CXLVIII

Al bajar de la luna oyó los ladridos del perro y sintió frío en el mentón. Corrió al espejo para verificar que la diferencia entre la cara barbada y la cara lisa era grande, pero que la cara lisa no le quedaba mal. A la misma conclusión llegaron los comensales.

—¡Está muy bien! Tendría que haberlo hecho hace tiempo. No es que la barba completa le quitara nobleza; pero tal como está ahora tiene un aire moderno…

—Moderno —repitió el anfitrión.

Fuera, igual reacción. Todos opinaban francamente que tenía mejor aspecto que antes. Una sola persona, el doctor Camacho, consideró que, si bien los nuevos bigotes y la perilla le quedaban muy bien, era sensato no alterar el rostro, verdadero espejo del alma, cuya firmeza y constancia debía reproducir.

—No es por hablar de mí —prosiguió—, pero sé que nunca me verán otra cara. Es una necesidad moral de mi persona. Mi vida, sacrificada a los principios —porque lo que siempre he procurado es conciliar no principios sino hombres—, mi vida, digo, es una imagen fiel de mi cara, y viceversa.

Rubião escuchaba seriamente y con la cabeza expresaba que sí, que así debía ser por fuerza. Por un rato sintió que era el emperador de los franceses paseando de incógnito; al desandar la calle volvió a sí mismo. Dante, que tantas cosas extraordinarias vio, afirma haber asistido en el infierno al castigo de un espíritu florentino a quien una serpiente estrujó de tal modo, confundiéndose tanto con él, que al fin se hizo imposible distinguir si eran dos entes o uno solo. Rubião todavía era dos. El emperador de los franceses aún no se había mezclado con su propia persona. Ambos se diferenciaban; llegaban a olvidarse uno de otro. Cuando Rubião era sólo Rubião, no pasaba de ser el hombre de siempre. Cuando se convertía en emperador, era únicamente emperador. Integrales ambos, se equilibraban entre sí.