CLII

Sofía se había encogido en un rincón. Tal vez fuera lo insólito de la situación, tal vez miedo; pero principalmente era repugnancia. Nunca ese hombre le había despertado tanta aversión, asco o algo menos duro, si queréis, pero que en el fondo se reducía a la incompatibilidad —¿cómo decirlo para que no agravie los oídos?— a la incompatibilidad de la epidermis. ¿Adónde habían ido a parar los sueños de unos días antes? La simple invitación de un paseo a Tijuca le había bastado para subir con él la montaña al galope, desmontar, oír palabras de adoración y sentir un beso en la nuca. ¿Adónde habían ido a parar esas fantasías? ¿Adónde los ojos atentos y grandes, las manos anchas y amigas, los pies inquietos, las palabras amables y los oídos misericordiosos? Todo se olvidaba, todo desaparecía ahora que los dos estaban verdaderamente solos, aislados por el coche y el escándalo.

Y los caballos continuaban la marcha, moviendo las patas, arrastrando lentamente el coche por las piedras de la Rua Bela da Princesa. ¿Qué haría ella al llegar a Catete? ¿Iría a la ciudad con él? Pensó en seguir hasta la casa de alguna amiga; lo dejaría allí y le diría al cochero que se lo llevase. Le contaría todo a Cristiano. En medio de la agonía, cruzáronle la mente recuerdos banales, o extraños a la situación, como la noticia de un robo de joyas que había leído en el periódico matutino, la tormenta del día anterior, un sombrero. Al fin se concentró en una sola preocupación. ¿Qué iba a decirle a Rubião? Vio que él seguía mirando al frente, en silencio, con la barbilla apoyada en el pomo del bastón. No le sentaba mal esa actitud tranquila, seria, casi indiferente; ¿pero entonces para qué se había metido en el coche? Sofía quiso romper el silencio; dos veces movió nerviosamente las manos; empezó a sentirse irritada por la estolidez del hombre, cuya acción sólo podía explicarse por la antigua y violenta pasión. Entonces imaginó que debía de estar arrepentido, y se lo dijo en buenos términos.

—No veo de qué podría arrepentirme —respondió él volviéndose—. Cuando usted dijo que era incorrecto ir así a la vista de todos, me apresuré a bajar las cortinas. No estaba de acuerdo, pero obedecí.

—Hemos llegado a Catete —lo cortó ella—. ¿Quiere que lo lleven a su casa? No podemos ir juntos a la ciudad.

—Podemos pasear sin rumbo.

—¿Cómo?

—Sin rumbo: los caballos andan y nosotros seguimos conversando aquí dentro, sin que nos oigan ni nos adivinen.

—¡Por amor de Dios, cállese! Ande, bájese ahora mismo, o bajo yo y se ocupa usted del coche. ¿Qué es lo que quiere decirme? Faltan pocos minutos… Mire, ya hemos doblado hacia la ciudad; ordene ir a Botafogo, lo dejaré en la puerta de su casa.

—Pero es que salí de casa hace muy poco. Tengo que ir a la ciudad. ¿Qué tiene de malo que la lleve? Si se trata de que no nos vean, me bajaré en cualquier parte. En la playa de Santa Luzia, por ejemplo, del lado del mar.

—Mejor bájese aquí mismo.

—¿Pero por qué no podemos ir hasta la ciudad?

—No, no puede ser. ¡Se lo ruego por lo más sagrado! No haga un escándalo. Vamos, dígame qué hace falta para obtener algo tan simple. ¿Quiere que me arrodille aquí mismo?

Pese a la estrechez del espacio, empezó a doblar las rodillas; pero Rubião se apresuró a hacer que se sentara de nuevo.

—No es necesario que se arrodille —dijo con suavidad.

—Gracias. Pero se lo ruego por Dios, por su madre que está en el cielo.

—Seguro que está en el cielo —confirmó Rubião—. ¡Era una santa mujer! Todas las madres son buenas; pero de la mía, nadie que la haya conocido podrá negar que era una santa. Y virtuosa como pocas. ¡Qué ama de casa! Tanto le daba tener cinco huéspedes como cincuenta, de cada cosa se ocupaba en su hora y momento, y por eso se hizo famosa. Los esclavos la llamaban señora mamá… Y es que realmente era una madre para todos. Seguro que está en el cielo.

—Bien, bien —lo frenó Sofía—. Pues hágalo por el amor de su madre. ¿Sí?

—¿Qué cosa?

—Apearse aquí mismo.

—¿E ir a pie hasta la ciudad? No puedo. Son manías suyas; no nos ve nadie. Y luego estos caballos suyos son magníficos. Fíjese con qué lentitud golpean los cascos… Plas… Plas… Plas… Plas…

Cansada de rogar, Sofía guardó silencio, cruzó los brazos y se encogió todavía más, si era posible, en su rincón del coche.

«Ahora me doy cuenta», pensó. «Mando parar en la puerta del almacén de Cristiano; le cuento cómo se introdujo este hombre en el coupé, los pedidos que le hice y las respuestas que me dio. Eso será mejor que hacerlo bajar misteriosamente en cualquier calle.»

Rubião, mientras, seguía inmóvil. De vez en cuando hacía girar en el dedo el anillo de brillante, un espléndido solitario. No miraba a Sofía, no decía ni pedía nada. Iban como un matrimonio aburrido. Sofía empezaba a no comprender qué lo había llevado a subirse al coche. No podía ser simple necesidad de transporte. Tampoco vanidad; a la primera queja de ella había bajado las cortinas. Ni una palabra amorosa, ni una alusión remota, temerosa, devota, suplicante. Ese hombre era inexplicable: un monstruo.