En eso amainó un poco la lluvia y un rayo de sol logró rasgar la capa de nubes —uno de esos rayos húmedos que parecen lágrimas. Sofía pensó que aún tenía tiempo de salir; estaba ansiosa de ver, de caminar, de sacudirse el torpor, y esperó a que el sol barriese la lluvia y se apoderase del cielo y la tierra; pero el gran astro advirtió que la intención de ella era constituirlo en linterna de Diógenes y díjole al rayo húmedo: «Vuelve, vuelve a mi seno, rayo casto y virtuoso; no serás tú quien la conduzca adonde quiere llevarla su deseo. Que ame, si le parece bien; que responda a los billetes de sus pretendientes —si los recibe y no los quema—; pero no le sirvas tú de antorcha, luz de mi seno, hijo de mis entrañas, rayo hermano de mis rayos…».
Y el rayo obedeció, recogiéndose en el foco central, un poco asombrado del temor del sol, que tantas cosas ordinarias y extraordinarias ha visto. Entonces el velo de nubes volvió a hacerse espeso, y más oscuro, y la lluvia volvió a caer en grandes chaparrones.