CXLV

Fue por entonces que Rubião dejó boquiabiertos a todos sus amigos. El martes que siguió al domingo del paseo (corría enero de 1870), avisó a un barbero y peluquero de la Rua do Ouvidor que al día siguiente, a las nueve de la mañana, fuese a atenderlo a su casa. Acudió pues un oficial francés llamado Lucien, que entró en el gabinete de Rubião según le había indicado un criado.

—¡Grrr! —gruñó Quincas Borba desde las rodillas de su amo.

Lucien saludó al dueño de casa; éste, no obstante, no oyó la cortesía, como no había oído la reacción del perro. Estaba en una silla ancha, abandonado de su espíritu, que había roto el techo para perderse en el aire. ¿A cuántas leguas estaría? Ni cóndor ni águila alguna podían decirlo. Rumbo a la luna, y aquí abajo no veía más que felicidades perennes, llovidas sobre él desde la cuna, de donde lo habían alzado las hadas, hasta la playa de Botafogo, adonde ellas lo habían llevado por un camino de rosas y bogarís. Ningún revés, ningún fracaso, ninguna pobreza —vida plácida, hilvanada de placer, con rentas de sobra. ¡Rumbo a la luna!

El barbero paseó la mirada por el gabinete, en el cual destacaba el escritorio y, sobre él, los bustos de Napoleón y Luis Napoleón. Relativos a este último había además, colgando de la pared, un grabado o litografía que representaba la batalla de Solferino y un retrato de la emperatriz Eugenia.

Rubião llevaba en los pies chinelas de damasco bordadas con hilo de oro; en la cabeza, un gorro con borla de seda negra. En la boca, una sonrisa azul clara.