CLIX

Si la mañana siguiente no hubiera sido lluviosa, otra habría sido la disposición de Sofía. El sol no siempre es garante de buenos pensamientos, pero al menos permite salir, y el cambio de espectáculo transforma las sensaciones. Cuando Sofía se despertó ya caía una lluvia densa y continua y tan bajas estaban las nubes, tan espesa era la cerrazón, que el cielo y el mar parecían una sola cosa.

Tedio por dentro y por fuera. Nada en qué recrear la vista o descansar el alma. Sofía guardó el alma en un ataúd de cedro, enterró el ataúd en la tumba del día y dejóse estar, genuinamente muerta. No sabía que los muertos piensan, que sustituyen las viejas nociones con una serie de nociones nuevas, y que salen del mundo criticándolo, tal como el público sale del teatro criticando la pieza y los actores. La muerta sintió que ciertas nociones y sensaciones continuaban vivas. Eran diversas, pero tenían un punto de partida común: la carta de la víspera y los recuerdos de Carlos María que le había despertado.

Estaba convencida de haber alejado para siempre esa imagen odiada, y he allí que reaparecía, sonreía, la miraba, le susurraba al oído las mismas palabras de frívolo egoísta e infatuado que un día la invitara al vals del adulterio para dejarla sola en medio del salón. Alrededor de esa imagen se presentaban otras; María Benedita, por ejemplo, esa mala persona a quien ella había rescatado del campo para darle el lustre de la ciudad, y que ahora, olvidándose de los favores, sólo atendía a sus ambiciones. Y también doña Fernanda, madrina de aquel amor, que con premeditación le había mostrado la carta con el post-scriptum confidencial. Sofía no se daba cuenta de que el placer de su amiga ante la noticia bastaba para explicar el olvido de la reserva; y menos aún quería indagar si la naturaleza moral de doña Fernanda sustentaba sus propias sospechas. Siguieron en la ronda otros pensamientos e imágenes, volvieron a aparecer los primeros, y todos se iban ligando y desligando. En eso se destacó un recuerdo del día anterior. El marido de doña Fernanda había envuelto a Sofía en una gran mirada de admiración. Ella en verdad, había estado en uno de sus días más brillantes; el vestido le subrayaba maravillosamente la gentileza del busto, la estrechez de la cintura y el delicado contorno de las caderas. Era foulard, color paja.

—Color paja[6] —acentuó Sofía, riendo, cuando doña Fernanda se lo elogió a poco de haber entrado—. En homenaje a este señor.

No es fácil disimular el placer que produce una lisonja; el marido sonrió, vanidoso, procurando leer en los ojos de los otros el efecto de esa minuciosa prueba de amor. Teófilo también elogió el vestido, pero era arduo mirarlo sin mirar también el cuerpo de la mujer; por eso la larga mirada que le había dedicado, bien que sin concupiscencia y casi sin reiteración. Ahora el recuerdo de aquel gesto sin doblez, de aquella admiración sin deseo, venía a plantarse en medio mientras Sofía pensaba en la maldad de la otra.

Carlos María, Teófilo… Como quedó expresado en el capítulo CLIV, otros nombres relampagueaban en el cielo de esa posibilidad. Y ahora todos acudían juntos, porque la lluvia seguía cayendo y el cielo y el mar se confundían en la misma cerrazón. Acudían todos, adosados a los correspondientes sujetos, y acudían incluso sujetos sin nombre —adventicios, ignorados— que alguna vez habían pasado por delante de ella, cantado el himno de la admiración y recibido el óbolo de la buena voluntad. ¿Por qué no había retenido a alguno de tantos para oírlo cantar y enriquecerlo? No es que los óbolos enriquezcan a nadie, pero existen otras monedas de valía no menor. ¿Por qué no había retenido uno solo de tantos nombres elegantes e incluso notables? Sin palabras, la pregunta le corría por las venas, por los nervios, por el cerebro, sin otra respuesta que la agitación y la curiosidad.