—He conversado con el hombre; comprobé que tiene ideas delirantes. Si bien no soy alienista, creo que puede curarse… ¿Pero quiere que le cuente un hallazgo interesante?
—¿Cree que se curará? —dijo doña Fernanda sin atender a la pregunta del doctor Falcão.
El doctor Falcão era diputado, médico además y amigo de la casa, varón sabio, escéptico y frío. Doña Fernanda le había pedido el favor de que examinara a Rubião, poco después de que éste se trasladara a la casa de la Rua do Príncipe.
—Sí, creo que si se lo somete a un tratamiento regular se curará. Tal vez no haya antecedentes familiares de demencia. Hágalo ver por un especialista. ¿Pero no quiere saber cuál es mi interesante hallazgo?
—Dígamelo.
—Tal vez una conocida suya tenga algo que ver con la perturbación.
—¿Quién?
—Doña Sofía.
—¿De verdad?
—Habló de ella con mucho entusiasmo. Me dijo que era la mujer más espléndida del mundo y que, como no podía nombrarla emperatriz, al menos la nombraría duquesa; pero que no jugasen con él porque era capaz de hacer lo mismo que su tío, divorciarse y casarse con ella. Deduje que habrá sentido por ella una gran pasión; y, a causa de la intimidad, Sofía para aquí, Sofía para allá… Usted me disculpará, pero creo que fueron amantes…
—¡Oh, no!
—Es lo que creo, doña Fernanda. ¿Y por qué se sorprende? Yo casi no lo conozco; usted no hace mucho que la trata, ni ha tenido con ella mucha intimidad. Es posible que se hayan amado y que la violencia de la pasión… Supongamos que ella lo echó de su casa… Es cierto que el hombre tenía devaneos de grandeza; y quizá se haya juntado todo…
Avergonzada de oír aquello, doña Fernanda desvió la mirada; y sus melindres le impedían discutir el asunto. La sospecha le parecía falta de fundamento, absurda, inverosímil; no creería en un amor tan espurio ni aunque se lo confesara el propio Rubião. El médico, en suma, desvariaba. Y aunque no fuese así, ella no estaba dispuesta a darle crédito, no se lo daría. No podía creer que Sofía hubiese amado a aquel hombre, y no por él sino por ella, tan pura y correcta. Era imposible. Quiso defenderla; pero, pese a la intimidad que el doctor Falcão le había brindado, volvió a dejar el tema de lado y repitió la pregunta que había hecho antes.
—¿Entonces usted piensa que puede curarse?
—Puede ser, pero con mi examen no alcanza. Ya sabe que en casos así es mejor consultar a un especialista.
Poco después, ya en la calle, Falcão se reía de la resistencia de doña Fernanda a aceptar su hipótesis. «No hay duda de que algo hubo», decía para sí. «El hombre tiene una cara agradable, y no será un petimetre pero es de buena planta y lleva fuego en los ojos. No hay duda…» Y repetía ciertas frases de Rubião, evocaba el gesto y la tierna modulación de la voz, y la sospecha se le hacía cada vez más grave. «No hay duda…» Ahora le parecía imposible que no hubiesen sido amantes; encontraba ingenua la oposición de doña Fernanda —si es que no había sido un recurso para desviar la conversación. Tenía que ser eso…
En este punto, sin quererlo, el diputado se detuvo. Lo había asaltado una nueva sospecha. Tras unos instantes meneó la cabeza voluntariamente, como para desmentirla, como si la considerara absurda, y siguió andando. Pero la sospecha era terca y, apoderándose del interior del hombre, hizo caso omiso del hombre y de sus gestos. «¿No será que doña Fernanda también ha suspirado por él? ¿No será su cuidado una prolongación del amor, etc.?» Y así fueron naciendo preguntas que en lo hondo del doctor Falcão encontraban respuesta afirmativa. Resistió todavía, era amigo de la casa, sentía respeto por doña Fernanda, la sabía honrada; pero —iba pensando— bien podía ser que un sentimiento oculto, recatado, quién sabía si no provocado por la misma pasión de la otra… Existían tentaciones semejantes. El contagio de la lepra corrompía la sangre más pura; un triste bacilo era capaz de destruir el organismo más robusto.
Poco a poco las veleidades de la resistencia fueron cediendo a la noción de la posibilidad, la probabilidad y la certeza. Tenía noticia, cierto, de las obras de caridad de doña Fernanda; pero el caso aquel era nuevo. Esa dedicación especial a un hombre que no era habitual de la casa, ni viejo amigo, ni pariente, ni socio ni colega del marido, nada que por las relaciones, la sangre o la costumbre lo hiciese partícipe de la vida doméstica, resultaba inexplicable sin la presencia de un motivo secreto. Era amor, sin duda; curiosidad de mujer honesta, que podía desembocar en el vicio y el remordimiento. Había retrocedido a tiempo; le había quedado una simpatía mórbida… Y sin embargo, ¿quién sabía?