—¡Magnífico! ¡Así es como los quiero ver siempre! —exclamó una voz desde la terraza.
María Benedita se apartó rápidamente del marido. Una de las tres puertas que comunicaban la terraza con la sala estaba abierta. Por ella había llegado la voz; por ella espiaba y reía la cabeza de Rubião. Hasta ese momento no lo habían visto. Carlos María, sin levantarse, lo miraba serio, en actitud de espera. Y la cabeza reía, con sus espesos bigotes puntiagudos, mirando a la pareja y repitiendo:
—¡Magnífico! ¡Así es como los quiero ver siempre!
Entró, tendióles una mano que ellos recibieron sin afecto, prodigó frases de admiración y elogio para María Benedita, ella tan guapa, él tan gallardo; observó que ambos llevaban el nombre de María, suerte de predestinación, y acabó informándolos de que había caído el gobierno.
—¿Ha caído el gobierno? —preguntó involuntariamente Carlos María.
—En la ciudad no se habla de otra cosa. Me sentaré sin pedir licencia, ya que no me han ofrecido una silla —continuó Rubião, afirmando los brazos en el bastón—. Pues en efecto, el gobierno ha presentado su dimisión. Tendré que organizar otro. Ha de entrar Palha, nuestro querido Palha, primo de usted, y también usted mismo: si le complace la idea, será ministro. Necesito un buen gabinete, gente amiga y sólida, capaz de dar la vida por mí. Convocaré a Morny, a Pío, a Camacho, a Rouher, al mayor Siqueira. ¿Se acuerda usted del mayor, señora? Creo que le daré el Ministerio de Guerra; no conozco hombre más idóneo para los asuntos militares.
Aburrida e impaciente, María Benedita se paseaba por la sala a la espera de que su marido ordenase algo; éste, con los ojos, le dijo que se fuese; sin aguardar otro gesto, ella pidió licencia al huésped y retiróse. Una vez hubo salido, Rubião volvió a elogiarla —es una flor, dijo; y riendo se corrigió: dos flores, creo que hay aquí dos flores. ¡Nuestro Señor las bendiga! Carlos María le tendió la mano a modo de despedida.
—Mi querido señor…
—¿Puedo incluirlo en el gabinete? —preguntó Rubião.
No oyendo respuesta alguna, entendió que sí y prometióle un buen puesto. El mayor se ocuparía de la Guerra, Camacho de Justicia. ¿Acaso no los conocía? «Dos grandes hombres, Camacho aún mayor que el otro». Y obedeciendo a Carlos María, que echó a andar en dirección a la puerta, Rubião empezó a retirarse sin sentir que lo hacía; pero no lo hizo tan pronto. En la terraza, antes de bajar la escalinata, refirió varios hechos de guerra. Por ejemplo, había devuelto Alemania a los alemanes; era bello y político. Ya antes había dado Venecia a los italianos. No necesitaba más territorios; las provincias del Reno, sí, pero sobraba tiempo para ir a buscarlas.
—Mi querido señor… —insistió Carlos María tendiéndole la mano.
Lo despidió y cerró la puerta; Rubião profirió aún unas palabras y bajó los escalones. María Benedita, que los había estado espiando desde el fondo, se acercó a su marido, lo tomó de la mano y se quedó mirando cómo Rubião atravesaba el jardín. No caminaba en línea recta, ni deprisa, ni callado; deteníase, gesticulaba, agarraba una rama seca, viendo en el aire mil cosas más guapas que la dueña de casa, más gallardas que el dueño. Ellos lo miraban desde la ventana y, ante cierto lance grotesco, María Benedita no pudo contener la risa; Carlos María, sin embargo, observaba plácidamente.