CLXV

Todo se hizo con tranquilidad. Palha alquiló una casita en la Rua do Príncipe, cerca del mar, donde metió a nuestro Rubião, el perro y algunos trastos. Rubião aceptó el cambio sin disgusto y, no bien le volvió el delirio, con entusiasmo. Estaba en su palacio de Saint-Cloud.

No ocurrió lo mismo con los habituales de su casa, que recibieron la noticia de la mudanza como un decreto de exilio. Todo en la antigua mansión era parte de sus vidas, el jardín, la reja, los arriates, los escalones de piedra, la ensenada. Se la conocían de memoria. Para ellos era entrar, colgar el sombrero y pasar a la sala. Habían perdido la noción de que era una casa ajena y estaban siendo obsequiados. Además estaba el vecindario. Cada uno de esos amigos de Rubião se había acostumbrado a ver a las personas del lugar, las caras de la mañana y las de la tarde, algunos incluso las saludaban como si fueran vecinos suyos. ¡Paciencia! Ahora irían a Babilonia, como los desterrados de Sión. Dondequiera que estuviese el Eufrates, encontrarían sauces en donde colgar las nostálgicas arpas —o, más propiamente, perchas de donde colgar los sombreros. Lo que los diferenciaba de los profetas era que, al cabo de una semana, volverían a tomar los instrumentos para tañirlos con la misma gracia y la misma fuerza; cantarían los viejos himnos, tan nuevos como el primer día, y Babel acabaría por ser la misma Sión, perdida y rescatada.

—Nuestro amigo necesita un tiempo de reposo —les dijo Palha en Botafogo, la víspera de la mudanza—. Habrán ustedes notado que no está muy bien. Tiene momentos de alejamiento, trastorno, confusión; y como va a hacer un tratamiento, es preciso que descanse. Le he encontrado una casita, pero aun así es posible que se traslade a un establecimiento de salud.

Lo escucharon atónitos. Uno de ellos, Pío, volviendo en sí más rápido que los otros, respondió que esa medida debía haberse tomado mucho antes; pero que para hacerlo era preciso tener sobre Rubião una influencia decisiva.

—Yo le dije muchas veces, de buena manera, que era indispensable que consultara un médico, pues en mi parecer no andaba bien del estómago… Era una forma de disfrazar el sentido, ¿comprende usted? Pero él siempre contestaba que no tenía nada, que digería perfectamente… «Y sin embargo está comiendo menos», le decía yo; «hay días que no come casi nada; está delgado, casi amarillo…». Ya entenderá que no podía decirle la verdad. Llegué incluso a hablar con un médico amigo mío; pero nuestro buen Rubião se negó a recibirlo.

Los otros cuatro confirmaban la invención con gestos de cabeza; era lo mínimo que se les podía pedir y lo máximo que les permitía el aturdimiento del golpe. Acabaron preguntando la dirección de la nueva casa para ir a visitarlo. ¡Pobre amigo! Cuando salieron de allí y se despidieron unos de otros, prodújose un fenómeno que no habían previsto; y era que no atinaban a separarse. No es que los uniese amistad o aprecio algunos; el propio interés los hacía mutuamente antipáticos. Pero era como si la costumbre de verse todos los días, en el almuerzo y la cena, los hubiera fundido; la necesidad los había vuelto soportables, y el tiempo mutuamente necesarios. En suma, los ojos de cada uno sufrirían con la ausencia de las caras, los gestos, las patillas, los bigotes, las calvas, los particulares ademanes y las formas de comer, hablar y estar de sus compañeros. Más que una separación, era una desarticulación.