—¿Qué te ocurre? —preguntó María Benedita a su marido después de que se quedaran solos.
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
—Parecías molesto.
—No, no estaba molesto.
—Sí que estabas —insistió ella.
Carlos María sonrió sin responder. María Benedita le conocía bien esa sonrisa especial, inexpresiva, carente de ternura o censura, superficial y pálida. No se obstinó en averiguar; se mordió los labios y retiróse.
En la alcoba, durante un rato, no pensó en otra cosa que esa sonrisa muda y descolorida, señal de algún enfado cuya culpa no podía tener nadie más que ella. Y repasaba la conversación entera, todos los gestos que había hecho, sin descubrir nada que explicase la frialdad, o lo que fuese, de Carlos María. Quizás se había excedido con las palabras; era una costumbre suya: si estaba contenta ponía el corazón en las manos para repartirlo entre amigos y extraños. Carlos María reprobaba esa generosidad, porque le daba a su estado moral y doméstico un aire de gran fortuna y porque le parecía banal e inferior. María Benedita recordaba que en París, en medio de la colonia brasileña, había sentido más de una vez que sus expansiones producían ese efecto y las había reprimido. ¿Pero valdría lo mismo para doña Fernanda? ¿Acaso no era la artífice de la felicidad de los dos? Rechazó pues la hipótesis e intentó examinar otra. No encontrando ninguna volvió a la primera y, como siempre, le dio la razón a su marido. Realmente, por íntima y grata que fuese su buena amiga, no debía contarle las minucias de la vida; era una ligereza…
Las náuseas vinieron a interrumpir sus reflexiones. La naturaleza le imponía una razón de estado —la razón de la especie—, más imperiosa y alta que los tedios del marido. María Benedita cedió a la necesidad; pero pocos minutos después estaba junto a Carlos María, rodeándole el cuello con el brazo derecho. Él, sentado, leía una revista inglesa; tomóle la mano, que le colgaba sobre el pecho, y acabó la página.
—¿Me perdonas? —preguntó ella al verlo cerrar la revista—. De ahora en adelante seré menos parlanchina.
Sonriendo, Carlos María le tomó las dos manos y con la cabeza respondió que sí. Fue como si sobre ella cayese la luz; la alegría le penetró el alma. Se habría dicho que el mismo feto acusaba la sensación y bendecía a su padre.