—¿Pero qué es este cambio? —preguntó Sofía cuando él apareció el fin de semana.
—Vengo a saber cómo anda su rodilla. ¿Está mejor?
—Sí, gracias.
Eran las dos de la tarde. Sofía había acabado de vestirse para salir, cuando la criada había entrado a decirle que estaba Rubião —con la cara tan distinta que parecía otro. Había bajado llena de curiosidad; lo había encontrado en la sala, de pie, leyendo las tarjetas de visita.
—¿Pero qué es este cambio? —repitió.
Sin el menor sentimiento imperial, Rubião contestó que había supuesto que los bigotes y la perilla lo favorecerían.
—¿O estoy más feo? —preguntó.
—Está mejor, mucho mejor.
Y Sofía pensó que acaso fuera ella la causa del cambio. Sentóse en el sofá y empezó a deslizar los dedos en los guantes.
—¿Va a salir?
—Sí, pero el coche aún no ha llegado.
Se le cayó uno de los guantes. Rubião se inclinó a recogerlo, ella hizo lo mismo y, porfiando por levantarlo, ocurrió que las caras se encontraron, las narices chocaron y las bocas quedaron indemnes para reír, como efectivamente hicieron.
—¿Le he hecho daño?
—¡No! Soy yo quien se lo pregunta…
Y volvieron a reír. Sofía se puso el guante, Rubião se quedó mirándole un pie que asomaba disimuladamente, y apareció un criado diciendo que había llegado el coche. Levantáronse, y rieron una vez más.