CXXVII

Rubião se despertó. Era la primera vez que subía a un barco. Volvía con el alma llena de los rumores de a bordo, el bullicio de la gente que entraba y salía, extranjeros de diversa casta, franceses, ingleses, alemanes, argentinos, italianos, una confusión de lenguas, una caverna de sombreros, maletas, cordajes, sofás, binoculares, hombres que bajaban o subían por las pasarelas, mujeres sollozantes, otras curiosas, otras sonrientes y muchas que llevaban flores o frutas —todas novedades. A lo lejos, la barra por donde el barco tenía que salir. Más allá salir. Más allá de la barra, el mar inmenso, el cielo cerrado y la soledad. Rubião renovó los sueños del mundo antiguo y creó una Atlántida sin saber nada de la tradición. No teniendo nociones de geografía, se formaba una idea confusa de los otros países y los imaginaba rodeados de un nimbo misterioso. Como no le costaba viajar así, estuvo un tiempo en aquel vapor alto y largo, navegando mentalmente sin mareo, sin olas, sin viento, sin nubes.