CXLI

—Está decidido, vamos mañana —repitió Rubião, que escrutaba el encendido rostro de Sofía.

Pero al corcel lo había extenuado la carrera y, soñoliento, dejóse estar en la caballeriza. Ahora Sofía era otra; atrás quedaba el vértigo de la empresa, el ardor imaginado, el placer de repechar con él el camino de Tijuca. Cuando Rubião le dijo que pediría a Palha que la dejase ir de paseo, replicó sin entusiasmo:

—¡No sea bobo! ¡Dejémoslo para el domingo que viene!

Y clavó los ojos en el bordado que tenía en las manos —frioleira, se llamaba—, mientras Rubião volvía los suyos hacia un melancólico trocito de jardín que lindaba con la salita de trabajo en donde estaban. Sentada junto al ángulo de la ventana, Sofía iba moviendo los dedos. En dos rosas vulgares Rubião vio una fiesta imperial y se olvidó de la sala, de la mujer y de sí mismo. Es imposible decir a ciencia cierta cuánto tiempo permanecieron callados, ajenos y remotos uno de otro. Una criada los despertó llevándoles café. Vacías las tazas, Rubião se acarició la barba, consultó el reloj y despidióse. Sofía, que estaba esperando que se fuera, disimuló la satisfacción con un gesto de asombro.

—¡Ya!

—He de verme con un sujeto antes de las cuatro —se excusó Rubião—. Bien, de acuerdo: cancelado el paseo de mañana. Avisaré para que no preparen los caballos. ¿Pero seguro que el domingo que viene?

—Seguro, seguro no se lo puedo decir. Pero si Cristiano se decide a tiempo, creo que sí. Ya sabe que mi marido es el hombre de los obstáculos.

Sofía lo acompañó hasta la puerta, tendióle una mano indiferente, respondió sonriendo a alguna insipidez, y volvió a la salita —al mismo ángulo de la misma ventana. En vez de reanudar el trabajo, puso una pierna sobre otra, se estiró por hábito la falda del vestido y echó una mirada al jardín, donde estaban las dos rosas que habían ofrecido a nuestro amigo una visión imperial. Sofía no vio más que dos flores mudas. Las contempló, no obstante, durante un rato; luego tomó la frioleira, trabajó un poco, detúvose otro poco descansando las manos en el regazo, y volvió a la obra para abandonarla una vez más. De pronto se levantó y tiró los hilos y la navette en la cestita de mimbre donde guardaba los implementos de trabajo. También esa cesta era un recuerdo de Rubião.

—¡Qué hombre aburrido!

Fue a apoyarse en la ventana que daba al melancólico jardín donde se marchitaban dos rosas vulgares. A las rosas, cuando son recientes, poco o nada les importan las cóleras de los demás; pero cuando decaen, cualquier cosa les sirve para lastimar al alma humana. Quiero creer que esta costumbre es producto de la brevedad de la vida. «Para las rosas», escribió alguien, «el jardinero es eterno». ¿Y qué mejor forma de herir al eterno que burlarse de sus iras? Yo paso, tú te quedas; pero yo no hice más que florecer y perfumar, servir a dueñas y doncellas; yo fui prenda de amor, adorné la solapa de los hombres, o viví en mi propio arbusto mientras todas las manos, todos los ojos, me trataban con cariño y admiración. Tú no, eterno; ¡tú te enfadas, padeces, lloras, te afliges! Toda tu eternidad no vale uno solo de mis minutos.

Así, cuando Sofía se acercó a la ventana que daba al jardín, las dos rosas se rieron a pétalo batiente. Una de ellas le dijo que había hecho bien, ¡muy bien, muy bien!

—Tienes razón en irritarte, hermosa criatura —añadió—. Pero ha de ser contigo misma, no con él. ¿Pues cuánto vale? Un triste hombre sin encantos, buen amigo y tal vez generoso, pero repugnante, ¿no? Y tú, requerida como eres por otros, ¿qué demonios te lleva a prestar oídos a ese intruso de la vida? Avergüénzate, soberbia criatura, porque tú misma eres la causa de tu mal. Juras olvidarlo y no lo olvidas. Pero ¿es preciso olvidarlo? ¿No te basta mirarlo, escucharlo, para sentir desprecio? Ese hombre no dice nada, singular criatura, y tú…

—No es tan así —intervino la otra rosa con voz irónica y descansada—. Algo sí que dice, y lo viene diciendo desde hace mucho, sin desmentirlo ni cambiarlo; es firme, olvida el dolor, cree en la esperanza. Toda su vida amorosa es como el paseo a Tijuca del cual hablabais hace un rato: «¡Dejémoslo para el domingo que viene!». Ea, piedad al menos; ¡sé piadosa, excelente Sofía! Si has de amar a alguien fuera del matrimonio, ámalo a él, que te ama y es discreto. Anda, arrepiéntete del gesto que tuviste. ¿Qué mal te ha hecho, qué culpa tiene si eres hermosa? Y si hay alguna culpa, tampoco la tiene la cesta, sólo porque te la regaló él, ni los hilos y la navette que mandaste comprar a la criada. Eres mala, Sofía, eres injusta…