—¿Por qué no lo hacen ver por un médico? —preguntó una noche doña Fernanda, que había conocido a Rubião el año anterior—. Tal vez se cure.
—Parece que no es nada grave —respondió Palha—. Le dan esos accesos, pero son tranquilos, usted lo ha visto; ideas de grandeza que en seguida se le pasan. Y fíjese que el resto del tiempo conversa perfectamente. Con todo… ¿Su Excelencia qué opina?
Teófilo, el marido de doña Fernanda, respondió que sí, que era posible.
—¿Y qué hacía antes, o qué hace ahora? —preguntó a continuación.
—Nada, ni ahora ni antes. Era rico… pero gastador. Lo conocimos cuando llegó de Minas y, por así decir, le hicimos de guías en Río de Janeiro, pues hacía muchos años que no venía. Un buen hombre. Siempre dándose lujos, ¿te acuerdas? Pero no hay riqueza que no se agote cuando se entra a tocar el capital. Y eso fue lo que hizo él. Creo que hoy tiene muy poco…
—Si se empezara a tratar, usted podría salvarle ese poco haciéndose nombrar curador. Yo no soy médico, pero podría ser que su amigo mejorara…
—No digo que no. Realmente es una pena… Se lleva bien con todos y ofrece sus servicios. ¿Sabe que incluso estuvo a punto de entrar en nuestra familia? Pues sí, se quería casar con María Benedita.
—A propósito de María Benedita —interrumpió doña Fernanda. Y mirando a Sofía—: Me olvidaba de que traigo una carta suya para enseñársela; la recibí ayer. ¿Ya sabía que dentro de poco estarán de vuelta? Aquí la tiene.
Le entregó la carta a Sofía, que la abrió sin entusiasmo y la leyó con tedio. Era más que una vulgar carta transatlántica; era un depósito moral, una confesión íntima y completa de persona feliz y agradecida. Contaba los episodios más recientes del viaje, desordenadamente porque los viajantes destacaban por sobre todo y las mejores obras del hombre o la naturaleza valían menos que los ojos que las miraban. A veces un incidente callejero o de hospedaje ocupaba más papel y tenía más interés que otros, por la necesidad de poner de relieve las cualidades del marido. María Benedita lo amaba tanto o más que el primer día. Al final, tímidamente, en un post-scriptum, pidiendo que no fuese dicho a nadie, confesaba que iba a ser madre.
Sofía dobló el papel, no ya con tedio, sino con despecho, por dos motivos que se contradecían; pero la contradicción es una ley de este mundo. Comparada esa carta con las que ella había recibido de la joven, se habría dicho que la consideraba apenas una conocida sin lazo alguno de sangre o de afecto; y sin embargo, por su parte, Sofía no quería ser confidente de aquella felicidad musitada al otro lado del océano, llena de minucias, de adjetivos, de exclamaciones, del nombre de Carlos María, de los ojos de Carlos María, de los dedos de Carlos María, hasta del hijo de Carlos María. Parecía adrede, y casi hacía pensar en la complicidad de doña Fernanda.
Hábil, sabiendo dominarse a tiempo, Sofía disimuló el despecho y, sonriendo, devolvió la carta de su prima. Quería decir que, a juzgar por el texto, la felicidad de María Benedita debía de estar intacta, pero la voz se le apagó en la garganta. Fue doña Fernanda quien aportó el comentario:
—¡Cómo se ve que es feliz!
—Así parece.