CXXXVII

Pero, si no tenían remedio, los despilfarros de nuestro amigo —¡oh lances de la fortuna!, ¡oh equidad de la naturaleza!— tenían compensación. El tiempo ya no pasaba por él como por un vacío sin ideas. A falta de ellas, Rubião había ganado en imaginación. En otros tiempos había vivido más de los otros que de sí mismo, no encontraba equilibrio interior y el ocio le estiraba las horas, que no se le acababan nunca. Eso había ido cambiando; ahora la imaginación tendía a asentarse un poco. Sentado en la tienda de Bernardo, gastaba una mañana entera sin que el tiempo lo fatigara ni la estrechez de la Rua do Ouvidor le tapase el espacio. Visiones deliciosas como la de la boda (cap. LXXXI) se le reiteraban en términos en que la grandeza no eclipsaba la gracia. Algunos, más de una vez, lo habían visto saltar de la silla e ir hasta la puerta para ver de cerca a una persona que pasaba. ¿La conocía? ¿O sería alguien que, casualmente, tenía las facciones de la imaginaria criatura que Rubião había estado contemplando? Son demasiadas preguntas para un solo capítulo; baste decir que en una de esas ocasiones no pasó nadie, él mismo reconoció la ilusión, volvió adentro, compró una figurilla de bronce para regalársela a la hija de Camacho, que cumplía años y se iba a casar en breve, y se marchó.