CXLIV

—Todavía me duele la rodilla —dijo ella al entrar en la casa cojeando.

—Déjame ver.

En el cuarto de vestirse, Sofía apoyó el pie en un taburete y enseñó al marido la rodilla golpeada; se le había hinchado un poco, muy poco, pero a la menor presión ella gemía. No queriendo hacerle daño, Palha apoyó apenas los labios.

—¿Quedé muy descompuesta al caerme?

—No. Con un vestido tan largo apenas se puede ver la punta del pie. No fue nada, créeme.

—¿Me juras que no?

—Qué desconfiada eres, Sofía. Te lo juro por lo más sagrado, por la luz que me alumbra, por Dios Nuestro Señor. ¿Satisfecha? —Sofía empezó a cubrirse la rodilla—. Déjame ver de nuevo. Creo que no es grave. Le pondremos algún ungüento; manda preguntar en la botica.

—Bien, déjame ir a cambiarme —dijo ella forcejeando para bajarse el vestido.

Pero los ojos de Palha habían descendido desde la rodilla hasta el lugar donde la pierna se encontraba con la caña de la bota. En verdad era un buen trozo de naturaleza. La media de seda resaltaba la perfección del contorno. Palha, por bromear, iba preguntándole a la mujer si se había golpeado aquí, o aquí, o más acá, indicando los lugares con la mano descendiente. Si hubiese aparecido un trocito de esta obra maestra, el cielo y los árboles se habrían quedado pasmados, dijo mientras la mujer se bajaba por fin el vestido y retiraba el pie del taburete.

—Es posible —dijo ella—. Pero no estaban sólo el cielo y los árboles. También estaban los ojos de Rubião.

—¡Vaya, Rubião! Es cierto. ¿Nunca más volvió a las tonterías aquellas de Santa Teresa?

—Nunca; pero, en fin, no me gustaría… ¿Lo juras de verdad, Cristiano?

—Lo que tú quieres es que vaya subiendo de sagrado en sagrado hasta lo más sagrado de todo. No te ha bastado que jurara por Dios. Bien, lo juro por ti. ¿Satisfecha, ahora?

Piropos de lascivo. Finalmente salió del cuarto de ella y se fue al suyo. Ese pudor medroso e incrédulo de Sofía le hacía bien. Le demostraba que era suya, totalmente suya; pero, justamente porque la poseía, juzgaba que era una grandeza no afligirse por la exhibición casual e instantánea de una porción oculta de su reino. Y le daba lástima que la casualidad se hubiera detenido en la punta de la bota. Ésa era apenas la frontera: las primeras aldeas del territorio, antes de la ciudad golpeada por la caída, habrían dado la idea de una civilización sublime y perfecta. Y, enjabonándose y fregándose la cara, cuello y cabeza en la amplia bacía de plata, lavándose, secándose, perfumándose, Palha imaginaba el pasmo y la envidia del único testigo del desastre, de haber sido éste menos incompleto.