CXXX

—¿Quién habría dicho que los Palha nos iban a tratar así? Ya no valemos nada. No se moleste en defenderlos.

—No los defiendo; estoy explicando. Tiene que haber sido un error.

—Cumple años, casa a la prima y ni una triste invitación al mayor; ¡al gran mayor, el impagable! El mayor, el viejo amigo el mayor. Así me llamaban; yo era el impagable, el viejo amigo, el gran mayor y varias cosas más. Ahora ni una triste invitación, ni mandar un moleque con un recado: «Nana cumple años, o casa a su prima. Dice que la casa está a sus órdenes y que vaya vestido de lujo». No habríamos ido, nosotros no somos gente de lujo. Pero algo tendría que haberle mandado al mayor impagable, un mensaje, un moleque…

—¡Papá!

Aprovechando la intervención de doña Tonica, Rubião se animó a defender largamente a la familia Palha. Estaban en la casa del Mayor, no ya en la Rua Dous de Dezembro sino en la dos Barbonos, un modesto piso alto. Rubião había pasado por allí, el mayor estaba en la ventana y lo había llamado. Doña Tonica no había tenido tiempo para salir de la sala y echarse al menos un vistazo en el espejo; apenas había podido pasarse la mano por el pelo, arreglarse el lazo en el cuello y bajarse el vestido para cubrir los zapatos, que no eran nuevos.

—Le aseguro que habrá habido una confusión —insistió Rubião—. En esa casa está todo alterado con el asunto de las Alagoas.

—Pues hablando de eso —saltó el mayor Siqueira—, ¿por qué no pusieron a mi hija en el comité? ¡Hombre! Ya hace mucho que me he dado cuenta; antes no hacían fiesta sin nosotros. Éramos el alma de todas las reuniones. Hace un tiempo las cosas cambiaron; empezaron a recibirnos con frialdad y el marido, si puede esquivarme, ni siquiera me saluda. Le digo que esto empezó hace un tiempo; pero antes no se hacía nada sin nosotros. ¿Cómo puede hablarme usted de confusión? Pero si la misma víspera del cumpleaños de ella, viendo que no nos invitarían, fui a hablar con él al almacén. Pocas palabras; el hombre disimulaba. Al final le dije: «Ayer, en casa, Tonica y yo discutimos sobre la fecha del aniversario de doña Sofía; ella decía que ya había pasado y yo que no, que era hoy o mañana». No me respondió; fingió que estaba enfrascado en una cuenta, llamó al contable y le pidió explicaciones. Yo, desconfiando, le repetí la historia: hizo lo mismo. Me fui. ¡Menudo caradura, ese Palha! Ahora resulta que le doy vergüenza. Antes todo era: «Mayor, un brindis». Yo hacía muchos brindis, tenía cierta soltura. Jugábamos a las cartas. Ahora se anda con grandezas; se junta con gente fina. ¡Ah, qué mundo de vanidades! ¿Quiere creerme que el otro día vi a su mujer en un coupé, acompañada de otra? ¡Sofía en un coupé! Fingió que no me veía, pero puso los ojos de tal forma que, al advertir que yo la había visto a ella, alcanzó a hacerse la sorprendida. ¡Vida de vanidades! Quien nunca ha comido aceite, cuando come se mancha.

—Perdóneme, pero las tareas del comité exigen cierto aparato.

—Sí —respondió Siqueira—. Por eso no llamaron a mi hija. Y para que no estropease los carruajes…

—Además, el coupé podía ser de la señora que iba con ella.

Las manos tomadas en la espalda, el mayor dio dos pasos y se paró frente a Rubião.

—De la otra… o del padre Mendes. ¿Cómo anda el padre? De lo mejor, naturalmente.

—Pero papá, no puede pasar nada —terció doña Tonica—. Ella me sigue tratando bien, y cuando el mes pasado estuve enferma mandó dos veces al moleque por noticias…

—¡Al moleque! —bramó el padre—. ¡Al moleque! ¡Vaya molestia! «¡Moleque, ve a la casa de ese jubilado y pregúntale si la hija está mejor; yo no puedo ir porque me estoy lustrando las uñas!». ¡Vaya molestia! ¡Tú no te lustras las uñas! ¡Tú trabajas! ¡Eres una digna hija de tu padre! ¡Pobre pero honrada!

Aquí el mayor se echó a llorar, aunque de repente suspendió las lágrimas. La hija, en su conmoción, sintióse también humillada. Sin duda la casa expresaba la pobreza de la familia: pocas sillas, una vieja mesa redonda, un canapé gastado; en las paredes, dos litografías enmarcadas en pino pintado de negro: un retrato del mayor en 1857 y un Veronés en Venecia comprado en la Rua do Senhor dos Passos. Pero en todo se traslucía el trabajo de la hija; los muebles brillaban de tan limpios, la mesa tenía un mantel bordado por ella; el canapé un cojín. Y era falso que doña Tonica no se lustraba las uñas; no tendría polvos ni gamuza, pero todas las mañanas les pasaba un trozo de paño.