Tan rápido fue todo que Sofía perdió la voz y el movimiento. Al cabo de unos segundos, sin embargo, dijo:
—¿Qué significa esto? Señor Rubião, dígale al cochero que pare.
—¿Que pare? ¿No dijo usted que esperaba el coche para salir?
—Sí, pero no para salir con usted… No ve que… Dígale que pare…
Desconcertada, estuvo a punto de dar la orden; pero el miedo a un posible escándalo la hizo cambiar de idea. El coupé había entrado en la Rua Bela da Princesa. Una vez más Sofía le pidió a Rubião que advirtiese la inconveniencia de ir así a la vista de Dios y de todo el mundo. Rubião respetó sus escrúpulos y le propuso que bajaran las cortinas.
—A mí no me parece mal que nos vean —dijo—. Pero, de todos modos, cerrando las cortinas no nos verá nadie. Si usted quiere…
Sin aguardar la respuesta bajó las cortinas de uno y otro lado y quedaron los dos a solas, pues si desde allí podían ver a quien pasase, desde fuera nadie podía verlos a ellos. Solos, completamente solos, como el día aquel que en casa de ella, también a las dos de la tarde, Rubião le había lanzado a la cara su desesperación. Allí, al menos, ella había estado libre; aquí, en el coche cerrado, no podía calcular las consecuencias.
Rubião, entretanto, había acomodado las piernas y no decía nada.