Porque los capítulos se me agolpan bajo la pluma, todavía no he dicho, pero aquí agrego uno para decirlo, que por aquel tiempo las relaciones de Rubião habían crecido en número. Camacho lo había puesto en contacto con muchos políticos, el comité de las Alagoas con varias damas, los bancos y empresas con personas del comercio y la bolsa, los teatros con algunos frecuentadores y la Rua do Ouvidor con todo el mundo. Su nombre sonaba a menudo. Era un personaje conocido. No bien aparecían la barba y los largos bigotes, la levita bien cortada, la pechera ancha, el bastón de asta y el paso firme e hidalgo, se decía que era Rubião —un ricachón de Minas.
Le habían creado una leyenda. Decían que era discípulo de un gran filósofo que le había legado inmensos bienes —dos, tres, cinco mil contos. Algunos se extrañaban de que nunca hablase de filosofía, pero la leyenda explicaba ese silencio por el propio método filosófico del maestro, consistente en instruir solamente a los hombres de buena voluntad. ¿Dónde estaban esos discípulos? Iban a su casa todos los días, algunos dos veces: por la mañana y por la tarde; y discípulos se consideraba a los comensales de Rubião. En realidad no lo eran, pero buena voluntad no les faltaba. Masticaban su hambre, durante la espera, y oían silenciosos y risueños los discursos del anfitrión. Entre los antiguos y los nuevos llegó a producirse tal rivalidad que los primeros decidieron afirmar sus derechos mostrando una intimidad mayor, dando órdenes a los criados, pidiendo cigarros, pasando al interior de la casa, silbando. Pero la costumbre los tornó mutuamente soportables, y todos acabaron en la dulce y común confesión de las cualidades del dueño de casa. Al cabo de algún tiempo también los nuevos le debían dinero, bien en especies, bien en créditos del carpintero, bien por letras endosadas que él pagaba a escondidas para no ofender a los deudores.
Quincas Borba era amigo de todos. Chasqueaban los dedos para verlo saltar; algunos llegaban a besarle la cabeza; uno de ellos, más hábil, encontró la manera de tenerlo en las rodillas, durante la cena o el almuerzo, para darle migas de pan.
—¡Ah, eso sí que no! —había protestado Rubião la primera vez.
—¿Qué tiene de malo? —replicó el comensal—. No hay ningún extraño.
Rubião reflexionó un instante.
—La verdad es que allí dentro hay un gran hombre —dijo.
—El filósofo, el otro Quincas Borba —continuó el invitado, paseando la mirada por los novatos, para demostrar la intimidad de sus relaciones con Rubião. Pero no pudo alzarse solo con la ventaja, porque los demás amigos de la misma época repitieron en coro:
—Es cierto, el filósofo.
Y Rubião explicó la alusión a los novatos, y el motivo de que el perro se llamara así. Quincas Borba (el difunto) fue descrito y referido como uno de los hombres más grandes de su tiempo, un hombre superior a sus patricios. Enorme filósofo, alma inmensa, inolvidable amigo. Y por fin, luego de algún silencio, descargando los dedos en el borde de la mesa, Rubião exclamó:
—¡Yo lo haría primer ministro!
Sin convicción, por simple diplomacia, uno de los invitados exclamó:
—¡Sin duda!
Ninguno de aquellos hombres sabía, entretanto, cómo se sacrificaba Rubião por ellos. Rechazaba cenas y paseos, interrumpía conversaciones apacibles únicamente para correr a su casa y recibirlos en la mesa. Un día encontró la forma de conciliarlo todo. En caso de que él no estuviera en casa a las seis en punto, los criados debían servir la cena a sus amigos. Se oyeron protestas; no, señor, esperarían hasta las siete o las ocho. Cenar sin él no tenía gracia.
—Pero es que quizá a veces no venga —explicó Rubião.
Se hizo su voluntad. Los invitados pusieron sus relojes en hora con los de Botafogo. No bien daban las seis de la tarde, todos a la mesa. Los dos primeros días hubo algún titubeo; pero los criados tenían órdenes severas. A veces Rubião llegaba poco después. Entonces menudeaban las risas, las bromas, las intrigas alegres. Uno había querido esperar; pero los otros… Los otros lo desmentían: al contrario, tal hambre tenía que los había arrastrado a todos; al punto de que, si algo quedaba, eran los platos. Y Rubião reía con ellos.