CXLVI

—Señor…

—¡Grrr! —repitió Quincas Borba, alzándose en las rodillas del amo.

Rubião volvió en sí y se encontró con el barbero. Lo conocía por haberlo visto en la tienda; enderezóse en la silla. Quincas Borba palpitaba, como para defenderlo del intruso.

—¡Cálmate! ¡Cierra la boca! —le dijo Rubião. Con las orejas caídas, el perro fue a esconderse detrás del canasto de los papeles. Mientras tanto Lucien desplegaba sus implementos.

—El señor va a perder una hermosa barba —dijo en francés—. Conozco gente que hizo lo mismo, pero para complacer a alguna dama. He sido confidente de hombres respetables.

—¡Precisamente! —lo interrumpió Rubião.

No había entendido nada. Aunque sabía algún francés, mal lo comprendía leído —como sabemos— y nada hablado. Pero, fenómeno curioso, no había respondido por impostura; había tomado las palabras como cumplido o aclamación; y, más curioso todavía, aunque respondiera en su idioma creía estar hablando en francés.

—¡Precisamente! —repitió—. Quiero volver a tener la cara de antes; aquélla.

Y, viéndolo señalar en dirección al busto de Napoleón III, el barbero le respondió en portugués:

—¡Ah, el emperador! Hermoso busto, en verdad. Excelente obra. ¿El señor la compró aquí o mandó traerla de París? Los dos son magníficos. Ahí está el primero, el grande; ése era un genio. Si no hubiese sido por los traidores. ¡Ah, los traidores! ¿No cree usted? Los traidores son peores que las bombas de Orsini.

—¡Orsini! ¡Un infeliz!

—Lo pagó caro.

—Pagó lo que debía. Pero no hay bombas ni Orsinis que puedan con el destino de un gran hombre —dijo Rubião—. Cuando la fortuna de una nación pone la corona imperial en la cabeza de un hombre verdaderamente grande, no hay maldades que valgan… ¡Orsini! ¡Un estúpido!

En pocos minutos el barbero se aplicó a cortar la barba de Rubião para dejarle sólo la perilla y los bigotes de Napoleón III; encarecíale el trabajo; afirmaba que era muy difícil componer una cosa a imagen de otra; y, a medida que le cortaba la barba, la iba elogiando. ¡Qué lindas hebras! Realmente, era enorme el sacrificio que estaba haciendo…

—No sea pedante, señor barbero —lo atajó Rubião—. Ya le he dicho lo que quiero; déjeme la cara como antes. Allí tiene el busto para guiarse.

—Sí, señor. Cumpliré las órdenes y verá usted qué parecido va a quedar.

Y zas, zas, dio los últimos tijeretazos y empezó a rasurarle mejillas y mandíbulas. La operación llevó mucho tiempo; el barbero iba afeitando tranquilamente, comparando, los ojos divididos entre el busto y el cliente. A veces, para cotejarlos mejor, retrocedía dos pasos, los miraba alternativamente, inclinábase, le pedía al hombre que se volviese de un lado u otro e iba a ver el correspondiente perfil del busto.

—¿Va bien? —preguntaba Rubião.

Con un gesto Lucien le pedía que se callase y continuaba. Recortó la perilla, dejó los bigotes y eliminó lenta, amistosa, enconadamente, adivinándola con los dedos, algún cabello sobrante en la barbilla o el pómulo. Por momentos, cansado de mirar el techo, Rubião le pedía un intervalo. Mientras descansaba se palpaba la cara y por el tacto iba imaginando el cambio.

—Los bigotes no parecen muy largos —observaba.

—Falta arreglar las guías; aquí tengo los hierros para curvarlos bien sobre el labio, y las guías las haremos luego. ¡Ah, prefiero hacer diez trabajos originales que una sola copia!

Pasaron aún diez minutos antes de que los bigotes y la perilla quedasen perfectamente retocados. Listo al fin, Rubião dio un salto y corrió hacia el espejo, que estaba en el cuarto de al lado. Era el otro, eran ambos; era, en suma, él mismo.

—¡Precisamente! —exclamó volviendo al gabinete, donde el barbero, recogidos ya sus implementos, le hacía fiestas a Quincas Borba.

Fue hasta el escritorio, abrió un cajón, sacó un billete de veinte mil reis y pagó.

—No tengo cambio —dijo el otro.

—No hace falta —contestó Rubião con gesto soberano—. Separe lo que corresponde a la casa, y el resto es suyo.