—Sofía —dijo Rubião de repente; y pausadamente continuó—: Los días pasan, Sofía, pero ningún hombre olvida a la mujer que lo quiso, o no merece llamarse hombre. Nuestro amor nunca será olvidado; no lo olvidaré yo, y estoy seguro de que tampoco tú. Me lo diste todo, Sofía; pusiste en peligro tu propia vida. Verdad es que yo te habría vengado, cariño mío. Si la venganza pudiese alegrar a los muertos, habrías tenido el mayor placer imaginable. Pero felizmente mi destino nos protegió y pudimos amarnos sin penas ni sangre…
La mujer lo miraba atónita.
—No te asustes —prosiguió él—. No nos separaremos; no, no te estoy hablando de separación. No me digas que te morirías; sé que derramarías muchas lágrimas. Yo no, pues no vine al mundo para llorar, pero no por ello mi pena sería menor; al contrario, las penas que más duelen son las que se guardan en el corazón. Las lágrimas son sanas porque con ellas nos desahogamos. Querida amiga, si te hablo así es porque es preciso que tengamos cautela; nuestra insaciable pasión puede llevarnos a olvidar esta necesidad. Nos hemos arriesgado mucho, Sofía; nacidos como hemos el uno para el otro, nos parece que estamos casados y corremos enormes riesgos. Oye, querida, oye, alma de mi alma… ¡La vida es bella! ¡La vida es grande! ¡La vida es sublime! Contigo al lado, sin embargo, no hay palabra que alcance a describirla. ¿Te acuerdas de nuestra primera cita?
Mientras decía las últimas palabras, Rubião quiso tomarle la mano. Sofía retiróla a tiempo; estaba desorientada, no entendía y tenía miedo. Él había ido alzando la voz, el cochero podía oír algo… Y entonces la asaltó una sospecha: tal vez la intención de Rubião fuese justamente hacerse oír, para obligarla mediante el terror —o bien para que la difamaran. Sintió el impulso de arrimarse a él, pedir auxilio a gritos y salvarse por el escándalo.
Tras una breve pausa, él continuó en voz baja.
—Yo la recuerdo como si hubiese sido ayer. Tu llegaste en un coche. No era éste, sino un coche de alquiler, una calesa. Descendiste medrosa, con el velo en el rostro; temblabas como un junco… Pero mis brazos te ampararon… El sol de aquel día debió detenerse, como cuando obedeció a Josué… Y con todo, flor mía, las horas aquellas, no sé por qué, se hicieron largas como el diablo; en rigor, habrían tenido que ser cortas. Tal vez fuera porque nuestra pasión no iba a acabar, no acabó ni ha de acabar nunca… En compensación, no vimos más el sol; iba cayendo al otro lado de las montañas cuando mi Sofía, temerosa aún, salió a la calle y subió a otra calesa. ¿Otra o la misma? Creo que fue la misma. No imaginas cómo me quedé; parecía un tonto, besé todo lo que habías tocado, hasta el marco de la puerta. Me parece que esto ya te lo he contado. El marco de la puerta. Y a punto estuve de arrastrarme besando los peldaños de la escalera… Mas no lo hice; recogíme, cerré la puerta para que no se disipase tu perfume; violetas, si no recuerdo mal…
No, no era posible que el propósito de Rubião fuera sugerir al cochero una aventura mentirosa. La voz era tan débil que Sofía apenas podía escucharla; y si le costaba oír las palabras, el sentido se le escapa del todo. ¿A cuento de qué venía esa historia inventada? Cualquiera que la hubiese oído la habría dado por cierta, tan sincero era el tono, la dulzura de los términos y la verosimilitud de los pormenores. Y, suspirando, él continuaba con sus bellos recuerdos…
—¿Pero qué disparates son éstos? —lo interrumpió al fin.
Nuestro amigo no le respondió; prendado de la imagen que tenía ante los ojos, hizo caso omiso a la pregunta y prosiguió. Le citó un concierto de Gottschalk. El divino pianista melodiaba al piano; ellos oían, pero el demonio de la música obró el encuentro de sus ojos, y ambos se olvidaron del mundo. Al cesar la música rompieron los aplausos y ellos despertaron. Pero despertaron, ¡ay!, con la mirada de Palha encima, pupilas de onza brava. Aquella noche él temió que su marido la matara.
—Señor Rubião.
—Napoleón no: llámame Luis. Pues soy tu Luis, ¿no es verdad, grácil criatura? Tuyo, tuyo, dilo así. Tu Luis, tu querido Luis… Ay, si supieses cómo me gusta oír esas palabras: «¡Mi querido Luis!». Y tú eres mi Sofía —la dulce, la mimosa Sofía de mi alma. No dejemos que estos momentos se pierdan; digámonos cosas tiernas; más bajo, susurrando, para que no escuchen los rufianes del pescante. ¿Por qué habrá cocheros en el mundo? Si el coche anduviera por sí mismo, podríamos hablar a gusto e ir hasta el fin del mundo.
Enfilaban ya el Paseo Público. Sofía no se percató. Miraba fijamente a Rubião; no podían ser cálculos de perverso, ni sonaba como una burla… Era delirio, simplemente; Rubião irradiaba la sinceridad del que realmente vive o ve las cosas que está diciendo.
«Tengo que sacarlo de aquí», pensó la mujer. Y armándose de valor le preguntó:
—¿Dónde estaremos? Creo que es hora de separarnos. Fíjese por allí; ¿dónde estamos? Aquello parece el convento. Sí, estamos en el Largo da Ajuda. Dígale al cochero que pare; o, si quiere, puede apearse en el Largo da Carioca. Mi marido…
—Lo nombraré embajador —dijo Rubião—. O senador, si él quiere. Puede que senador sea preferible; os quedaréis los dos aquí. Pues si fuera embajador, yo no podría consentir que tú lo acompañases; y las malas lenguas… Bien sabes los ataques que sufro, las calumnias… ¡Ah, turba de bellacos! ¿Convento da Ajuda, has dicho? ¿Por qué? ¿Quieres hacerte monja?
—No; digo que ya hemos pasado por el convento. Lo dejaré en el Largo da Carioca. ¿O vamos hasta el almacén de mi marido?
Sofía volvió a aferrarse a la segunda alternativa; de ese modo el cochero no sospecharía nada, y a Palha le probaría mejor su inocencia contándole todo, desde la inesperada irrupción en el coche hasta el delirio. ¿Pero qué delirio era ése? Pensó que acaso el motivo fuera ella misma, y la conjetura la hizo sonreír de piedad.
—¿Para qué? Me bajaré aquí mismo; es más seguro. ¿Por qué darle ocasión de que sospeche y te maltrate? Puedo castigarlo, es verdad, pero siempre me quedará el remordimiento del mal que te cause. No, hermosa flor amiga; puedes creer que si un viento se atreviese a tocarte, yo lo exiliaría del espacio por indigno. Vamos, Sofía, confiesa: tú aún no conoces bien todo mi poder.
Como Sofía no confesara nada, Rubião la lisonjeó y le ofreció el solitario que llevaba en el dedo; sin embargo ella, por mucho que amara las joyas y sintiera debilidad por los solitarios, rechazó medrosamente el regalo.
—Comprendo tus escrúpulos —dijo él—. Pero nada pierdes por ello, pues has de recibir una piedra aún más bella, y por mano de tu marido. Te haré duquesa. ¿Has oído? El título le será concedido a él, pero la razón eres tú. Duque… ¿Duque de qué? Buscaré un título bonito. O puedes escogerlo tú, ya que es para ti, no para él; es para ti, mimosa mía. No hace falta que lo digas ahora, vete a tu casa y piénsalo. No te inhibas; mándame decir cuál te parece más bonito e inmediatamente haré redactar el decreto. También puedes hacer otra cosa: lo eliges y me lo comunicas en nuestro próximo encuentro, en el lugar de costumbre. Quiero ser el primero en llamarte duquesa. Querida duquesa… Después vendrá el decreto. ¡Duquesa de mi alma!
—Sí, sí —dijo ella desesperada—. Pero avisemos al cochero que nos lleve al almacén.
—No, yo me bajo aquí… ¡Para! ¡Para!
Rubião levantó las cortinas y el lacayo abrió la puertecilla. Para aventar toda sospecha, Sofía volvió a pedirle a Rubião que la acompañase al almacén de su marido; díjole que éste necesitaba hablarle con urgencia. Rubião, un poco asombrado, miró el rostro de ella, el del lacayo y la calle; y contestó que no, que iría más tarde.