CXXXIX

Rubião intentó aún apoyar al mayor, pero Sofía lo interrumpió con tal aire de fastidio que nuestro Rubião prefirió preguntarle si al día siguiente, siempre y cuando no lloviera, irían de paseo a Tijuca.

—He hablado con Cristiano. Me ha dicho que está ocupado, que lo dejemos para el otro domingo.

Un instante después Rubião dijo:

—Vamos nosotros dos. Salimos temprano, almorzamos allí; a las tres o cuatro horas estamos de vuelta…

Sofía lo miró con tantas ganas de aceptar que Rubião no esperó la respuesta.

—Decidido que vamos —dijo.

—No.

—¿Cómo que no?

Y repitió la pregunta, pues Sofía no quiso explicarle la negativa, por lo demás tan obvia. Obligada a hacerlo, alegó que a su marido le iba a dar envidia, que era capaz de abandonar el compromiso para ir él también; y ella no quería entorpecerle los negocios. Podían esperar ocho días. La mirada de Sofía acompañaba esta explicación como un clarín habría podido acompañar un padrenuestro. Ganas tenía —ah, vaya si no tenía— de ir a la mañana siguiente con Rubião, camino arriba, bien erguida en el caballo, no pensativa ni poética sino valiente, la cara encendida, toda de este mundo, trotando, galopando, parando. Allá en lo alto desmontaría por un tiempo; la soledad, la ciudad a lo lejos, el cielo encima. Apoyada en el caballo, peinándole las crines con los dedos, oiría a Rubião elogiarle la valentía y el garbo… Sentía incluso un beso en la nuca…