—¡Así que Teófilo va a ser ministro! —exclamó Carlos María. Y un instante después—: Creo que será un buen ministro. ¿Te gustaría que yo también lo fuese?
—¿Qué remedio, si tú quieres?
—O sea que preferirías que no —dijo Carlos María.
«¿Qué debo responder?», pensó ella escrutando el rostro del marido.
Y él, riendo:
—Confiesa que me adorarías aunque fuese un simple bedel.
—¡Tú lo has dicho! —exclamó la joven echándole los brazos al cuello.
Carlos María le acarició el pelo y, serio, murmuró:
—Bernadotte fue rey y Bonaparte emperador. ¿Te gustaría ser reina de Suecia?
Ni María Benedita entendió la pregunta ni él se la explicó. Para explicarla habría hecho falta decir que acaso ella llevara un Bernadotte en su vientre; pero esa suposición implicaba un deseo, y el deseo una confesión de inferioridad. Carlos María volvió a abrir las manos sobre la cabeza de su mujer, en un ademán que parecía significar: «María, has escogido la mejor parte…». Y fue como si ella lo entendiese perfectamente.
—¡Sí! ¡Sí!
El marido sonrió y volvió a abrir la revista inglesa. Ella, pegada al sofá, le pasaba los dedos por el pelo, leve y en silencio para no molestarlo. Él leía, leía, leía. María Benedita fue atenuando la caricia y retirando los dedos poco a poco, hasta que salió de la sala, donde Carlos María seguía leyendo un estudio de Sir Charles Little, M.P., sobre la famosa estatuilla de Narciso que hay en el Museo de Nápoles.