Sofía se resignó a la reclusión. Tenía ya el alma tan confundida y difusa como el espectáculo exterior. Todas las imágenes y los pensamientos se perdían en el mismo deseo de amar. Es justo decir que, cuando emergía de esos vagos y oscuros estados de conciencia, intentaba huirles y dirigía el espíritu hacia otros asuntos; pero sucedíale como a quien tiene sueño y forcejea por velar: cada vez que despierta los ojos se le cierran, y vuelven a abrirse para cerrarse otra vez. Al fin apartó la vista de la lluvia y el cielo encapotado; y, para descansar, se puso a hojear la Revista dos Dous Mundos. Un día, en el mejor período de los trabajos del comité de las Alagoas, una mujer elegante casada con un senador le había preguntado:
—¿No lee usted la novela de Feuillet que está publicando la Revista dos Dous Mundos?
—Sí, la leo —había contestado Sofía—. Es muy interesante.
No era verdad, ni conocía la revista; pero al día siguiente le había pedido a su marido que la suscribiese; había leído la novela, también otras, y había empezado a hablar de todas las que iban saliendo. Abiertas las hojas de el ejemplar en cuestión, y acabado un relato, Sofía se encerró en su cuarto y recostóse en la cama. Como había pasado mal la noche, no le costó conciliar el sueño —un sueño profundo, ancho y sin imágenes, excepto hacia el final, cuando tuvo una pesadilla. Se hallaba frente al mismo cielo encapotado de ese día, pero en el mar, en la proa de una barca, echada de bruces, escribiendo con el dedo un nombre en el agua: Carlos María. Y las letras quedaban grabadas, y para mayor nitidez tenían ribetes de espuma. Hasta allí no había nada que pudiese inquietarla, a no ser el misterio, y sabido es que los misterios parecen naturales. Pero he aquí que el muro de nubes se rasga, y a los ojos de Sofía aparece nada menos que el dueño del nombre, avanza hacia ella, la toma en brazos y le dice palabras tiernas, análogas a las que meses atrás le dijera Rubião. Y las palabras, al contrario que las de éste, no la afligían; al contrario, las escuchaba con placer, medio inclinada hacia atrás, como a punto de desmayarse. La barca ya no era tal sino un carruaje, donde ella viajaba con su primo, las manos enlazadas, enamorada de un lenguaje de oro y sándalo. Tampoco en esto había nada de qué aterrarse. El terror vino cuando el carruaje se detuvo y numerosos rostros enmascarados lo rodearon, mataron al cochero, apuñalaron a Carlos María y tiraron el cadáver al camino. Luego el que parecía ser el jefe, ocupando el lugar del muerto, se quitaba la máscara y le rogaba que no temiese, que él la amaba cien mil veces más que el otro. Acto seguido le aferraba las muñecas y le daba un beso, pero un beso húmedo de sangre, que olía a sangre. Lanzando un grito de horror, Sofía se despertó. Al lado de la cama estaba su marido.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¡Ah! —suspiró Sofía—. He gritado, ¿no?
Palha no respondió nada; tenía la mirada perdida, pensaba en sus negocios. Entonces asaltó a la mujer el recelo de haber hablado realmente, murmurado alguna palabra, un nombre cualquiera —quizá el mismo que había escrito en el agua. Y entonces, alzando los brazos al aire, los dejó caer sobre los hombros del marido, cruzó las puntas de los dedos detrás de la nuca y, medio alegre, medio triste, murmuró:
—Soñé que te mataban.
Palha se enterneció. El hecho de que hubiera sufrido por él, aun en sueños, lo llenaba de piedad, pero de una piedad agradable —un sentimiento peculiar, íntimo, profundo, que lo impulsaba a desear nuevas pesadillas, para que lo asesinaran ante los ojos de ella y ella gritara angustiada, convulsa, dolorida, horrorizada.