CXXXII

No bien Rubião dobló la esquina de la Rua das Mangueiras, doña Tonica se acercó a su padre, que se había sentado en el canapé a releer la vieja Saint-Clair de las islas o los desterrados de la isla de la Barra. Era la primera novela que había leído; el ejemplar, que tenía más de veinte años, formaba toda la biblioteca del mayor y su hija. Siqueira abrió el primer volumen y fijó los ojos en el comienzo del capítulo II, que sabía de memoria. Los recientes disgustos le daban un sabor particular: «Llenad bien vuestras copas —exclamó Saint-Clair— y bebamos de una vez; he aquí el brindis que os propongo. A la salud de los valientes oprimidos, y por el castigo de sus opresores. Todos acompañaron a Saint-Clair y alzaron las copas».

—¿Sabes una cosa, papá? Mañana comprarás latas de conservas: guisantes, pescado, etc. Las guardamos, y el día que él venga las ponemos al fuego y le damos una cena un poco mejor.

—Pero si sólo tengo el dinero de tu vestido…

—¿Mi vestido? Lo compraremos el mes que viene, o el otro. Puedo esperar.

—¿No estaba apalabrado?

—Pues se desapalabra. Puedo esperar.

—¿Y si no hay otro del mismo precio?

—Tiene que haber. Yo puedo esperar, papá.