.

—Será alguna consulta política. Tal vez quiere conversar sobre el presupuesto, o encargarme un estudio.

Habiendo dicho eso para decepcionar a la mujer, sintió que las hipótesis eran sensatas y volvió a derrumbarse; pero tres minutos después las burbujas de la esperanza volvían a bailotear ante sus ojos, no dos ni cuatro sino un torbellino que nublaba el aire.