Un solo incidente perturbó a Sofía en aquel día diáfano y brillante: un encuentro con Rubião. Había entrado en una librería a comprar una novela; mientras esperaba el cambio, vio entrar a su amigo. Apresuróse a volver el rostro y mirar los libros de un anaquel —unos libros de anatomía y de estadística. Recibió el dinero, lo guardó y con la cabeza gacha, rápida como una flecha, salió y enfiló calle arriba. La sangre se le sosegó cuando, en la Rua dos Ourives, miró hacia atrás y no vio a nadie.
Días más tarde iba a entrar en la casa de doña Fernanda cuando se topó con él al pie de la escalinata. Pensando que iba a subir, dispúsose a subir también, bastante recelosa; pero Rubião acaba de bajar, de modo que se estrecharon familiarmente las manos despidiéndose hasta más tarde.
—¿Viene aquí con frecuencia? —le preguntó Sofía a doña Fernanda después de contarle el encuentro.
—Ésta es la cuarta o quinta vez; pero sólo la segunda apareció delirando. En general está como hoy, sereno y hasta conversador. Claro que siempre algo dice que no está completamente bien. ¿No reparó usted en los ojos un poco vagos? Es eso, nada más; conversar, conversar bien. Créame, doña Sofía; este hombre podría curarse. ¿Por qué no consigue que su marido se lo tome a pecho?
—Cristiano tiene pensado mandarlo examinar; pero descuide usted, que yo le daré prisa.
—Estaría muy bien. Parece ser muy amigo de ustedes.
«¿Le habrá dicho en medio del delirio alguna inconveniencia sobre mí?», pensó Sofía. «¿Convendrá revelarle la verdad?»
Resolvió que no; el propio mal de Rubião explicaría cualquier inconveniencia. Prometió que presionaría a su marido, y de hecho esa misma tarde le expuso el asunto. Éste contestó que era un fastidio. Y preguntó qué interés tenía doña Fernanda en la locura de Rubião. ¡Que lo tratase ella misma! Era un embrollo tener que ocuparse de él y, probablemente, reunir y administrar el poco dinero que le quedaba, como había sugerido el doctor Teófilo. Un embrollo de mil demonios.
—Como si no tuviera suficientes problemas. Y además, ¿qué vamos a hacer? ¿Traerlo a casa? Supongo que no. ¿Entonces dónde meterlo? En una casa de salud… Sí, ¿pero y si no lo aceptan? No querrás que lo mande a Praia Vermelha… ¿Y las responsabilidades? ¿Has prometido que ibas a hablar conmigo?
—Sí, y aseguré que tú te harías cargo —respondió Sofía sonriendo—. Tal vez no cueste tanto como parece.
Siguió insistiendo. La compasión de doña Fernanda la había impresionado; le encontraba algo noble y distinguido y no dejaba de advertir que si tan interesada se mostraba, sin que su amistad con Rubião fuese estrecha ni antigua, era de buen tono no ser menos generosa.