El regreso de Carlos María y su mujer interrumpió los desvelos de doña Fernanda en lo relativo a Rubião. Fue a buscar la pareja a bordo y condújola a Tijuca, donde un viejo amigo de la familia de Carlos María, por orden de él, había alquilado y amueblado una casa. Sofía no fue hasta el vapor; mandó el coupé a esperar a los recién llegados en el muelle de Faroux, pero doña Fernanda ya tenía allí una calesa que los transportó, acompañados de ella y de Palha. Por la tarde, Sofía fue a visitarlos.
Doña Fernanda no cabía en sí de contenta. Las cartas de María Benedita los daban por felices; en los ojos y las maneras de la pareja pudo leer en seguida la confirmación de lo escrito. Con todo, parecían satisfechos. María Benedita no retuvo las lágrimas en el momento de abrazar a su amiga, ni ésta las suyas, y ambas se estrecharon como hermanas de sangre. Al día siguiente doña Fernanda preguntó a María Benedita si eran felices y, oyendo que sí, la tomó de las manos y contemplóla largamente sin hallar palabras. Apenas logró repetir la misma pregunta:
—¿Son felices?
—Sí —dijo María Benedita.
—No sabes cuánto bien me hace tu respuesta. No se trata sólo de los remordimientos que sentiría si ustedes no tuvieran la felicidad que imaginé darles, sino también de que es maravilloso ver felices a otros. ¿La quiere él como el primer día?
—Creo que más, porque yo lo adoro.
Doña Fernanda no entendió la frase. ¡Creo que más, porque yo lo adoro! La conclusión, ciertamente, no parecía responder a la premisa; pero era el caso de corregir nuevamente a Hamlet: «Hay entre el cielo y la tierra, Horacio, muchas más cosas que las que sueña tu dialéctica». María Benedita se puso a contarle el viaje, a devanar sus impresiones y reminiscencias; y, como poco después su marido se reuniese con ellas, recurría a la memoria de él para llenar sus propias lagunas.
—¿Cómo fue, Carlos María?
Carlos María recordaba, explicaba o rectificaba, pero sin interés, casi impaciente. Había adivinado que María Benedita acababa de confiar a la otra sus aventuras, y apenas podía encubrir el desagradable efecto que eso le producía. ¿Para qué decir que era feliz con él, si no podía ser de otro modo? ¿Y a qué divulgar sus cariños y palabras, sus misericordias de dios grande y amistoso?
Había condescendido en regresar a Río de Janeiro. María Benedita quería que la criatura naciera allí; el marido había cedido —de mala gana, pero cedido al fin. ¿Por qué de mala gana? Si difícil es explicarlo, no será menos entenderlo. En lo relativo a la maternidad, Carlos María tenía ideas personales y únicas, recónditas, que no le había confiado a nadie. Parecíale que por parte de la naturaleza era una impudicia hacer de la gestación humana un fenómeno público, expuesto a las miradas, inflado hasta la deformidad, sugestivo hasta la intrusión. De allí provenían sus deseos de soledad, de misterio, de ausencia. De buena gana se habría refugiado en el interior de una casa única, situada en lo alto de un cerro, vedada al mundo, sobre la cual un día descendiera su mujer con el hijo en brazos y la divinidad en los ojos.
No le hizo a su mujer ninguna propuesta al respecto. Habría tenido que discutir, y las discusiones no le gustaban; prefería ceder. Naturalmente, el sentimiento de María Benedita era el opuesto: se consideraba a sí mismo un templo divino y recatado en donde vivía un dios, hijo de otro dios. Acompañaba a la gestación un sinnúmero de tedios, dolores, incomodidades que ella ocultaba todo lo posible al marido; pero todo eso daba más valor a la criaturita. Puesto era condición de la llegada del fruto, aceptaba el mal con resignación —cuando no lo agasajaba con alegría. Cumplía cordialmente la función de la especie. Y repetía en silencio la respuesta de María de Nazaret: «Soy la sierva del Señor; hágase en mi Su voluntad».