CXXXVIII

¿Y Sofía?, inquiere la paciente lectora, tal cual Orgón pregunta ¿Et Tartufe? Ay, amiga mía, la respuesta es naturalmente la misma: también ella comía bien y dormía como un lirón —cosas que, por lo demás, no impiden a nadie que ame cuando quiere amar. Si esta última reflexión es el motivo secreto de tu pregunta, deja que te diga que eres muy indiscreta, y que yo sólo me doy con gente cautelosa.

Repito: comía bien y dormía como un lirón. El trabajo en el comité de las Alagoas lo había culminado con elogios en la prensa; el Atalaya la había llamado «ángel de la consolación». Y no se piense que la expresión la alegró, por mucho que la halagase, al contrario: dado que resumía en ella toda la caridad, podía mortificar a sus nuevas amigas y hacerle perder en un día el trabajo de largos meses. Así se explica un artículo que el mismo periódico incluyó en el número siguiente, en el cual se nombraba, particularizaba y glorificaba a las otras comisionarías, «estrellas de primera magnitud».

No todas las relaciones habrían de subsistir, pero la mayor parte estaban atadas y nuestra dama no carecía de talento para tornarlas definitivas. Era el marido quien pecaba de turbulento, excesivo, irrefrenable, dando a ver en demasía que lo colmaban de favores, que recibía delicadezas inesperadas y casi inmerecidas. Para enmendarlo, Sofía lo castigaba con censuras y advertencias:

—Hoy has estado insufrible —le decía sonriendo—. Parecías un criado.

—Cristiano, domínate más cuando recibamos gente extraña; para de saltar de un lado a otro con los ojos deslumbrados, como una criatura con juguete nuevo…

Él negaba, explicaba o se justificaba; al fin concluía que sí, que era preciso no ponerse por debajo de los obsequios. Cortesía y afabilidad, nada más…

—Bien, pero hay que caer en el extremo opuesto —contestó Sofía—. No irás a ponerte altanero…

Por entonces Palha era ambas cosas: altanero al principio, frío, casi desdeñoso, la reflexión o un impulso inconsciente le restituían la animación habitual, y con ella, acto seguido, el exceso y el estrépito. Sofía se encargaba de corregirlo todo. Observaba, imitaba. La necesidad y la vocación la habían hecho rápidamente lo que no poseía por nacimiento o fortuna. Además estaba en esa edad en que las mujeres inspiran tanta confianza a las señoritas de veinte como a las señoras de cuarenta. Algunas se morían por ella; otras la colmaban de alabanzas.

Fue así que, poco a poco, nuestra amiga fue limpiando la atmósfera. Cortó relaciones antiguas y familiares, algunas tan íntimas que difícilmente habrían podido disolverse; pero el arte de recibir sin calor, oír sin interés y despedir sin pesar no era de una de sus menores cualidades; y una por una se fueron yendo las criaturas modestas sin maneras ni vestidos, amistades de pequeña monta, de diversiones caseras, de hábitos simples y poco elevados. Con los hombres, si la veían pasar en el carruaje —que, entre paréntesis, era suyo— hacía exactamente lo que contaba el mayor. Con la diferencia de que ahora ya no los espiaba para saber si la habían visto. Había terminado la luna de miel de la grandeza; ahora desviaba la mirada duramente, conjurando con un gesto terminante cualquier peligro de vacilación. Y de ese modo ponía a los viejos amigos en la obligación de no quitarse el sombrero.