CLXXIV

Cuando al atardecer Rubião llegó a la casa de doña Fernanda, un criado le dijo que no podía subir. La señora se hallaba indispuesta; el señor le estaba haciendo compañía; al parecer esperaban al médico. Nuestro amigo se retiró sin insistir.

Era al revés; quien estaba enfermo era el señor, y la señora lo estaba acompañando; pero el criado no podía corregir el mensaje que le habían dado. Otro criado había sospechado, cierto, que el enfermo era él, y no ella, porque lo había visto entrar abatido. Arriba, en la habitación de ambos, había un rumor de voces, ora altas, ora bajas, con intervalos de silencio. Una criadita que subió de puntillas bajó diciendo que había oído al amo lamentarse; probablemente la señora había hecho algo malo. Abajo, una charla sorda, oídos atentos, conjeturas; les llamaba la atención que de arriba no hubieran pedido agua, cualquier medicina, al menos un caldo. La mesa puesta, el criado encorbatado, el cocinero orgulloso e inquieto… ¡Justo una de sus mejores cenas!

¿Qué pasaba? Teófilo aún conservaba la expresión de abatimiento con la que había entrado. Estaba sentado en un canapé, sin chaleco, los ojos perdidos. A su lado, sentada también, tomándole una mano, doña Fernanda decíale que se calmase, que no valía la pena. Y se inclinaba para verle el rostro, lo atraía hacia ella, procuraba que recostase la cabeza en su hombro…

—Déjame, déjame —murmuraba él.

—¡No vale la pena, Teófilo! ¿Qué importancia tiene un ministerio? ¿Tanto vale un cargo fugaz, lleno de disgustos, de insultos, de esfuerzos para nada? ¿No es mejor la vida tranquila? Acepto que es una injusticia, tú has prestado muchos servicios; ¿pero tan enorme es la pérdida? Vamos, amor mío, cálmate; vamos a cenar.

Tirándose de una de las patillas, Teófilo se mordía los labios. No hacía el menor caso a lo que la mujer decía, ni exhortaciones ni consuelos. Había oído las conversaciones de la noche anterior y de esa mañana, las combinaciones políticas, los nombres mencionados, los rechazados y los incluidos. En ninguna combinación entraba él, y el caso era que había hablado con mucha gente sobre el verdadero cariz de la situación. Unos los escuchaba con atención, otros con impaciencia. En cierto momento los ojos del organizador habían parecido interrogarlo; pero el gesto había sido fugaz e ilusorio. Ahora Teófilo recomponía la agitación de tantas horas y lugares —se acordaba de los que lo habían mirado de reojo, los que habían sonreído, los que tenían la misma cara que él. Al final había dejado de hablar; las últimas esperanzas se le extinguían en los ojos como bujías de madrugada. Había oído los nombres de los ministros, se había visto obligado a darlos por buenos; ¡pero qué fuerza habría necesitado para articular una sola palabra! Temía que le descubriesen el abatimiento o el despecho, y todos sus esfuerzos acababan por acentuarlos todavía más. Palidecía, le temblaban las manos.