CXXXIV

Hacer un capítulo para decir tan sólo que al principio, ausente Rubião, los invitados fumaban sus propios cigarros después de cenar, parecerá frívolo incluso a los más frívolos; pero los considerados admitirán que algún interés ha de haber en esta circunstancia mínima en apariencia.

El caso es que, una noche, a uno de los más antiguos se le ocurrió entrar en el gabinete de Rubião; había estado algunas veces, y recordaba que allí se guardaban las cajas de cigarros, no cuatro o cinco sino veinte o treinta, de varias marcas y tamaños, muchas de ellas abiertas. Un criado (el español) encendió la lámpara. Los otros invitados siguieron al primero, escogieron cigarros y, aquéllos que no conocían el gabinete, admiraron los muebles bien hechos y bien dispuestos. El escritorio concentró la admiración general: era de ébano, primorosamente tallado, obra fuerte y severa. Los esperaba una novedad; sobre el mueble había dos bustos de mármol: los dos Napoleones, el primero y el tercero.

—¿Desde cuándo están?

—Llegaron hoy al mediodía —respondió el criado.

Eran dos bustos magníficos. Junto a la aquilina mirada del tío perdíase la vaga mirada cismática del sobrino. Contó el criado que, apenas llegados los bustos, su amo había permanecido largo rato admirado, tan absorto que él mismo había podido demorarse en mirarlos, aunque sin admirarlos. Y es que a mí estos dos pícaros no me dicen nada, concluyó el criado, en español, con un ademán ancho y noble.